«¡Quiero besar al Papa!» El atentado frustrado por la Virgen de Fátima

Momento de la detención de Juan Fernández Krohn, en Fátima en 1982.

Un año después del atentado sufrido en la Plaza de San Pedro del Vaticano, Juan Pablo II visitó Fátima para agradecerle a la Virgen que desviara las balas. Pero en su camino se cruzó un sacerdote español y ultraderechista, armado con una bayoneta, que intentó matar al papa «comunista».


«En un primer momento pensamos todos que se trataba de un fanático excesivamente fervoroso y el propio Papa contempló la escena con rostro más de curiosidad y asombro, que de temor o miedo», escribió José Luis Martín Descalzo en su crónica para ABC sobre el incidente protagonizado por un sacerdote español durante la visita de Juan Pablo II al santuario de Nuestra Señora de Fátima, el 12 de mayo de 1982. Vestido con sotana y al grito de «¡quiero besar al Papa, quiero besar al Papa!», intentó saltarse el cordón de seguridad para saludarlo. Tras un violento forcejeo, la policía portuguesa consiguió arrebatarle una bayoneta de treinta y siete centímetros con la que pretendía apuñalarle en vísperas del primer aniversario del atentado en la Plaza de San Pedro. En aquella ocasión, el turco Mehmet Ali Agca efectuó cuatro disparos a bocajarro que pasaron rozando órganos vitales, algo que los médicos no pudieron explicar y que el propio Karol Wojtyla calificó como un milagro. «¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo te las arreglaste para salvarte?», le preguntó arrepentido el terrorista años más tarde. «Una mano disparó, otra mano desvió la bala», aseguró el pontífice.

El 13 de mayo de 1917, tres pastorcillos de Fátima dijeron por primera vez que se les había aparecido la Virgen en el tronco de una encina y les había confiado tres secretos en forma de profecías. Las dos primeras se dieron a conocer en 1942 y se interpretaron como una alusión al inicio de la Segunda Guerra Mundial y a la caída del comunismo en Rusia, pero solo los Papas conocían el contenido de la tercera. Anotada en un sencilla hoja de papel doblada en cuatro partes y lacrada, hablaba de un «obispo vestido de blanco» que «subía a una montaña empinada, en cuya cumbre había una gran cruz de maderos toscos», donde resultaba «muerto por un grupo de soldados que le disparaban varios tiros de arma de fuego y flecha». Exactamente en la misma fecha, pero 64 años más tarde, Juan Pablo II sobrevivió a su primer intento de asesinato.

En el Policlínico Universitario Agostino Gemelli, Juan Pablo II. tras ser herido por Ali Agca. (agencia EFE)

«¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo te las arreglaste para salvarte?», le preguntó arrepentido el terrorista años más tarde. «Una mano disparó, otra mano desvió la bala», aseguró el pontífice.

Junto con el alta médica, Juan Pablo II recibió el Tercer Secreto de Fátima de manos de monseñor Eduardo Martínez Somalo en julio de 1981. Convencido de que había sido la Virgen de Fátima quien le había salvado la vida, decidió acudir a la basílica de Nuestra Señora del Rosario para depositar como ofrenda aquel proyectil, que entró a la altura del ombligo, le recorrió en zigzag el abdomen y desvió su trayectoria varios milímetros de manera providencial. Desde entonces, la pieza de plomo adorna la corona de la virgen que preside el santuario, como si de una reliquia se tratara. En cambio, a Juan María Fernández Krohn, un arma blanca le pareció «más simbólica, más ritual y religiosa». Y también más efectiva. Había llegado en tren desde París esa misma mañana, dispuesto a mancharse las manos con la bayoneta de la I Guerra Mundial que había comprado en un rastro de Billancourt escondida en la maleta. «Antes de tomar el tren ensayé haciendo algún ejercicio, alguna gesticulación», reconocería décadas más tarde en una entrevista.

La idea le rondaba la cabeza desde hacía meses, cuando vio por televisión el atentado que le costó la vida al presidente egipcio Anuar El Sadat. Durante el Desfile de la Victoria que conmemora el triunfo sobre los ingleses en el Canal de Suez, un grupo de soldados armados con granadas y ametralladoras descendió de uno de los vehículos y abrió fuego contra la tribuna de autoridades. Creyendo que formaba parte del espectáculo, el presidente se había puesto en pie para saludar a las tropas y cayó abatido por la primera ráfaga. Krohn tampoco esperaba sobrevivir al ataque: «Estaba lleno de fieles. Fátima es un emporio comercial a costa de las apariciones. Reconocí el sitio durante todo el día. Estaba nervioso, no soy de mármol, pero sin perder el control. Lo hice con intencionalidad suicida». 

«¡Muera el comunismo! ¡Abajo el Concilio Vaticano II! ¡Viva la Iglesia Tradicionalista!». El Papa lo escuchó y, sin darse cuenta de lo sucedido, se acercó a él y lo bendijo.

Durante el juicio, su vocación de mártir, antes que religiosa, se expresó en términos falangistas al calificar su gesto de Fátima como «un acto de devotio ibérica y sacrificio por la patria». No en vano, militó desde los diecisiete años en el Frente de Estudiantes Sindicalistas (FES), un reducto de la “vieja guardia” que acusó a Franco de haber traicionado el legado nacionalsindicalista de José Antonio, en favor del liberalismo conservador y púdicamente aperturista de los tecnócratas del Opus Dei, que iban copando los ministerios desde que EEUU negara a España la inclusión en el Plan Marshall. Pese a todo, se considera «un hijo del Mayo de 1968, pero un hijo disidente» que al teminar sus estudios de Derecho y Económicas en Madrid, lo abandona todo y se va a Suiza, a los Alpes, para ser ordenado sacerdote por Marcel Lefebvre, el cardenal integrista francés que fue excomulgado por la iglesia católica en 1988 tras protagonizar un cisma. Si Agca había reivindicado el atentado «para que el mundo pueda saber que hay miles de víctimas del imperialismo», Krohn acusaba de traidor al Papa polaco por considerarlo un agente comunista infiltrado en el Vaticano para destruir a la Iglesia católica desde dentro. «¡Muera el comunismo! —vociferó al ser arrestado por dos guardias— ¡Abajo el Concilio Vaticano II! ¡Viva la Iglesia Tradicionalista!». El Papa lo escuchó y, sin darse cuenta de lo sucedido, se acercó a él y lo bendijo.

Juicio contra Juan Fernández Krohn por su intento de atentado contra Juan Pablo II (AP)

«¡Rey Borbón, yo no maté al Papa, tú, en cambio, mataste a tu hermano!»

Un año más tarde, el tribunal de Vilanova de Ourem desestimó el atenuante del trastorno mental transitorio atribuido a «su comportamiento marcado por repetidas actitudes perturbadoras» y consideró a Krohn culpable de un crimen de homicidio con premeditación contra un jefe de Estado extranjero, condenándole a seis años y medio de prisión mayor. En un último arrebato de justiciero mesiánico, arremetió contra los mercaderes del Templo: «¡No acepto estas sentencias! ¡A los ojos de Nuestra Señora, madre de Dios, soy inocente! ¡Títeres, asesinos, comunistas!». La condena fue de siete meses de cárcel y 15.000 pesetas de multa por «insultos a magistrados en el ejercicio de sus funciones».

Una vez libre, colgó los hábitos y se instaló en Bélgica donde aún reside en la actualidad; tuvo un hijo e intentó ganarse la vida como escritor y periodista sin demasiada repercusión, antes de emplearse como jornalero en una plantación de verduras bio y de mecánico reparando bicicletas. Aunque intenta mantener un perfil bajo, su nombre vuelve esporádicamente a los periódicos. En 1999 fue acusado de intentar incendiar la sede de Herri Batasuna en Bruselas, y un año más tarde se saltó el cordón policial durante una visita oficial del rey Juan Carlos I, increpándole: «¡Rey Borbón, yo no maté al Papa, tú, en cambio, mataste a tu hermano!». Pero en lugar de dirigirse hacia el monarca español, la miopía le traicionó y echó a correr hacia el rey belga Alberto II. Una vez más fue placado por los servicios de seguridad y pasó una temporada en el psiquiátrico.

Con motivo de la muerte de Lefebvre, en marzo de 1991, el Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen destacó el papel del cardenal rebelde que «supo salvaguardar, frente al comunismo ateo y el materialismo decadente, la herencia de los más sagrados valores occidentales». Para un cruzado como Krohn, no existe mayor afrenta que la irrelevancia histórica. Si le preguntan qué opina de Ali Agca, responderá que es un anticristiano y antioccidental y que, «a pesar de ello, Juan Pablo II le perdonó. Algo que, en cambio, nunca hizo conmigo».