Osos, monos y camellos en el centro de Madrid


En los años veinte unos periodistas se encontraron en pleno centro de la ciudad a una familia gitana que hacía bailar a un enorme oso. Los entrevistaron, fotografiaron y fueron hasta su poblado

 

El periodista Francys, acompañado del gran fotógrafo Marín, habitual de la capital y sus barrios bajos, conocieron a unos saltimbanquis que, durante un tiempo, en pleno centro de Madrid (plaza de Santa Ana), paseaban osos, monos y hasta camellos, con los que hacían juegos para ganarse la vida. Sucedía muy cerca precisamente de la calle León, que se llama así porque, muchas décadas antes, vivía un hombre junto a su león. Los periodistas pudieron convencerlos e ir hasta su pequeño poblado, situado en Fuente de la Teja, en Torrejón, junto a la Ermita de San Isidro. La entrevista con los «vagabundos», como fueron presentados, salió publicada en El Fígaro el 24 de febrero de 1926

 

LOS AUTÉNTICOS VAGABUNDOS

 

Cruzábamos la plaza de Santa Ana y nos atrajo, como a los chicos, el son pausado y monótono del pandero. Nos acercamos al corro, formado a la entrada de la calle de Núñez de Arce, y durante unos momentos estuvimos contemplando al fiero domador con admiración de la chiquillería que, sin darle importancia al caso, hacía danzar en dos patas al oso, mientras displicentemente fumaba su pipa con la cabeza un poco echada hacía atrás, para evitar sin duda que el humo le entrase en los ojos.

El oso sobre el camello. Fotografía de Marín para «Los auténticos vagabundos» (febrero de 1926)

El oso sobre el camello. Fotografía de Marín para «Los auténticos vagabundos» (febrero de 1926)

De vez en cuando daba suavemente con su grueso y largo garrote en las ancas al oso, para que continuase rígido su danza; y el pobre oso, de un pelo castaño oscuro, berreaba de pronto, haciendo ensanchar de miedo al coro infantil, y seguía su «tan-tán» monorrítmico sobre las palas traseras, alta su cabezota, mientras le retemblaba de arriba abajo su gruesa panza peluda.

Llegaban a cada momento de todas direcciones nuevos chicos, que gritaban entusiasmados:

¡El oso! ¡El oso! ¡El «lío» del oso!...

Y se apretujaban y —por encima de los que formaban las primeras filas— alargaban los cuellos y abrían mucho los ojos para no perder él más pequeño detalle de tan maravilloso espectáculo.

Se acercaron también algunos vendedores ambulantes y algún que otro curioso más.

El domador, el fiero domador, que con su chaqueta gris de trabilla y su gorra de plato, alta, parecía más bien uno de esos intérpretes que tanto se ven en los puertos y en las estaciones de ferrocarril, echaba a cada instante una rápida ojeada al concurso. Por fin, cesó de golpear el enorme pandero, y haciendo descansar al animal se dirigió al público:

—Señoggas y cabaieggos...

(Lo de «señoggas» lo diría por una mujer que con una gran canasta de ropa sobre la cabeza presenciaba la función.)

Señoggas y cabaieggos: ¡anteción a la pagte más dífíícile de mi trabaggo...!

Se quedó solo.         .

Si mal no recordamos en este comienzo quedamos con él nosotros y dos o tres chicos. Los demás, salieron disparados...

Decididamente, la humanidad es ingrata, es de una monstruosa ingratitud y vuelvo la espalda después de recibir el beneficio para no tener que recompensarlo.

Así lo entendió el «tío» del oso, como decían los chiquillos, y nos miró, trasluciéndose en sus ojos una melancólica indignación.

Le dio el pandero al animal, que, otra vez de pie, lo cogió contra su pecho. Se me acercó el pobre oso —con su reluciente nariz atravesada por un anillo y con su belfo colgante— y le di unas monedas, que al caer sobre el parche del grasiento pandero sonaron como en un tambor.

De pronto pensamos que, aunque pecara un poco o un mucho de tópico, bien podíamos intentar hacer una información sobre esta pobre gente que desde hace algún tiempo deambula por las calles de Madrid con sus osos, monos y camellos.

Le preguntamos al hombre del oso si podíamos ir adonde estuviesen acampados, para charlar con ellos, y aunque primeramente mostró un poco de recelo, después quedó conforme en que podíamos ir al día siguiente, antes de las diez de la mañana, pues a esa hora vienen todos ellos desde las cercanías de la Fuente de la Teja.

Fuente de la Teja a comienzos de siglo

Fuente de la Teja a comienzos de siglo

 

En las inmediaciones de la Fuente de la Teja

«Al fondo, contra un paredón, han instalado su carromato, su clásico carromato de vagabundos, y viven de un modo patriarcal»

Poco antes de llegar a la Fuente de la Teja, en el devastado jardincillo de un merendero, viven los saltimbanquis. Allá, al fondo, contra un paredón, han instalado su carromato, su clásico carromato de vagabundos, y viven de un modo patriarcal.

Cuando por la mañana fuimos a visitarlos les sorprendimos tomando el desayuno, sentados lodos en el suelo alrededor de una pequeña fogata.

Nos recibieron recelosos, con ese recelo que tienen de todo extraño los verdaderos vagabundos, doloridos en el fondo de ser mirados en todas parles como unos bichos raros.

Sentimos que hablamos roto el ambiente cordial en que se encontraban.

Expusimos nuestro deseo de charlar con ellos y de impresionar algunas placas, y nos pusieron un sinfín de dificultades. Parecía como si fuera una cosa difícil para ellos el contarnos su modo de vivir o, mejor, como si no concibieran que a nadie le pudiera interesar su vida.

En lo referente a las fotografías, todo lo solucionó el dinero; pero no fue lo mismo con la conversación. Contestaban con monosílabos y no nos quisieron decir casi nada.

Los saltimbanquis forman tres familias, y no tienen de entre ellos un jefe determinado. Hay unos diez arrapiezos y cinco muchachas, una de ellas, la mayor, de unos dieciséis años, bastante agraciada. ¡Lástima que vaya vestida con pobres y sucios harapos!»

En aquel rincón del jardincillo daban una lamentable impresión; todos sobre el suelo enfangado con los dos osos, los monos, un camello, un carnero y dos cabras, amarrados a anillas sujetan al muro, allí cerca.

Varios chicos del dueño del merendero se divertían, extasiados con los bruscos y cómicos movimientos y los visajes de un chimpancé.              

El encargado del oso de pelo blanquecino, que forma parte de la «troupe», nos dijo chapurrando el español:

—¿Dónde quieren ustedes que se hagan las fotografías?

—Mejor es ahí fuera —dijo Marín, el fotógrafo.

—Pues vamos ahí fuera.

Y en medio del contento de los chicos y de los refunfuños de los demás saltimbanquis salimos a la explanada de fuera del merendero.

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—¿Cómo se llama usted? —preguntamos al hombre del oso, un hombre ya de edad, bajito, de grandes mostachos.

—Yo —dijo después de una concienzuda meditación— me llamo Nicolás.

—¿Y sus compañeros?

—Pues... ese, «Boliche».

—¿Cómo?    

—«Boliche». Así le llamamos —nos repitió, señalándonos a uno de ellos, al que más se oponía a que la «troupe» fuese retratada.

—¿Y los otros?

—Pues... ¡Quieto, «Margarita»!...

—¡Ah! ¿Pero se llama el oso «Margarita»?

—Sí; y el otro, el negro, «Mariano»; pero los dos son hembras. Y aquel —y nos señaló al chimpancé, que, subido sobre un palo, se ponía, muy chulo, el sombrero de su amo— se llama «Bartolo».

La «troupe» reunida y fotografiada por Marín (febrero de 1926)

La «troupe» reunida y fotografiada por Marín (febrero de 1926)

Pues tratan ustedes a sus animales con la mar de consideración...

El buen hombre sonrió. Seguimos preguntándole; pero nos respondía con evasivas.

—¿Hace mucho tiempo que están ustedes en España?... Porque ustedes no serán de aquí...

—Sí; ya llevamos aquí unos cinco años.

—¿Y en Madrid?

—En Madrid, un mes o dos.

—¿Y antes que en España?

—Pues... por ahí... En Bulgaria, en Rusia... Aquel es ruso —añadió, señalándome al que parecía más joven de lodos.

—Pues parece más bien francés.

—¡Pues es ruso! —cortó como disgustado nuestro pueril interrogatorio.

No nos dimos por entendidos e insistimos, señalándole al que nos dijo llamarse «Boliche».

—¿Y ese otro compañero?... Parece español.

—Sí, parecerá español; pero es de Serbia, y yo soy austríaco.

Ysin otra explicación se separó de nosotros, con su gruñona «Margarita», a la cual hizo bailar ante los curiosos que acudieron de aquellos contornos, mientras Marín y Orlíz impresionaban unas placas.

 

FIN

 

¿Para qué más preguntas?

¿Qué nos iba a decir aquella buena gente fuera de la parte pintoresca de su modo de vivir, que era lo único de lo que nos podían hablar y no querían? ¿De sus emociones ante la casualidad que los ha reunido, ante la vida que los lleva en su corriente sin que ellos se opongan, pues se dejan llevar por los acontecimientos?...

Siempre de una parte a otra, en una continua inestabilidad; pero no por esa inquietud del espíritu que nos hace desear cusas y emociones nuevas a cada momento, sino por necesidades materiales...           

Esos hombres que han visto tantos horizontes, que han sufrido las lluvias implacables y el sol que abrasa por todos los caminos de Europa, al paso tardo de los caballejos que arrastran su carromato, no podían decirnos nada, ya por su tosquedad, o porque las cosas más emotivas llegan a resbalar por el espíritu sin impresionarle cuando se repiten cotidianamente.