El fantasma del estraperlo

Cautivo y desarmado el Ejército Rojo, la picaresca campó a sus anchas ante la incapacidad del Régimen para alimentar al pueblo. Escaseaba lo más esencial: el trigo, el aceite, la libertad; también los medicamentos. Pero un fantasma recorría aquella España maltrecha e infestada de piojos, donde aparentemente no había de nada y, sin embargo, teniendo dinero se podía conseguir casi de todo…


«Tres cosas no hay en España/ Azúcar, café y jabón/ El que tenga alguna de ellas/ Es que la trae del Peñón», decía una copla. La mercancía entraba de extranjis desde Gibraltar, a través de Cádiz y Málaga, y se distribuía a lo largo y ancho de la península a unos precios solo aptos para los bolsillos pudientes de aquellos “españoles de bien” que supieron ver en el estraperlo una oportunidad de negocio que les permitió amasar grandes fortunas. Fueron precisamente los vencedores de la guerra quienes gozaron de las condiciones propicias para delinquir impunemente a gran escala, amparados por su connivencia con el franquismo. Para el común de los mortales, el riesgo era mayor porque lo que estaba en juego era la supervivencia. Por poner un par de ejemplos, en 1942 la provincia de Jaén alcanzó una tasa de mortalidad infantil del 35% por la desnutrición y la ingesta de peladuras de patata y otros residuos. Ya por entonces, en Baleares eran muchas las familias que se alimentaban exclusivamente de naranjas y el 40% de los niños presentaba síntomas de tuberculosis.

Porque, en aquel entonces, el pobre lo era de solemnidad, fuera del bando que fuera, sin rodeos ni medias tintas. Basta con echar un vistazo a las fotografías de la época para reparar en figuras trágicas de cuerpos escurridos, brazos nervudos y rasgos faciales tensos que expresaban mejor que las palabras los rigores de una posguerra cruenta. Años de pan negro y sabañones, fruto de la mala conciencia y las recetas económicas autárquicas que, ya durante la guerra, se habían aplicado con flacos resultados en las zonas ocupadas. «Tenemos la necesidad de asegurar el normal abastecimiento de la población e impedir que prospere cierta tendencia al acaparamiento de algunas mercancías. Por eso se aconseja la adopción, con carácter temporal, de un sistema de racionamiento para determinados productos alimenticios», rezaba el informe emitido para establecer las cartillas destinadas «a 26 millones de españoles o extranjeros residentes». Unas tarjetas con cupones inicialmente familiares, y que en 1943 se convirtieron en individuales para garantizar (a los de arriba) un mayor control sobre el suministro (de los de abajo). Las había de primera, segunda y tercera categoría que se repartía la miseria en magros porcentajes. A la mujer le correspondía menos arroz, aunque la guerra había convertido a muchas en cabeza de familia. 

Así fue cómo España entera se hizo de doble fondo, y los productos de primera necesidad que no cubrían la cartilla de racionamiento comenzaron a circular en la cubierta de una rueda de repuesto o colgando entre las piernas de las mujeres al cobijo de las faldas

Quienes no estaban dispuestos a hacer cola frente a los comedores del Auxilio Social (la más amable de las instituciones de la dictadura, conocida como “la sonrisa de Falange” e inspirada en la Winterhilfe nazi) recurrían a toda clase de subterfugios para saltarse los cauces oficiales. «¿Hay algo que declarar?», le espetaban a uno los consumistas desde las casetas de arbitrios que existían, a modo de aduanas, a la entrada de pueblos y ciudades. «Solo un par de huevos», solían responder los matuteros con sorna desafiante. Así fue cómo España entera se hizo de doble fondo, y los productos de primera necesidad que no cubrían la cartilla de racionamiento comenzaron a circular en la cubierta de una rueda de repuesto o colgando entre las piernas de las mujeres al cobijo de las faldas; disimulados en el interior de los instrumentos de las bandas de música o sujetos por ganchos de las ventanillas de los cercanías para, más tarde, arrojarlos a su paso por el punto de entrega acordado: por lo general, no lugares como fábricas abandonadas o apeaderos de provincias. Las argucias se fueron sofisticando en la medida que el asunto pudiera costarles la vida si caían en manos de los guardias civiles. Ya fuera movidos por el ánimo de lucro o por quitarse el hambre, los estraperlistas transitaban a su antojo las permeables fronteras entre España y Portugal durante los primeros años cincuenta.

Aquellos traficantes de poca monta que colaban el café como si fuera achicoria, y a los intrépidos contrabandistas de tantalita y wolframio que se echaron al monte junto a los últimos maquis, nada tenían que ver con los comerciantes que engordaron su fortuna con la doble contabilidad alentando el gigantesco fraude fiscal de posguerra. Un puñado de infelices muertos de hambre, en cualquier caso, que en Galicia vagaban como almas en pena desde Chantada a Serra de Outes, bajo una lluvia intensa que tiñe los pinares de negro, ocultos tras los muros de las leiras y en los cañaverales de la ribera del Miño, con tal de burlar los controles de una autoridad que, ya por entonces, se pretendía competente, pero tampoco lo era. En cambio, proliferaban los inspectores sobornables que olvidaron los escrúpulos en las trincheras, y guardias civiles dispuestos a hacer la vista gorda o disparar al aire por un mísero sobresueldo.

«Todo está muy mal, don Álvaro. Ya ve usted: para que un hombre serio tenga que ir por ahí haciendo de fantasma...»

Dispuesto el escenario al que tanto provecho supo sacarle Wenceslao Fernández Flórez, conviene llamar la atención sobre Fantasmas (1939), una de las obras menos populares del autor de El bosque animado. En ella, un trío de espectros lamenta el rumbo que el progreso ha dictado a la humanidad, asombrados por el descrédito a su condición sobrenatural. Durante uno de sus paseos noctámbulos por una ciudad de provincias, un viejo hidalgo sorprende a un estraperlista que intenta hacerse pasar por fantasma. Por debajo del paño raído y sin remendar, asoman unos gruesos zapatos manchados de barro y la pana del acartonado pantalón.

«—Me avergüenza el que lo haya visto usted, don Álvaro; pero mi mujer no me quiere dar las sábanas nuevas para estos trotes. (…) Pues donde me ve, he andado ya mis buenas dos leguas, entre ir y volver, porque traigo dos jamones que compré en Aldehuela del Río, y si uno va a pagar los consumos... (…) La noche en que está de guardia el Segoviano todo va bien, porque las apariciones le acoquinan, y nunca ocurrió que nos diese el alto. Pero otras veces, sobre todo si uno se tropieza con el Puños, no hay otro recurso que abandonar el género y darse a correr. Todo está muy mal, don Álvaro. Ya ve usted: para que un hombre serio tenga que ir por ahí haciendo de fantasma...»

La estampa, entre costumbrista y pintoresca, nos remite a otra famosa coplilla que circulaba por Cádiz a comienzos de los años 50: «Este castillo también tiene su fantasma/ y algunas veces salimos por la ventana/ Ya lo tenemos como una cosa de juego/ A mi tan solo lo que me pone de punta el pelo/ son los fantasmas/ que se mantienen del estraperlo».