«Asubíasme de lonxe»: el eco de Alan Lomax en Galicia

El “mapa que canta” cartografiado por el folclorista estadounidense Alan Lomax a su paso por Galicia en los años 50, lejos de desvanecerse, se proyecta sobre nuestro presente como líneas de sombra impresas por el papel de calco.


JEANNETE BELL JUNTO AL COCHE DE ALAN LOMAX (1952) FOTOGRAFÍA: ALAN LOMAX

JEANNETE BELL JUNTO AL COCHE DE ALAN LOMAX (1952) FOTOGRAFÍA: ALAN LOMAX

[Fotografías y registros sonoros: Alan Lomax]

La fotografía fue tomada en Galicia el 27 de noviembre de 1952. En ella vemos a Jeanette Bell esperando junto al coche, aparentemente ensimismada en sus pensamientos y abrazada a lo que parece ser un cuaderno de notas o un itinerario de carreteras. A diferencia del resto de instantáneas que documentan su viaje por la península, la joven se nos muestra cabizbaja, casi se diría que apesadumbrada. Cuesta reconocer en ella a la turista que un par de meses atrás recorría sonriente la sierra de Albarracín a lomos de una jaca. Dista de por medio un invierno especialmente duro que hizo mella en la pareja, transitando caminos sin asfaltar y hospedándose en aldeas sin electricidad ni agua corriente para eludir a las autoridades locales.

«La Guardia Civil, espantosa, con sus sombreros negros, me tenían en su lista», escribirá más tarde Alan Lomax a espaldas de su ayudante. «Nunca sabré por qué, pues nunca me detuvieron; pero al parecer siempre sabían dónde encontrarme». Fue el FBI quien puso a la benemérita tras su pista, advirtiendo a las autoridades franquistas de la incómoda presencia de unos extranjeros que recorrían el país de punta a punta, con el pretexto de recopilar canciones tradicionales con la ayuda de una grabadora. «En los lugares más perdidos, más olvidados, menos probables, en las montañas... aparecían como buitres negros que llevaban consigo el hedor del miedo, y entonces los músicos perdían su coraje». Por norma general, los intérpretes seleccionados eran mujeres, mozos del pueblo o niños de corta edad que a menudo irrumpían en risas o vivas discusiones sobre la manera más idónea de interpretar los cantos, exasperando al estadounidense, que se veía obligado a parar la Magnecord y chapurrear un poco de español, animándolos a recordar alguna copla más o a repetir la misma para obtener una toma mejor.

«Fue el FBI quien advirtió a las autoridades franquistas de la incómoda presencia de unos extranjeros que recorrían el país de punta a punta, con el pretexto de recopilar canciones tradicionales con la ayuda de una grabadora»

Cuenta la leyenda que, al sentirse acorralada a orillas del río Ladón, la ninfa se encomendó a la corriente para burlar los deseos del fauno, transmutándose en cañaveral; y que, cuando el dios Pan alcanzó la orilla, sólo pudo abrazar las cañas mecidas por el viento, y el rumor que producían le agradó tanto que se fabricó una flauta con ellas. El instrumento es muy parecido al utilizado por Papageno, el hombre-pájaro de La flauta mágica de Mozart, y a la zampoña tradicional del altiplano andino: una flauta de madera con ocho agujeros, en forma de cabeza de caballo, que todavía soplan en Argentina, Portugal y en algunas zonas de España para anunciar la llegada del afilador.

JOSE MARÍA RODRÍGUEZ TOCANDO EL CHIFRO (1952) FOTOGRAFÍA: ALAN LOMAX

JOSE MARÍA RODRÍGUEZ TOCANDO EL CHIFRO (1952) FOTOGRAFÍA: ALAN LOMAX

«En los lugares más perdidos, más olvidados, menos probables, en las montañas... aparecían como buitres negros que llevaban consigo el hedor del miedo, y entonces los músicos perdían su coraje»

Se llama José María Rodríguez, de profesión afilador y capador de cerdos. Posa ante la cámara con aires endomingados, luciendo chaleco y corbata bajo la tela del saco; la alianza, asentada como Dios manda, en el anular izquierdo, y el peinado hacia atrás, con la mirada ausente desafiando el encuadre. Aprendió el oficio, de su padre. De Ourense partieron muchos como él a recorrer el mundo con la tarazana a cuestas; empujándola primero, y por fin, en bicicleta, dejando una mano libre para llevarse el chifro a la boca.

Aquella tarde lluviosa en la aldea Faramontaos, el melódico reclamo quedó registrado para la posteridad en una cinta magnetofónica. Un sonido que, lejos de la nostalgia, se relaciona con el peligro, con la amenaza. Es la llamada del encantador de serpientes, de todos aquellos peregrinos órficos que cruzaban los pueblos de la Antigüedad y a los que los animales y los niños seguían. La llamada que nos saca de nosotros mismos y nos arroja a lo desconocido. El mismo camino que Lomax había emprendido de la mano de su padre, visitando las penitenciarías de Tennessee, Texas y Mississippi a comienzos de los años treinta para registrar las voces de los negros. Acompañando a las primeras grabaciones de Leadbelly y Jelly Roll Morton, encontramos las notas de campo, diarios y anotaciones escritas de su puño y letra en las carátulas de las bobinas; un galimatías que aporta valiosa información sobre la canción, sus intérpretes y las circunstancias de la grabación. Por desgracia, la mayor parte del material que conservamos de su visita a Galicia permanece indescifrable, ya sea por la dificultad que tenía Lomax para comprender y expresarse en nuestro idioma; por estar escritas de forma telegráfica, mezclando inglés y castrapo, o por su letra, que en ocasiones hasta a él mismo le costaba comprender.

«Mi querido amigo José —le escribirá Lomax un año más tarde— te envío algunas fotos que espero te harán pasar un buen rato recordando los estupendos días que pasamos juntos. Quiero decirte que he decidido hacer honor a tu excelente arte y voy a incluir tu tonada en mi disco sobre música española, que formará parte de la colección de música folklórica de todo el mundo; y te diré también que tu tonada será la primera del disco, porque como es tan bella será un excelente comienzo. (…) Creo que de esta vez te vas a hacer famoso, y puedes creer que nada me gustaría más porque bien lo mereces. Eres una excelente persona y lo que es más, un magnífico músico. Y es para mí un placer contarte entre mis amigos».

«Es la llamada del encantador de serpientes, de todos aquellos peregrinos órficos que cruzaban los pueblos de la Antigüedad y a los que los animales y los niños seguían»

Al escuchar “Alborada de Vigo” es como si el pasado consumiera para siempre al presente, reduciéndolo en lo sucesivo a una serie de repeticiones compulsivas. Miles Davis y su fiel arreglista Gil Evans se inspirarían en ella para su pieza “The Pan Piper”, incluida en Sketches of Spain (1960) junto a vibrantes relecturas de los maestros Falla y Rodrigo. Lo que parecía nuevo ya no lo es tanto, y la eterna promesa del ahora deviene en loop perpetuo, como el que provoca un arañazo accidental sobre la superficie del disco.

Observando con mayor atención la vieja fotografía de Jeanette, reparo en la presencia de una niña que observa a la melancólica extranjera desde el quicio de una puerta, sin aparentar emoción alguna, ni curiosidad siquiera. Las dos mujeres, adulta y niña, habitan el mismo paisaje en sombras y me pregunto si, al igual que persiste la creencia de que al tomarte una foto te roban el alma, no podrá decirse lo mismo de las grabaciones de Lomax. Al fin y al cabo, no son recuerdos, sino experiencias sensoriales puras, tan inmediatas como los sueños. Lo único que necesitamos para volver a habitarlos es convocarlos. La cadencia de la respiración al acometer una nueva estrofa, esa leve vibración suspendida entre dos acordes son el equivalente sonoro a los veintiún gramos de ingravidez en los que se estima nuestro espíritu; el de aquellos canteros, por ejemplo, que asentaron con sus versos los cimientos del oficio y de quienes apreciamos sus diálogos antes y después del canto. O el de un grupo de mujeres anónimas que entonan una balada a modo de muñeira, en cuya última estrofa se cuela la tos de otra niña anónima, símbolo de la pobreza y el desamparo rural de la posguerra, separando la voz del cuerpo y facilitando una comunicación ultraterrena.

SEPULTUREROS EN UN CEMENTERIO GALLEGO (1952) FOTOGRAFÍA: ALAN LOMAX

SEPULTUREROS EN UN CEMENTERIO GALLEGO (1952) FOTOGRAFÍA: ALAN LOMAX

«Al fin ya al cabo, no son recuerdos, sino experiencias sensoriales puras, tan inmediatas como los sueños. Lo único que necesitamos para volver a habitarlos es convocarlos»

«Por todas partes hay cuarteles polvorientos con un cartel sobre la puerta: Todo por la patria», escribe. «Es tan forzado que uno se pregunta “qué patria”, y basta una mirada alrededor para convencerse de que no es la patria de esta gente». Décadas más tarde, un situacionista francés llamado Guy Debord acuñará el término “psicogeografía” para referirse al «estudio de los efectos del medio geográfico sobre el comportamiento y las emociones de los individuos»., cuyos efectos podemos trasladar sin demasiado esfuerzo a la música country; un género que siempre se ha caracterizado por su apego al terruño, tal y como se desprende de su adscripción etimológica a la denominada “música de raíces”.

En su vertiente más actual, algunos prefieren llamarla americana, apropiándose de la identidad de todo un continente para poseerlo en solitario, como antes hicieran con las “películas del Oeste”, cuando en realidad ambas apelan a un sentimiento tan inabarcable como sus propios paisajes. Porque si hablamos del western, los gallegos vivimos inmersos en una morriña que se diría más universal que el Technicolor, gestada en nuestro interior desde la cuna, aún sin llegar a comprenderla. Atávica y devastadora, como el recuerdo de una aldea que se desvanece ignorada por el trazado de la nueva autovía, mientras el bosque negro se derrama, borroso como una mancha de tinta, al otro lado de la ventanilla; y una luz, apenas visible, se arrastra por el cielo sin estrellas.