Ante el dolor de los demás: Roland Topor y el masoquismo

En 1960, Roland Topor publicó ‘Los masoquistas’, un pequeño libro de ilustraciones donde las torturas autoinflingidas eran producto de la rutina y las convenciones sociales. Artimañas que le permitieron seguir sufriendo sin sentirse culpable por ello; evadirse del mundo sin morirse, sin dejar de fumar y bebiendo como un cosaco.


«Si hablamos de humor estamos forzados aún a hablar de algo inglés. No me interesa el humor: me interesa lo burlesco, lo grotesco». Y básicamente, las relaciones humanas sadomasoquistas en relación al poder, el amor y el lenguaje. Este último aparece maltratado, roto y desencajado, con el mismo tacto atroz que solía emplear en el dibujo. Ilustrador, novelista, dramaturgo, guionista de cine y televisión, cineasta y actor, el polifacético Roland Topor pertenecía a un familia de refugiados judíos de Varsovia que llegó a París huyendo del nazismo, para más tarde ser hostigada y perseguida por las autoridades de Vichy. A su padre le internaron en un campo de prisioneros en Pithiviers, que servía de antesala a otros campos de concentración, generalmente Auschwitz.

Abram Topor fue de los pocos que lograron saltar la alambrada y, durante el tiempo que permanecío oculto en los suburbios del sur de París, su casera intentó sonsacar información a Roland y Hélène, su hermana mayor, sobre el paradero de su padre. En mayo de 1941, un vecino les avisó de que la Gestapo se disponía a registrar el edificio y la familia huyó a Saboya donde Roland, con apenas cuatro años, fue acogido por una familia francesa, bajo nombre nombre falso, que le matriculó en una escuela católica. Terminada la guerra, la familia al completo regresó a París en 1946 y llevaron a juicio a su casera, exigiendo que les devolvieran sus pertenencias y el derecho a instalarse en su antiguo apartamento. El tribunal falló a su favor, y muy pronto los Topor estuvieron en condiciones de pagar el alquiler a la misma propietaria que había intentado delatarles a los nazis.

Las ilustraciones de Topor destilaban puro nihilismo y mostraban las fauces de la vanguardia surrealista de una Francia insumisa que hacía tiempo que ya se había perdido el respeto a sí misma

En un pasaje de El quimérico inquilino, el propio Roland parece psicoanalizarse a través de Trel­kovsky, el joven de origen polaco que alquila un apartamento en la calle de Pyrénées y termina volviéndose loco, quién sabe si por méritos propios o por la mediación de sus vecinos. «Él era perfectamente consciente de lo absurdo de su conducta -reconoce Topor- pero era incapaz de cambiarla. Este absurdo reflejo era una parte esencial de él. Fue probablemente el elemento más básico de su personalidad». Cuando Roman Polanski llevó la novela a la gran pantalla una década más tarde, se reservó el papel protagonista de un inmigrante que siente que todas las miradas se posan sobre él y se esfuerza en comportarse de manera extremadamente amable, discreta y conciliadora. Aunque sean los demás quienes le molesten a él, se calla y traga con lo que le echen, alienándose hasta el punto de no saber ni quién es. Duda de sí mismo; todo le altera y todo le asusta.

Fernando Arrabal, con quien Topor fundó en 1962 el Grupo Pánico junto a Alejandro Jodorowsky, siempre sostuvo que en su obra, «el humor es el puente que se tiende entre la realidad cotidiana y el sueño maravilloso, el horror y la risa». Aquello le empujó a transgredir las normas sociales a través del arte y llevar la sátira hasta extremos voraces e incómodos, cuando no directamente insoportables. Basta con asomarse a su alucinante antología de dibujos Mundo inmundo para constatar su capacidad para arrancar carcajadas al abismo. Un talento que desarrolló como portadista de la revista de humor gráfico más cafre de la época, Hara-Kiri, antecedente de Charlie Hebdo, y de la que fue portadista habitual y uno de los principales autores. Asumiendo poéticamente el gesto de rasgarse las entrañas, sus ilustraciones destilaban puro nihilismo y mostraban las fauces de la vanguardia surrealista de una Francia insumisa que hacía tiempo que ya se había perdido el respeto a sí misma. Por sus relatos y viñetas desfilaron farmacéuticos que traficaban con la orina de sus clientes, monjas enamoradas del Papa, funcionarios paranoicos que fingen ser Dios y escritores acosados por su musa. También algo de sexo, mucho vicio, podredumbre y miedo.

«No me interesa el humor: me interesa lo burlesco, lo grotesco»

Al igual que Sade y Guillaume Apollinaire hicieron antes que él, y tomando a los surrealistas como referencia y punto de fuga, Topor levantó acta de una existencia cruel y absurda que, a diferencia de los anteriores, sin embargo, no se tomaba demasiado en serio. «No hay que tragar ni un bocado de una persona que nos sea indiferente -nos aconseja en La cocina caníbal- Amigo, enemigo, pariente, bien. Extraño, nunca». En Les Masochistes, ciudadanos anónimos se ven involucrados en actos de masoquismo cotidiano, sin perder la sonrisa al mismo tiempo que ponen a prueba sus propios límites. «Cuando un hombre llega a mi edad, tiene derecho a sentarse en la cazuela y cocerse -continúa- La única rebeldía individual consiste en sobrevivir».

Topor murió en 1997, víctima de un derrame cerebral. Dicen que la noche antes no pudo dormir y se pasó la noche en los cafés parisinos, fumando puros y bebiendo vino de Burdeos. Al poner el pie en el Café de Flore, relató a sus amigos la pesadilla que le mantuvo en vela y que pensó que podría inspirar su próxima novela: «Me desperté de repente, con una sensación de desastre inminente. Al bajar la sábana, descubrí un cadáver en mi cama: el cascarón de un desconocido de baja estatura, pero gordo, y de una edad igual a la mía. Mi primera reacción fue abalanzarme sobre el teléfono para avisar a la policía. Pero dudé; la presencia en mi cama de aquel cuerpo putrefacto resultaba vergonzosa. Se me exigirán explicaciones que seré incapaz de dar, y me culparán de cometer un crimen abominable».