Jodorowsky, la mujer y los cuerpos grotescos


Asistí en primavera a una función del Cabaret Místico (1) de Alejandro Jodorowsky. Mi expectativa inicial al acudir a su espectáculo se parecía a descubrir de lejos, en un museo, una obra de arte auténtica que ya conocía por las fotografías y, entonces, aproximarme a ella y verla de cerca: siento devoción, arrebato, temblor. Me pasó con El grito de Edvard Munch de la Galería Nacional de Oslo y con Judit decapitando a Holofernes de Artemisia Gentileschi en los Uffizi. ¿Síndrome de Sthendal? No, amor al arte. Fui a ver al artista con la misma disposición de ánimo, esperando un latigazo espiritual, como cuando intercambié una sonrisa con Cronenberg en Sitges y estuve a punto de caerme al suelo. Allí estaba en el escenario el mítico autor de El Topo, un hermoso anciano octogenario, dicharachero y risueño, empuñando un micrófono y sin más atrezo que un taburete ante un fondo oscuro. Jodorowsky no tardó un segundo en mover las emociones del abarrotado teatro, hacernos gritar con una sola garganta e imponernos ejercicios psicomágicos aparentemente sencillos e inocuos, pero en realidad agotadores. De pronto me hallé contándole mi vida, en los dos minutos decretados por el mago —que se me hicieron eternos—, a una señora muy alta y totalmente desconocida, que a su vez lo hizo conmigo. Luego nos abrazamos durante treinta segundos, tiempo suficiente para que me impregnara de su olor, la textura de su piel, la calidad de su pelo y viceversa. Sentí su cuerpo como si nunca hubiera abrazado a nadie. Jodorowsky, tras habernos enervado con sus amables imposiciones, que caldearon la atmósfera del local, nos dio una tregua al entregarse a unir en matrimonio místico a una pareja joven que salió de entre el público, no sé si preparada o no.

Alejandro Jodorowsky retratado por Daniel Bergeron

Alejandro Jodorowsky retratado por Daniel Bergeron

Poco después, durante el descanso y antes de que empezara la segunda parte del espectáculo, que prometía ser más fuerte, salí huyendo. No pude soportar ni la energía del maestro ni la atmósfera que se había creado en la sala, llena de gente entregada y sudorosa. No me recuperé hasta sentirme a salvo en un taxi. Si esto tan simple me afectaba tanto, ¿qué no sería una sanación en toda regla al estilo de la bruja Pachita? (2) No puedo decir que aquella performance me interesara demasiado. La verdad es que me desilusionó. Me supo a iglesia, si bien a iglesia atea. No fue una sesión pánica sino una misa laica. Tuve un fuerte sentimiento de déjà vu, como si hubiera asistido a una fantasmagoría, poderosa por la fuerza del mago pero muerta en sí misma. Me impactó, sin embargo, alguna de las cosas que dijo. Las ha dicho mil veces verbalmente y por escrito, pero continúan sonando a transgresión y provocando aplausos: «Nunca confiaré en una religión que tiene un papa pero no una papisa». Sabio y sencillo, ¿verdad? No tanto, sin embargo. La carga de profundidad supera al propio mago. Vamos por partes. De Jodorowsky se ha dicho toda clase de cosas, a favor o en contra, en virtud de la diversidad de máscaras y habilidades de su personaje público, pues ha sido, desde los años dorados de la new age hasta la fecha, dramaturgo, mimo, hacedor de «efímeros pánicos» y de happenings, escritor de ficción, guionista de cómics, cineasta, tarotista, sanador y psicomago, todo ello no solo para dar rienda suelta a su creatividad y ganarse la vida con su arte sino, según declara, con vistas a ampliar la conciencia personal y colectiva. Su bagaje cultural combina el sustrato de su propia creatividad, riquísima y bullente con las influencias de Carl Jung, Erich Fromm, la bruja Pachita, el ocultista Gurdjieff y su hija Reyna d’Assia, la pintora surrealista Leonora Carrington, el maestro zen Ejo Takata, el mundo de Fellini, el teatro de la crueldad de Antonin Artaud y el cine de Luis Buñuel, entre otras. Es el creador de la psicomagia y —junto con Fernando Arrabal y Roland Topor— del Grupo Pánico. Ha coqueteado con las Constelaciones familiares, y ha restaurado, estudiado y practicado el Tarot de Marsella. (3)

Tiempos de Pánico. Jodorowsky destruyendo un televisor en un programa de televisión en 1967

Tiempos de Pánico. Jodorowsky destruyendo un televisor en un programa de televisión en 1967


Jodorowsky es, por encima de todo, un cineasta creador de imágenes oníricas, hijas en parte del sueño lúcido (4). En alguna ocasión (5) las he llamado «calopismos», visiones de una rara belleza que emergen, como una aparición, en medio del relato. Estas constituyen un género cinematográfico por sí mismas, no equiparables al fantástico, unidas por tenues narraciones y ricas en personajes ilusorios femeninos, transexuales o deformes, cuya belleza reside a veces en una peculiar visión epifánica de su monstruosidad. Jodorowsky se refiere a menudo a un bonsái al que dejó crecer libremente y ocupar su lugar natural de árbol completo en su jardín. Como sucedió con el arbolito, algunas de las ramas de su creatividad se han secado o permanecen en el terreno de la curiosidad cultural, si no de una superchería siempre artística. Otras, como su cine, están vivas. En ellas la mujer imaginaria tiene una gran importancia, como en el cine de uno de sus directores más influyentes: Federico Fellini. Una importancia que va más allá de la creación de personajes femeninos convencionales.

Leonora Carrington y Alejandro Jodorowsky (México, 1957)

Leonora Carrington y Alejandro Jodorowsky (México, 1957)


A raíz de una entrevista con la filósofa queer burgalesa Beatriz Preciado (actualmente Paul B. Preciado), profesora de Teoría del Cuerpo, discípula de Jacques Derrida y profesora en Paris VIII (6), Jodorowsky aparece como un entrevistador exquisito, elegante, adhesivo con las teorías de la feminista y, a la vez, proclamándose ciudadano de un mundo diferente, como si Preciado y él fueran de distintos planetas. En la que podríamos llamar «psicoentrevista», saca a relucir una faceta, o más bien una máscara de divertido y cariñoso abuelo, comprensivo y protector cuando ella se refiere, un tanto desafiante, a las «biomujeres» y sobre todo cuando hace aparecer un sobrecito de testosterona, que califica de «droga política» con gran regocijo del viejo maestro.


El paternalismo liberal de Jodorowsky en esta entrevista suena así, más o menos: «somos diferentes pero podemos entendernos bien, incluso amarnos; ponme tu testosterona en el brazo como te has puesto en el tuyo y unámoslos como los antiguos apaches mezclaban sus sangres para firmar la paz entre sus tribus». Y unen los brazos untados con el gel de la hormona, como si nada. Preciado cae en la sinuosa trampa del mago. ¿Es feminista Jodorowsky, o simplemente un hombre civilizado, un varón ilustrado, progresista? ¿Por qué le asustan las mujeres que quieren un mundo de personas sin género, y al mismo tiempo dice una y otra vez que se avecinan grandes cambios en lo humano, como cuando los neandertales fueron sustituidos por los cromañones? Parece no querer una diosa madre fálica ni siquiera como ensueño político, a pesar de que habla de ella constantemente en su cine y habita en sus sueños.

«Entendí que el gran Federico era un artista que construía a la mujer como un monstruo, un ser superior y temible, y al mismo tiempo como una esclava a la que no conviene permitir que se amotine»


No me importa tanto lo que Jodorowsky crea o pretenda ser individualmente, pero sí lo que es su arte, como patrimonio de todos. Cuando tuve claro que para Federico Fellini la mujer era enigma y pesadilla, diosa del cuerpo y reina de la memoria, sentí un enorme alivio: entendí que el gran Federico era un artista que construía a la mujer como un monstruo, un ser superior y temible, y al mismo tiempo como una esclava a la que no conviene permitir que se amotine (7). Jodorowsky es uno de los creadores que ama a las mujeres. Dice de ellas que en un pensamiento machista solo son consideradas madres, vírgenes, putas o tontas (risas del público). El Tarot le da una clave sobre la igualdad de los géneros en la diversidad: el Papa y la Papisa, el Emperador y la Emperatriz, en los arcanos mayores; el Rey y la Reina de cada palo en los menores. En la vida se ha rodeado de mujeres excepcionales (8), que le han iniciado en algunas de sus vías de conocimiento esotérico. Habla repetidamente de mitades sexuales complementarias, como si quisiera convencerse a sí mismo. Somos iguales y diferentes. Pero ¿qué dice su obra? ¿Cómo construye lo diferente?


Mi propia fuga del Cabaret Místico, la entrevista con Preciado y algunas críticas demoledoras a Jodorowsky leídas en la red me han hecho temer que el motivo de mi veneración de su figura fuera una cuestión epocal de mi pasado, cuando se veían sus películas fuera de España en cineclubes, con una nube de humo de hachís flotando en el ambiente, un libro de Marcuse o de Henry Miller bajo el brazo y las músicas de Pink Floyd y The Beatles resonando en nuestros oídos. Así que he aprovechado una ocasión editorial para poner orden en el caos de mi mente o, a ser posible, restaurar mis criterios y resituarlos a la altura de los tiempos, no vaya a ser que esté viviendo de falsos recuerdos y retazos de la traidora memoria, como les ocurre a los viejos. 

Gracias a las nuevas tecnologías y a que la editorial Siruela ha puesto a nuestro alcance las obras del maestro, he podido revisitar a mi Jodorowsky interior. He vuelto a ver varias veces todas y cada una de sus películas, incluso algunas tan raras como La cravate (1957) y Tusk (1980), y por fin he sacado conclusiones, quizá erróneas, pero que en definitiva son las mías y aquí las dejo para compartir, si acaso. 

La primera de sus películas que dice algo sobre la cuestión de la pareja humana convencional para demolerla es Fando y Lis (1968), su ópera prima, producida a sus 38 años de edad. Es una de esas obras noveles que, como crisálidas de mariposa, contienen en sí lo que va a venir en el futuro. Lo dicen todo y además apasionadamente. Vino al mundo sin medios ni conocimientos técnicos, sin apenas actores profesionales, en los fines de semana, como La Edad de Oro (L’âge d’or, Luis Buñuel, 1930), La sangre de un poeta (Le sang d'un poète, Jean Cocteau, 1932) o Vampyr (Carl Theodor Dreyer, 1932), de las vanguardias de los años veinte y treinta. En el caso de Jodorowsky hablamos ya de vanguardia surrealista un poco recalentada en el horno del llamado cine experimental. Fando y Lis debe mucho a las dos primeras citadas, sobre todo a las de Luis Buñuel, cuya sombra, como dice Diego Moldes (9), es alargada. Se basa libremente en una obra de teatro de Fernando Arrabal —el título es un anagrama de Fernando y Luce Moreau, su mujer—, que no colaboró en el guión y ni siquiera pudo firmar su conformidad con él porque estaba en la cárcel de Carabanchel. En ella laten ya las mujeres arquetípicas del machismo según Jodorowsky: la Madre, la Virgen, la Puta y la Tonta, y también los diversos especímenes de la otredad que van a poblar su cine posterior.

Fando y Lis (1968)

Fando y Lis (1968)


La «tonta» Lis (Diana Mariscal) aparece al comienzo del film, a modo de prólogo, comiendo con indiferencia una rosa mientras de fondo suenan ruidos de bombardeo. Mala apertura para una película clásica, no así para un texto experimental que tiene como tema el ya tratado por Luis Buñuel en sus primeras dos películas: el imposible amor, la imposible complementariedad de la pareja, el amor como guerra. «Ni contigo ni sin ti / tienen mis males remedio / contigo porque me matas / y sin ti porque me muero.», como dice la copla.

Lis es tullida, no puede mantenerse en pie y durante toda la película es cargada a cuestas por Fando (Sergio Kleiner) o llevada por él en un carrito. Fue violada por unos desalmados cuando era niña: lo vemos en pantalla, en flashback, apenas velado por un paraguas negro. Sumisa hasta decir basta, ama a Fando aunque la amarre con cadenas, le ponga esposas, la exponga desnuda a la mirada de otros hombres y la sangre con una jeringuilla para llenar la copa de un vampiro. Ella soporta los malos tratos y teme ser olvidada por Fando cuando muera.

Fando y Lis (1968)

Fando y Lis (1968)

Finalmente, él la apedrea, la patalea y la mata. Un muchacho con un mulo recoge el cadáver, venerado antes del entierro por un nutrido grupo de personas, que cortan su piel y su carne con tijeras y comulgan con los fragmentos. Al perderla, Fando queda desolado y se entierra a su lado pero, por un breve plano de ambos desnudos y vivos al final, parece que se unen en la muerte, llamada en el filme la Ciudad de Tara. Sobre el personaje de Fando la película dice poco, porque poco hay que decir, salvo en relación con Lis, la virgen violada, la inválida que es una carga, la amante inaccesible, la esclava, la muñeca rota, la adorada, la boba; en definitiva, su objeto de deseo y temor, que a su vez lo es de otros personajes hostiles y violentos. Este duelo del amor desdichado transcurre en su mayor parte en un paisaje terrible, desolado, pedregoso, pasoliniano, que se adivina ardiente a través del blanco y negro, rodado y construido con inaudita pericia y abundancia de calopismos.


En el cine de Jodorowsky abundan las mujeres inválidas. Al prototipo de Lis le sigue de cerca el personaje de Concha (Blanca Guerra), madre devoradora, castrada y castradora del protagonista de Santa sangre (1989). Su marido le corta los brazos, en una clara reminiscencia de Garras humanas (The Unknown, Tod Browning, 1927) y de Las manos de Orlac (Orlacs Hände, Robert Wiene, 1924). Concha es artista de circo y líder de una secta que tiene por objeto de veneración a una niña a la que violaron y cortaron los brazos unos tipos brutales. Su imagen como santa Lirio está en el altar de un templo construido ilegalmente en un solar con cartones y uralita. En su interior hay una piscina de líquido rojo que los adeptos aseguran que es la santa sangre de la mártir, pero cuya falsedad es denunciada por el obispo. De sus paredes cuelgan cuadritos que explican la historia de la niña a la manera de las estampas populares mexicanas. Me recuerdan el sangriento cuadro de Frida Kahlo titulado Unos cuantos piquetitos (1935), en el que una mujer yace muerta cosida a puñaladas por su marido, que en pie junto a la cama sostiene un cuchillo ensangrentado. Frida lo pintó presa del horror que le produjeron las palabras del protagonista de aquella barbaridad, hecho real y fatto di cronaca, cuando se quejó de su condena alegando que, total, «por unos cuantos piquetitos…». 

Unos cuantos piquetitos, Frida Kahlo (1935)

Unos cuantos piquetitos, Frida Kahlo (1935)


En la película de Jodorowsky los «piquetitos» equivalen al corte de los brazos de la colegiala por sus violadores, y a los de Concha cercenados por su brutal marido, lanzador de cuchillos en el circo, bajo la mirada de su hijo Fénix (el niño Adan Jodorowsky), que como consecuencia sufre un gran trauma. Cuando este es mayor (Axel Jodorowsky), vivirá un largo «sueño lúcido», equivalente a un flashback en su celda del psiquiátrico, de la que cree escaparse. En su transcurso, él presta sus propios brazos a su madre Concha, artista de cabaret, para completarla tanto en escena como en su vida privada. El cineasta conocía bien la técnica del «sueño lúcido», en su versión yóguica tibetana, que aplicó a sus películas con excelentes resultados. Los brazos y manos prestados por Fénix a Concha se relacionan con otro de los temas recurrentes en el repertorio del freakshow de Jodorowsky: el del personaje que carga o completa a otro, ya fundamental en Fando y Lis, y de carácter freak en El Topo (1970) en la figura del hombre sin piernas a lomos del que no tiene brazos.

También en la tremenda cantera que es Fando y Lis yace otro tipo de mujer que interesa al maestro: la pornógrafa sádica que maneja el látigo. En este caso contra Fando, atacado por una tropilla de prostitutas que le dan una paliza. En El Topo, una bella pistolera vestida de negro (Laura Romo) cabalga por el desierto. Encuentra al Topo y a su pareja Mara y da una tunda de latigazos a la mujer antes de unirse a ella en amor lesbiano, arrebatándosela al protagonista. Se trata de un personaje violento, doblado con voz de hombre y de aspecto transexual.

Santa sangre (1989)

Santa sangre (1989)


El amor a la mujer, a pesar del peligro y la carga que comporta, surge sublimado poéticamente en la sordomuda Alma (Sabrina Dennison) de Santa Sangre y en algunos personajes de enanas. La bella enana innominada (Jacqueline Luis) de El Topo cuida del protagonista, le ayuda a liberar a las personas deformes de la caverna donde viven encerrados y tiene un hijo suyo. En La danza de la realidad, otra enana anónima (Julia Avendaño, hija de la anterior) se enamora de Jaime durante el destierro de este y vive feliz maritalmente en su compañía, hasta que él se recupera por completo. Cuando ella comprende que ya no la necesita, se despide de él en una carta emocionante y se ahorca. También hay una enana amorosa y hermosísima, llamada Pequeñita (María Eugenia Sanhueza), en Poesía sin fin (2016). Representa a una novia del poeta Enrique Lihn, amigo de Alejandro joven (Adan Jodorowsky). En la película, este la traiciona y está a punto de arrojarse al río cuando Alejandro la convence de que viva. Una de las escenas más tiernas del cine del maestro es la del desnudo de la enana haciendo el amor con Jodorowsky joven, interpretado por su propio hijo. Por la belleza de Pequeñita y la cariñosa actitud del amante, se diría que a través suyo se transparenta una rebuscada escena de pedofilia. 

«La Madre, la Puta, la Virgen, la Tonta y muchos más clichés femeninos habitan el imaginario de Jodorowsky, alguno gótico como las novias zombis que salen de sus tumbas en el jardín de Fénix»


En la misma película se narran los amores de Jodorowsky con la contrafigura de la dulce Pequeñita: la poetisa Stella Díaz Varín (Pamela Flores), una mujerona hercúlea y bohemia, camorrista y algo pirada, que le fascina con sus lances chulescos y sus exigencias sexuales, para al final abandonarle. La influencia felliniana, constante junto con la de Buñuel en el cine de Jodorowsky, se aprecia en la configuración cinematográfica de este personaje hipertrófico de largo pelo rojo y pechos enormes, maquillada como una punky y cubierta con un desastrado abrigo de pieles, cuya actriz es la misma que representa a su madre, Sara, en La danza de la realidad.

Otro de los enanos insignes es el omnipresente artista circense y criado Aladino (Jesús Juárez) de Santa Sangre. Pero sin duda los más bellos especímenes marginales del maestro son los niños con síndrome de Down de la misma película, especialmente la pareja de chicos varones que se hace cariñosos arrumacos durante una fiesta del asilo, mostrado desde el punto de vista del loco Fénix.

La Madre, la Puta, la Virgen, la Tonta y muchos más clichés femeninos habitan el imaginario de Jodorowsky, alguno gótico como las novias zombis que salen de sus tumbas en el jardín de Fénix. La crítica apunta reiteradamente a la influencia de George A. Romero y Sam Raimi, pero Diego Moldes señala también como fuente un fatto di cronaca: el caso del psicópata Goyo Cárdenas, que mató y enterró en su jardín a treinta mujeres y, tras cumplir condena se rehabilitó completamente y se hizo abogado (10). Desde mi punto de vista, las zombis desnudas y tocadas con velos blancos de Jodorowsky son calopismos del sueño lúcido antes que visiones propiamente fantásticas.

La afición del maestro por los emblemas de la alquimia pone en su boca y en sus obras una importante figura, venerada por otros artistas simbolistas e iniciados como Gustav Meyrink: el andrógino o hermafrodita, un arquetipo que rebasa la diferencia de los géneros sexuales, y es hombre y mujer simultáneamente, adoptando diversas formas. En principio se trata de un jeroglífico de unión de los contrarios, de carácter radiante y positivo. Sin embargo, la transexualidad es vista en la obra de Jodorowsky con un carácter marcadamente travestista y circense desde el primer momento. En Fando y Lis, acentuando los aspectos grotescos, presenta una tropilla de travestidos con marcados rasgos indígenas, conseguidos en un cabaret de pueblo y filmados en su aspecto natural de míseras bailarinas y strippers de tugurio. Estos curiosos personajes hacen sus gracias eróticas habituales y luego rodean a la pareja y les cambian la ropa: visten a Lis con la de Fando, y al contrario. Desaparecen sin haber sido más que una epifanía episódica de un travestismo en el fondo misterioso e inquietante. Tienen algo que ver con el episodio de Santa Sangre en el que Fénix conoce al luchador de boxeo mexicano llamado La Santa, una especie de gigante hipermasculino travestido que se comporta y disfraza de mujer, creando un personaje que fascina a Félix y al espectador. Un curioso andrógino es también el primer maestro en El Topo, un joven delgado con rostro de muchacha, doblado con voz femenina.

De todo esto deduzco que Jodorowsky, además de ser de los pocos cineastas oníricos —junto con Fellini, Dario Argento y David Lynch—, es un gran creador de variaciones sobre el cuerpo grotesco (11). Este aparece explícitamente como tal en la secuencia del banquete de los enormes hombres fellinianos con embudos en la cabeza como símbolo de la locura o la estupidez. Hay una variante de este cuerpo desbordado, dotado de formas o atributos imposibles, en la representación de su propia madre en sus dos últimas películas, ambas autobiográficas, basadas en su libro La danza de la realidad. En ellas Jodorowsky construye a este personaje como una hermosa mujer madura (Pamela Flores), buena esposa y madre cariñosa con su Alejandrito, cuya principal característica es que en todo momento habla cantando ópera. Jodorowsky ha explicado que quiso cumplir en estas cintas lo que en su madre fue siempre una gran frustración, ya que de joven quería haber sido cantante y vio truncada su vocación por la intransigencia de su padre y del ambiente en que la educaron. La madre cantarina es una construcción que no funciona como fantástica sino como algo más: se trata de un ente psicomágico, y su aparición en el texto fílmico, en definitiva, de una sanación. También pertenece a la esfera del cine mágico la escena del hallazgo de Alejandro entre las ruinas de la casa de su infancia en Tocopilla, en Poesía sin fin. El poeta encuentra el corsé que «encorsetó» durante toda su vida a la madre en su papel de ama de casa, y lo hace subir al cielo por medio de un manojo multicolor de globos. 


El arte de Jororowsky, en sus diversas manifestaciones, tiene que ver con un imaginario en el que los géneros y las anomalías forman constelaciones más naturales que en la realidad material, clínica y hasta política, no solo en sus películas sino también en sus escritos de ficción (12). El cine del maestro no es fantástico sino psicomágico, y está presidido no solo por la idea del retorno de lo reprimido o del buceo en el inconsciente, sino por la de la iluminación personal y colectiva y por la de la sanación. De ahí su magia, su psicomagia, su sueño lúcido, su indiscutible transgresión, y en definitiva, la vigencia de su arte, que posee un carácter fundamentalmente autoral. 

NOTAS

1. 18 de abril de 2016, Teatro Olympia de Valencia.
2. Curandera mexicana de la que fue ayudante el propio Jodorowsky. A la luz de una vela y usando solo sus manos era capaz de operaciones terribles, en una mezcla de brujería e ilusionismo, a la manera de los chamanes filipinos estudiados por el jesuita Óscar González Quevedo. Jodorowsky habla mucho de ella en La danza de la realidad (Psicomagia y psicochamanismo), Madrid, Siruela, 2001.
3. A. Jodorowsky, Psicomagia, Madrid, Siruela, 2004; A. Jodoroswsky, La danza de la realidad, Madrid, Siruela, 2014; A. Jodorowsky y Marianne Costa, La vía del Tarot, Madrid, Siruela, 2004.
4. Sueño lúcido es aquel en el que el soñador se siente presente en la fantasmagoría y puede actuar en y sobre ella. Véase Léon d’Hervey de Saint-Denys, Les Rêves et le moyen de les diriger, Oniros, 1995 (1ª ed. 1867); Carlos Castaneda, El arte de soñar, Buenos Aires, Emecé, 1994; Tenzin Wanyal Rimpoché, Yogas tibétains du rêve et du sommeil, Saint-Cannat, Claire Lumière, 2001; sin contar los abundantes estudios académicos sobre el tema. 
5. Pilar Pedraza, «Calopismos» en Caimán. Cuadernos de cine, n.º 63, septiembre 2017.
6. Emitido en el programa Carta Blanca de TVE el 1/6/2006.
7. Pilar Pedraza y Juan López Gandía, Federico Fellini, Madrid, Cátedra, 1993.
8. A. Jodorowsky, El maestro y las magas, Madrid, Siruela, 2004.
9. D. Moldes, Alejandro Jodorowsky, Madrid, Cátedra, 2012.
10. D. Moldes, op. cit., p. 362.
11. En el sentido de M. Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Madrid, Alianza, 2003.
12. Véase, por ejemplo, A. Jodorowsky, Albina y los hombres perros, Madrid, Siruela, 2005.