El surrealismo fantástico según Lorenzo Alessandri

«Dijeron de mí que soy un creador de monstruos y que me deleito con su representación reconoció el pintor italiano en una entrevista Me encantan los monstruos y los dibujo. Pero no los creo porque ya existen y están a nuestro alrededor. Y muchas veces esos monstruos somos nosotros mismos».


Al final la Segunda Guerra Mundial, Lorenzo Alessandri bautizó su primer estudio como “Attic Macabre”, anticipando el rumbo que tomaría su futura producción artística. Alessandri había nacido en 1927 en Turín, ciudad melancólica y mágica, pero también metafísica, en la que Nietzsche enloqueció y que De Chirico plasmó en sus lienzos aparentemente infinitos y de hermética simbología. En cambio, desde muy joven, Lorenzo comulgó con los milagros atribuidos al Padre Pío de Pietrelcina, un fraile capuchino famoso por los estigmas que presentaba en sus manos, pies y costado. Fascinado por los demonios y acosado por sus propios fantasmas, el joven Lorenzo se refugió en la pintura para exorcizarlos en su “ático macabro” donde, tal y como él mismo reconocería décadas más tarde, «ocupábamos nuestras noches en interminables discusiones sobre la anarquía o la pena capital, y en diatribas sobre la existencia del alma. Aprendíamos yoga, budismo y zen, y nos aventurábamos torpemente en el psicoanálisis y el sexo... Otras veces, invocábamos a los muertos y a las fuerzas ocultas».

En sus diarios, publicados en Italia tras la muerte del artista bajo el evocador título de Zorobabel (Editorial Skira, 2000), Lorenzo Alessandri denunció la arrogancia y presunción con la que algunos pretenden escribir una historia del arte contemporáneo, borrando sistemáticamente aquellas experiencias artísticas genuinamente extraordinarias. «Un arte que es fuego vivo y pasión, que se convierte en instrumento de conocimiento de uno mismo y del mundo resume Concetta Leto, con quien Alessandri mantuvo una relación profesional y sentimental que a punto estuvo de devorar a ambos Todo se ve y se experimenta a través de este poderoso filtro que rompe los límites entre el mundo real y el mundo de los sueños para crear uno único, que pertenece al artista mágico y sulfuroso». En una de sus entradas, fechada en 1943, Alessandri parece sucumbir a la depresión en pleno arrebato nihilista: «Estoy tan harto de esta vida que, si muriera esta noche, sería feliz. Odio esta vida estúpida y sin sentido, hecha sólo de ilusiones y tristezas, de metas inalcanzables e inalcanzables; de esperanzas que no se hacen realidad ni nunca lo harán. Siempre he sufrido, desde la escuela; pero bromeo y río con mis compañeros y con los demás también, y me guardo el sufrimiento dentro de mí. Nadie que me conozca puede saber cuán grande es, porque nadie me conoce realmente. Lloro a solas, escondido. Nadie debe saberlo. Mis ideales más bellos hechos añicos a mis pies. ¿Cuándo terminará esta tortura? Maldita vida, ¿cuándo terminará?».

«El diablo me interesa como material pictórico, como muchas otras cosas extrañas, magos, brujas, sueños, cómics»

Alessandri volvió la vista a Oriente en busca de consuelo. «En la paz y el equilibrio que ofrece el budismo, veo la solución clara y reparadora a todos los problemas y dudas insolubles que acosan al cerebro humano escribió Y en el Evangelio de Cristo encuentro al Dios, el primer Padre, el creador eterno y magnífico, el maestro de designios inescrutables que se hace hombre y me da su mano». Pero fue en 1951 cuando tomó conciencia de sí mismo y de su arte, al conocer a su mentor, Silvano Gilardi, a quien apodaba Habacuc, en referencia al profeta del Antiguo Testamento que salvó a Daniel de ser devorado por los leones. Fue él quien transmitió a Lorenzo sus conocimientos sobre el oficio, descubriéndole su verdadera vocación como si fuera una epifanía. Así y todo, aquellos fueron años difíciles para quienes concebían la pintura como una trinchera ascética, ajena a la banalidad del arte abstracto y las nuevas vanguardias estéticas. Desde su torre de marfil, aislado y casi derrotado, Alessandri conspiraba para reunir su propio ejército bajo el estandarte de un nuevo movimiento al que bautizó Surfanta, como alianza perfecta entre el surrealismo y la fantasía. En torno suyo, cerraron filas artistas inclasificables como Lamberto Camerini, Enrico Colombotto Rosso, Giovanni Macciotta y Mario Molinari, quintacolumnistas todos ellos del surrealismo europeo. A partir de entonces, y a lo largo de toda su carrera, Lorenzo libró su propia cruzada desde el bando de las criaturas sobrenaturales, las temáticas terroríficas y eróticas cargadas de misterio y ocultismo, y saludables dosis de farsa religiosa, social y política. «El diablo me interesa como material pictórico, como muchas otras cosas extrañas, magos, brujas, sueños, cómics», reconocería en 1976 al crítico de arte de La Stampa.

«El advenimiento de lo feo, que nos amargó la juventud y entristeció nuestras visitas a los museos, que ha exaltado a intelectuales e impotentes cubriéndoles con fama y dinero, apenas nos ha tocado y, desde luego, nunca nos ha vencido escribo a su amigo Habacuc poco antes de su muerte Siempre me han importado un carajo los abstraccionistas y los conceptualistas y odio con todo mi corazón y con todo mi cerebro a esos estafadores que hacen instalaciones, que pueden empaquetar su propia mierda; aquellos que exhiben tubos de neón encendidos y viven a expensas de las instituciones». En un último alarde de su lucidez envenenada, Alessandri, reflexionaba sobre la muerte anunciada del Arte, y concluía: «No me importa que el futuro ya no exista. Por fin, estoy contento con el presente».