Molly Maguires: Una sociedad secreta de mineros dinamitadores

Fueron pioneros en el uso del terrorismo. Los irlandeses Molly Maguires, organizados en una perfecta sociedad secreta, desataron una gran campaña de terror sobre patrones y policías


Durante las dos décadas inmediatamente anteriores a la Guerra Civil, y las dos décadas inmediatamente posteriores, el movimiento obrero norteamericano se encontró en un permanente estado de confusión. Las consecuencias de la Revolución Industrial sobre la clase obrera eran aplastantes

Antes, el trabajador que poseía un par de manos capaces y un equipo de buenas herramientas estaba en relación de casi total igualdad con el patrono; producía directamente para el consumo, y él mismo consumía gran parte de su producto. Ahora, en cambio, el sistema de la fábrica se iba generalizando. Las herramientas eran sustituidas por máquinas. Nacían fábricas inmensas que empleaban millares de hombres, mujeres y niños. De repente, las máquinas eran más importantes que las manos. El trabajo dependía de las condiciones dictadas por las máquinas. Los artesanos especializados, orgullosos en otro tiempo de su habilidad, quedaban reducidos ahora a obreros normales, meros apéndices y siervos de las máquinas. El trabajo se había convertido en una de tantas mercancías del mercado, no diferente de las materias primas o del carbón. Su objetivo ya no era el directo de producir, sino el de hacer funcionar las máquinas para enriquecer a los patronos. Cualquier consideración humana pasaba a segundo plano, en la industria, frente a la acumulación de grandes fortunas por parte de quienes poseían las máquinas y las materias primas.

Monumento dedicado a los Molly Maguires. Memorial Park, Mahanoy City, Pennsylvania

Monumento dedicado a los Molly Maguires. Memorial Park, Mahanoy City, Pennsylvania

Y los inmigrados —la «mierda»— llegaban en tropel. Aumentó el trabajo de las mujeres y de los menores porque era más barato que el de los hombres; las mujeres y los niños eran más manejables que los hombres, siempre dispuestos, si no encontraban un trabajo que les gustara, a tomar el hatillo para irse al Oeste.

Habían hombres en la República, de temperamento amable y tiernos sentimientos, para los cuales estos repentinos cambios en el campo industrial eran causa de una profunda turbación. Filósofos y reformistas juntaron sus cerebros y todo era un gran pensar y un gran lamentarse, un vago idealismo socialista o «humanitario», una difusa especulación. Hacia 1840 Emerson escribía a Carlyle: «Aquí todos hemos perdido un poco la cabeza con infinitos proyectos de reforma social; no hay estudioso que no lleve en el bolsillo del chaleco el proyecto de una nueva comunidad». Estaban los miembros del grupo Brook Farm, pensadores idealistas y soñadores, que entre sus supersticiones optimistas acariciaban deleitosas visiones de un futuro —no lejano— en el cual, entre otros progresos y mejoramientos de la sociedad, las fábricas, fuentes de tantos males, cederían al peso a «grandes palacios consagrados al Trabajo y al Amor», y todo el mundo, o por lo menos los Estados Unidos, dejaría de ser un caos de la miseria y de la explotación para convertirse en un paraíso de dulzuras. Pero el capitalismo, que se hacía cada día más fuerte, no tomó en consideración a los instruidos Brook Farmers, que, según las palabras de Samuel P. Orth, hoy son recordados sobre todo «como ejemplo de la inutilidad del intento de transformar un mundo de realismo con un átomo de idealismo transcendental», todos los movimientos intelectuales de oposición al Nuevo Industrialismo fueron derrotados en su cuna. El sindicalismo era pacífico y timorato. La mayoría de las huelgas terminaban de manera desastrosa para las organizaciones interesadas. Había sindicatos cuyos miembros se comprometían «a evitar las cuestiones molestas». Los llamados dirigentes sindicales eran en su mayor parte hombres que ni dirigían ni eran obreros: aspirantes a politicastros de tercer orden y flatuosos oradores que tenían escasísima capacidad para entender como las nuevas fuerzas industriales golpeaban al obrero; o reformistas y cojitrancos idealistas, que habían extraído su inspiración original y su terminología de los escritos de los socialistas utópicos y de los Brook Farmers. Se reunían en congresos sindicales para pronunciarse solemnemente en favor de la nobleza de la fatiga y recitar versos sobre las gotas preciosas de sudor que «resplandecen» sobre la frente honesta del obrero, «más luminosas que los diamantes en una diadema». Se servían de la retórica para ocultar su confusión frente a la calidad. Con la excepción de Horace Greclcy, que se dedicó especialmente a la causa de los tipógrafos, el movimiento sindical de la época no produjo ningún líder con alguna habilidad. La oportunidad de enriquecerse atraía a los hombres de un cierto valor a las empresas comerciales y a la política del gran capital.

Ilustración de los Molly Maguires junto a una de sus notas amenazadoras

Ilustración de los Molly Maguires junto a una de sus notas amenazadoras

Sus líderes decían al obrero que él era «el noble producto de la Naturaleza», mientras que, en realidad, solo era la mercancía más barata del mercado industrial, y podía considerarse afortunado si las circunstancias inmediatas le permitían plantar el trabajo en la fábrica o en la mina y encontrar un pedazo de tierra en el desierto.

En agudo contraste con las inútiles organizaciones obreras oficiales de la época encontramos a los Molly Maguires, sociedad secreta de mineros que operaba en la región de las antracitas de Pennsylvania entre finales de 1860 y comienzos de 1870, cuyo método principal para conseguir los propios fines era el terrorismo, o sea el crimen.

«Molly Aguire era un personaje bárbaro y pintoresco. Se pintaba la cara de negro y llevaba bajo la falda sendas pistolas atadas a sus robustos muslos; sus enemigos principales eran los terratenientes, sus agentes, los administradores, los oficiales judiciales, y manifestaba su odio maltratándoles o asesinándoles»

Ilustraciones de los Molly Maguires pertenecientes al libro The Molly Maguires and the detectives Pinkerton (1877)

Los antecedentes de los Molly Maguires americanos se remontan a la Irlanda feudal de la cuarta década del siglo XIX. Allí vivía entonces una mujer enérgica, Molly Maguire, que no creía en el sistema de arrendamientos vigente entonces en su país y que se convirtió en el espíritu conductor de una resistencia hábilmente organizada.

Era un personaje bárbaro y pintoresco. Se pintaba la cara de negro y llevaba bajo la falda sendas pistolas atadas a sus robustos muslos; sus enemigos principales eran los terratenientes, sus agentes, los administradores, los oficiales judiciales, y manifestaba su odio maltratándoles o asesinándoles. Lo hacía con sus propias manos o a través de los «chicos», que se hacían llamar Molly Maguires, o, para abreviar, Mollies. Odiaba al gobierno que ayudaba a los tiránicos terratenientes a cobrar sus rentas. Era el cerebro del llamado Free Soil Party (Partido de la Tierra Libre), cuya bandera era su falda roja. Si un terrateniente o su agente desahuciaban a un campesino que no estaba al corriente de pago, el terrateniente o el agente podían considerarse hombre muerto. Los Mollies, cuando no la misma Sra. Maguire, acababan por enterarse; y antes o después el cuerpo de aquel hombre era hallado en la fosa, o tendido en el suelo de su casa.

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En la imagen superior, mineros de Pensilvania de la época. 

En la imagen superior, mineros de Pensilvania de la época. 

Las ejecuciones eran realizadas con tanta regularidad que durante algún tiempo ciertas regiones de Irlanda —sobre todo Tiperary, West Meath, el King’s y Queen’s Counties— eran inhabitables para todo el mundo a excepción de Los Mollies.

Al final, las autoridades, bajo la presión de los desesperados terratenientes, comenzaron a perseguir a Molly y sus «chicos», hasta que hacia 1850 un numeroso grupo de ellos entre los que, según parece, estaba la propia Molly, emigró a America. La mavoría buscó trabajo en las minas de carbón de Pennsylvania.

Los Molly Maguires, como orden secreta, ya existían en los Estados Unidos a mediados de los años 50. Quien quisiera pertenecer a ella tenía que ser irlandés o de origen irlandés, buen católico romano, y poseer «un buen carácter moral». Más o menos oficialmente (en Pennsylvania la organización se otorgó un estatuto tomando el nombre de Ancient Order of Hibernians. Antigua Orden de los Hibernios) su objetivo era el de «promover la amistad, la unidad y la auténtica caridad cristiana entre sus miembros; y, en general, hacer todas y solamente aquellas cosas que fueran legítimas para el bienestar y la buena marcha de los asuntos de la asociación». Oficialmente pretendían alcanzar esos fines «recogiendo o apoyando una reserva o fondo de dinero para mantener a los viejos, enfermos, ciegos y miembros inválidos» y manifestaban que «el Ser Supremo ha instaurado en nuestra naturaleza la más tierna simpatía y los sentimientos más humanos hacia nuestros compañeros que se hallan en la miseria; y toda la felicidad de que el alma humana es capaz de disfrutar empieza y acaba en el amor de Dios y de nuestros semejantes».

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«Las mujeres temblaban cuando los maridos hablaban de dirigirse a la zona minera; la gente tenía miedo de circular cuando ya había oscurecido, y ni en pleno día se movía sin una pistola»

Pero si bien este es el piadoso fundamento de la existencia oficial de la Orden, en la realidad los Molly Maguires todavía fueron más feroces en los Estados Unidos de cuanto lo habían sido en el Viejo Mundo —y, posiblemente, con razón—. Cuando los Mollies alcanzaron su máximo de fuerza —a comienzos de los años 70—, los atentados eran continuos, hasta que las regiones mineras de Pennsylvania se hicieron proverbiales por el terror que reinaba en ellas. Las mujeres temblaban cuando los maridos hablaban de dirigirse a la zona minera; la gente tenía miedo de circular cuando ya había oscurecido, y ni en pleno día se movía sin una pistola (que, por otra parte, resultaba de escasa ayuda, porque parece que los asesinos atinaban indefectiblemente al primer disparo).

Un escritor de la época, en la American Review de enero de 1877, describió las regiones de las antracitas de aquel tiempo como una «inmensa Alsacia»:

«Desde sus oscuras y misteriosas cavidades llegaban al mundo exterior espantosos relatos de asesinatos, incendios y delitos de todo tipo. Parece que allí ningún hombre respetable podía sentirse a salvo, porque era precisamente entre las clases respetables donde se elegían preferentemente las víctimas; y nadie de un día a otro podía saber si estaba señalado por una muerte segura y repentina. Solo los miembros de un cierto oficio podían tener alguna seguridad acerca de su destino. Eran los vigilantes y los boss de las minas de carbón fósil: podían estar seguros de que sus días en la tierra no serían muchos. En cualquier lugar y en cualquier momento eran atacados, apaleados y fusilados, en las calles principales y dentro de sus casas, en los lugares solitarios y en medio de la multitud, estos hombres condenados seguían cayendo en una sucesión terrorífica en manos de los asesinos».

Nota amenazadora de Molly Maguires

Nota amenazadora de Molly Maguires

No existe la menor duda, sin embargo, de que el tratamiento reservado a los trabajadores por los dirigentes de las minas podía justificar los sentimientos de rencor y de venganza que inducían después a los mineros irlandeses a tan drásticas acciones. Los salarios eran más bajos. Los mineros eran pagados por yarda cúbica, por vagón o por tonelada, y, en la excavación de las entradas, por yarda lineal; para los jefes era amplio el margen de estafa al pesar y al medir. Los patronos prestaban poca o ninguna atención, además, a la seguridad de los obreros. Los derrumbamientos eran frecuentes, y sepultaban cada año a centenares de hombres. Los empresarios aprovechaban cualquier oportunidad para abusar de los obreros.

En las minas había toda una serie de pequeños problemas. Estaban, por ejemplo, los «trabajos ligeros» y los «trabajos pesados». El minero prefería, naturalmente, el trabajo ligero. Los irlandeses se consideraban superiores a los demás extranjeros que comenzaban a llegar de las minas y pretendían para ellos dichas tareas. A un Molly le disgustaba, como es lógico, que le fuese negado, y el disgusto podía ser tal que inmediatamente el patrono era mortalmente apaleado, cuando no asesinado. Y, por otra parte, si el patrono contrataba a un Molly, quedaba siempre la posibilidad de que ambos llegaran a discutir sobre el cálculo de la cantidad y sobre la apreciación de la calidad del carbón extraído por el minero. Y hallarse en desacuerdo con un Molly significaba la muerte casi segura. Durante cierto tiempo, los jefes se negaron a contratar irlandeses, pero todos murieron de muerte violenta. Si un vigilante se excedía en su ayuda al patrono contra el Molly, se convertía, también él, en un hombre marcado, y acababa apaleado o asesinado.

Pero los patronos no eran los únicos enemigos de los Mollies. Los Mollies sentían un desprecio muy irlandés por los métodos pusilánimes e ineficaces de los sindicatos regulares. En dicho periodo fueron asesinados en Pennsylvania varios sindicalistas y oradores socialistas: muy probablemente a manos de los Mollies.

Algunos de los Mollies más importantes eran líderes de organizaciones de mineros no secretas. Un grupo, por ejemplo, controlaba la Miners’ and Laborers’ Benevolent Association y fue responsable de la desafortunada «larga huelga» de 1874-75 por el aumento de los salarios durante la cual, cuando los sufrimientos llegaron a ser demasiado agudos para los huelguistas, los Mollies les impidieron volver al trabajo amenazándoles de muerte.

«Las ejecuciones de los Mollv Maguires no eran consideradas pecados personales por los asesinos, sino incidentes de “guerra” que no tenían por qué ser confesados»

Los asesinatos eran ejecutados de manera fría, calculada, casi impersonal. Cuando un Molly quería que un determinado patrono fuera ajusticiado presentaba su demanda, según las normas prescritas, a la comisión local interesada. Si esta aprobaba la petición ilegal del Molly, como solía ocurrir, eran elegidos dos o más Mollies que no estuvieran personal o indirectamente implicados en la historia, normalmente de otra localidad e incluso de otro condado, para hacer el «trabajo», de modo que, al no ser conocidos, fuese difícil identificarles. Cuando un Molly se negaba a ejecutar el asesinato que le había sido asignado tenía muchas probabilidades de dejar ahí la piel.

Ilustración de los Molly Maguires (1877)

Ilustración de los Molly Maguires (1877)

Las comisiones que examinaban las peticiones solían reunirse en la trastienda de los bares dirigidos por compañeros, y después del cumplimiento del encargo se solía celebrar el «trabajo limpio» junto con los killers, de acuerdo con la buena tradición irlandesa. La mayoría de los Mollies eran auténticos hijos de su madre espiritual, la viuda Maguire: tipos fuertes, dinámicos y robustos, comilones, bebedores, camorristas, pendencieros, pero padres y maridos ejemplares y fieles. Llevaban una «honesta vida familiar» y eran profundamente religiosos. Las reuniones en las que se planificaban los asesinatos comenzaban con frecuencia con una oración. Se confesaban con regularidad. Las ejecuciones de los Molly Maguires no eran consideradas pecados personales por los asesinos, sino incidentes de «guerra» que no tenían por qué ser confesados, aunque la Iglesia Católica Romana de América hubiera condenado oficialmente la organización y sus acciones terroristas.

James Ford Rhodes, en un texto que leyó en 1909 ante la American Academy of Arts and Letters de Washington, intentó explicar de la siguiente manera la psicología de los Molly Maguires:

«Los killers siempre eran forasteros jóvenes, ágiles de piernas, y ya se habían escapado antes de que alguien comenzara a perseguirles»

«Víctima en su patria de la tiranía, el irlandés, a su llegada a América, tradujo con demasiada frecuencia la libertad en libertinaje, y estaba tan arraigada su costumbre de contemplar el gobierno como un enemigo (a causa de los siete siglos de mal gobierno inglés en Irlanda) que, cuando llegó a gobernador de la ciudad y comenzó a robar los fondos públicos, estaba, desde su punto de vista, despojando simplemente a su antiguo enemigo. Con su tradicional hostilidad respecto al gobierno era fácil para él convertirse en un Molly Maguire, mientras el inmigrante inglés, escocés o galés escapaba con horror de semejante asociación».

En la década iniciada en 1865 los asesinatos cometidos por los Molly Maguires fueron numerosos, con escasas detenciones, todavía menos procesos, y ni una cadena por asesinato en primer grado. Los killers siempre eran forasteros jóvenes, ágiles de piernas, y ya se habían escapado antes de que alguien comenzara a perseguirles. Cuando cogían a uno, siempre había una docena de Mollies dispuestos a jurar por Dios y la Virgen María que la tarde del delito el acusado había pasado con ellos todo el tiempo. Asustaban a los jurados después de haberles elegido.

Con la misma táctica drástica los líderes de los Molly Maguires invadían el terreno político, y, asumiendo el papel de bosses, colocaban alcaldes y jueces pertenecientes a la orden (igual que en nuestros días  los racketeers sitúan a los hombres en las administraciones públicas de Nueva York, Chicago y Filadelfia). A comienzos de los años 70 consiguieron conquistar un notable poder político en Pennsylvania, especialmente en el condado de Schuylkill, donde quinientos o seiscientos Mollies dirigían comunidades de decenas de millares de personas.

El movimiento de los Mollies Maguires alcanzó la cumbre de su fuerza en 1873-74. Patronos de minas y demás individuos poco gratos caían muertos un día tras otro. Los trenes que transportaban el carbón eran hechos descarrilar. Sin embargo, muchos de los asesinatos y de los crímenes atribuidos a los Mollies habían sido indudablemente cometidos por otras personas.       

Los Molly Maguires tenían entonces varios millares de logias en Pennsylvania, con un órgano ejecutivo central. La organización estaba a punto de implantarse en West Virginia cuando, por iniciativa de un joven dirigente minero cuyos patronos habían sido ejecutados con extraordinaria regularidad, el sector organizado de la sociedad de Pennsylvania no controlado por los Mollies emprendió una decidida acción secreta contra los terroristas. Detectives de origen irlandés acudieron a trabajar a las minas, y, después de haber ingresado en la orden, se convirtieron en los «más grandes Mollies de los Mollies», o sea en asesinos de primera clase, y como tales capacitados para conocer a sus líderes.

En 1875, después de una serie de homicidios especialmente espeluznantes, fueron arrestados y procesados diferentes dirigentes y miembros de la asociación. En la práctica, los únicos testigos de cargo fueron los Pinkertons, entre los cuales se distinguió un tal James McParland, que apareció posteriormente en otros procesos obreros.

Desconocemos si los imputados eran responsables de los homicidios de que estaban acusados; pero el hecho es que a lo largo de los años inmediatamente posteriores diez Mollies fueron ajusticiados y otros catorce encarcelados durante largo tiempo.

Después de lo cual los Molly Maguires como organización terrorista se desintegraron rápidamente.

Aunque pueda resultar chocante para quien haya vivido al margen de la presencia del terrorismo organizado, en aquella época y en aquel lugar era absolutamente natural; al contrario, lo que en todo caso podía provocar estupor era que no estuviese más extendido.

Ya he ofrecido algunas justificaciones al comportamiento de los Mollies; en primer lugar, la absoluta ineficacia de los sindicatos regulares frente a las brutales condiciones de la industria, el criminal descuido de la seguridad de los mineros por parte de los patronos, el temperamento violento de los irlandeses provocado por siglos de mal gobierno e injusticia en el Viejo Mundo. Carbón y más carbón, era lo único importante: las innumerables máquinas nuevas en las fábricas y las nuevas locomotoras tenían que poseer su fuerza motriz y poco importaban los hombres que la extraían. Millares de inmigrantes hambrientos de trabajo, de cualquier tipo de trabajo, llegaban cada semana a los Estados Unidos. Por ello, que una docena de mineros perdiera la vida en un desastre era un problema casi irrelevante para el empresario, escasísimamente dispuesto a hacer algo para prevenir futuros accidentes: a menos que no tuvieran miedo de los Mollies. Matando a docenas de patronos de minas y jefes, apaleando a centenares de ellos, los Mollies mejoraron indudablemente las condiciones de trabajo, no solo para sí mismos sino para todos los mineros de las regiones de las antracitas de Pennsylvania, y salvaron la vida a muchos. Queda el hecho, sin embargo, de que gran parte de los asesinatos de los Maguires estaban motivados por pequeños rencores personales.

Con motivo del treinta aniversario de las ejecuciones de los Molly Maguires por parte del Estado de Pennsylvania, Etigene Debs, entonces en el apogeo de su carrera de líder nacional, escribió en el Appeal to Reason:

«Todos afirmaron su propia inocencia, y todos murieron como héroes. Ninguno mostró la más pequeña señal de debilidad o de miedo. Ninguno tenía temperamento de asesino. Todos ellos eran ignorantes, toscos, groseros, hijos de la miseria y azotados por el curso impetuosos del hado y del destino... Resistir a las injusticias de que eran víctimas junto con sus compañeros de trabajo, protegerse a sí mismos contra la brutalidad de los patronos, de acuerdo con sus conceptos elementales, era el primer objetivo de la organización de los Molly Maguires... Es cierto que sus métodos eran drásticos, pero recordemos que su suerte era dura y embrutecedora; que eran los hijos abandonados a la pobreza, el producto de un ambiente injusto... Los hombres que murieron como criminales en la horca eran dirigentes sindicales, los primeros mártires de la lucha de clases en los Estados Unidos».

[Texto: Dynamite: The Story of Class Violence In America de Louis Adamic, traducido al castellano por el fanzine Indolencia a mediados de los ochenta. Acaba de ser publicada la obra en castellano y en su totalidad por la editorial Linterna Sorda]