Más duro que la ficción: el jarabe de palo durante el franquismo

Una colección de tebeos que vieron la luz a principios de los años cincuenta nos permite reconstruir la historia de dos legendarios boxeadores cuyos caminos se cruzaron durante la Guerra Civil, dentro y fuera de las viñetas.


Publicadas por Ediciones Maga (como resultado de fundir las primeras sílabas del nombre y apellido de su fundador, el prolífico historietista vallisoletano Manuel Gago, creador de El guerrero del antifaz), las hazañas del boxeador vasco se extendieron a lo largo de 138 tebeos y cinco almanaques escritos e ilustrados por sus sobrinos Pedro y Miguel Quesada para competir en el mercado de los tebeos semanales de aventuras con la Editorial Valenciana. Concebido a imagen y semejanza de Big Ben Bolt, el campeón de los pesos pesados estadounidense con el que Elliot Caplin y John Cullen Murphy (a la postre, sucesor de Harold Foster en Príncipe Valiente) engancharon a los lectores de los suplementos dominicales de William Randolph Hearst, nuestro equivalente patrio, Francisco Belascoain (alias Pacho Dinamita), era natural del idílico pueblo guipuzcoano de Asteasu, no muy lejos del Errezil natal de Paulino Uzcudun, el Toro Vasco.

Uzcudun profesaba tres devociones: el hacha, el frontón y la iglesia católica

Ambos púgiles probarían suerte en el extranjero, tanto en la realidad como en la ficción. Pacho de la mano de su manager Jipi (abreviatura de jijijapa, por el sombrero que lleva siempre puesto), un madrileño escuchimizado que invoca a la Cibeles en sus juramentos y que no piensa más que en ligar y en los combates de su pupilo. Y Paulino apadrinado por el médico tolosarra Ladislao Goiti, con quien dio el salto primero a París y más tarde a Estados Unidos, tras proclamarse campeón de España y de Europa de los pesos pesados. Sin ir más lejos, Pacho Dinamita se enfrentaría a Congo Kid en un intento por emular la victoria de su referente de carne y hueso ante Harry Pantera Negra Wills en septiembre de 1927, y de la que la prensa española se hizo eco en los siguientes términos: «El español Paulino Uzcudun suministró la trompada más grande del siglo, la que fue prácticamente a parar a la barbilla de Harry Wills, derribando al gigante de color chocolate como podía haber derribado una columna de las que mandó al suelo el mismo Sansón, en presencia de unos veinte mil testigos, que se quedaron estupefactos ante la hazaña incluyendo al de color chocolate, que estamos seguros recibió, no solamente la trompada más grande del siglo, sino también la sorpresa más grande de su vida». Entre el público de aquella noche memorable se encontraba el mismísimo Al Capone, con quien Paulino tendría ocasión de compartir mantel en su mansión de Miami. «Sería un gánster, pero yo le digo que era un tío muy simpático. Gordo y alegre. Tenía en la cara una cicatriz de un tiro que le dieron en Chicago», recordaba.

Ante tamaña repercusión, los estadounidenses quisieron nacionalizarlo, a lo que Paulino respondió que «por nada del mundo dejaría de ser español». Según reconoció González Ruano en un artículo para ABC, el boxeador profesaba tres devociones: el hacha, el frontón y la iglesia católica. En represalia a la sublevación militar de julio de 1936, un grupo de anarquistas intentó detenerlo y tuvieron que ser unos militantes del PNV quienes le ocultaran en un piso en Zarautz. Cuando los rebeldes tomaron Guipuzcoa y comenzaron las ejecuciones, Uzcudun se dejó ver del lado de los insurrectos. Sobre él puede leerse en la revista Gudari en su número de noviembre de 1936: «El miserable tahúr, traidor y fracasado boxeador Uzcudun, es el encargado de los fusilamientos en Donostia. Este orangutanado personaje trabaja en la retaguardia su siniestra misión. ¡Cobarde!». Desde el bando republicano se dijo de él que entrenaba con un saco lleno de huesos de fusilados, e incluso Francisco Umbral llegó a afirmar que mataba a puñetazos a los prisioneros del bando rojo.

Sin embargo, la vida que tantas veces ha imitado el arte (y viceversa) propició el encuentro de Uzcudun en París con quien aspiró a ser su doble luminoso: un vecino de Ibarra aspirante al título de los pesos pesados. «Mira Paulino, este también viene de nuestra tierra -le introdujo su representante- Es Isidoro Gaztañaga. Su caserío está a diez kilómetros del tuyo. Duerme en la habitación que dejaste libre en el hotel». Con el tiempo, su rivalidad se traduciría en un duelo a distancia que nunca llegó a consumarse sobre el cuadrilátero. Echando mano de la hemeroteca de El Correo, en un artículo titulado Peleas con metáfora, leemos: «Durante la Guerra Civil española, el gobierno rebelde de Burgos y el leal de Madrid acariciaron la idea de celebrar un combate entre dos campeones que representasen a cada bando, que eran los vascos Uzcudun y Gastañaga, ambos guipuzcoanos, uno el Toro de Régil y el otro el Martillo Pilón de Ibarra». Tras cambiar los troncos de aizkolari por los guantes de boxeo, aquel hombre «capaz de derribar de un puñetazo el puente de Brooklyn», en palabras del New York Times, también fue víctima de sí mismo. Al mostrarse menos dócil al régimen franquista, Izzy el guapo, nunca regresó a España y su declive deportivo le llevó a protagonizar un último combate en Bolivia, donde colgó los guantes tras sufrir una derrota. De allí, se fue a La Quiaca (Argentina), siguiendo los pasos de una mujer. «¡Cuidado con esa gachí!», le hubiera advertido Jipi de haber estado a su lado, evitándole acabar asesinado a balazos a la salida de un burdel.

Aquel hombre era capaz de derribar de un puñetazo el puente de Brooklyn, en palabras del New York Times

El nuevo sistema franquista necesitaba nuevos héroes en los que reflejarse y Paulino Uzcudun fue uno de ellos. Una vez asumida su condición, y habiendo hecho «honor» a dicha imagen enrolándose en los tercios de requetés que combatieron en la Guerra Civil y participando en un novelesco intento de rescate de José Antonio Primo de Rivera, Paulino revalidó su consideración de «símbolo de la brava raza española» también en el cómic. Sobre el papel, Pacho Dinamita respondía, punto por punto, a la descripción racial y estética del «vasco» como representante icónico de la identidad primordial de España, la misma que el nacionalismo español primorriverista y luego franquista habían simbolizado en la figura del guipuzcoano. Para constatarlo, en 1933 ya había vencido en Roma al gigantón Primo Carnera, el símbolo de la fuerza fascista, ante 75.000 espectadores y bajo la mirada atenta del duce Benito Mussolini.

Al año siguiente, intentaría repetir la proeza frente a Max Schmeling, futuro emblema del III Reich, en el Estadio de Montjuic. El duelo acabó en empate y salpicado por el posterior escándalo protagonizado por uno de los promotores del evento, el empresario Daniel Strauss, a raíz de una denuncia contra al presidente de la República Niceto Alcalá Zamora en la que exigía una «indemnización» por los gastos de instalación del juego conocido popularmente como «estraperlo» en los casinos de San Sebastián y Formentor y por los sobornos que decía haber pagado a políticos del Partido Republicano Radical y a «familiares y amigos» de su líder Alejandro Lerroux. La trama de corrupción y ruletas trucadas, en la que se vio envuelto Paulino como mediador para abrirle al estafador las puertas de Madrid, acabaría precipitando el final de la II República. Pero en el momento en el que saltaba la Banca y se procedía a los primeros arrestos, él ya se encontraba al otro lado del charco.

«Sería un gánster, pero yo le digo que era un tío muy simpático»

El último asalto de su carrera tuvo lugar el 13 de Diciembre de 1935, en el Madison Square Garden de Nueva York, donde Paulino Uzcudun se vio las caras a los 36 años de edad con la esperanza negra norteamericana, Joe “el Bombardero de Detroit” Louis, de tan solo 21. La expectación era máxima y las entradas se agotaron en apenas un par de horas. Dicen que los hombres de Lucky Luciano controlaban las apuestas ilegales, y necesitaban que Paulino no aguantase de pie los 15 asaltos para ganar dinero. Pero el roble cayó a la altura del cuarto. Consiguió levantarse, cubierto de sangre, desorientado, y con varios dientes en el suelo, volvió a caerse de espaldas a la lona. Nuevamente logró ponerse de pie y llegar hasta su rincón, Louis le observo y fue hacia él enganchándole varios puñetazos hasta que el arbitro decidió detener la pelea. «Nunca me he visto obligado a pegar tan fuerte para derrotar a un adversario», reconocería el campeón al finalizar el combate.

Finalizada la contienda, Paulino regresó a casa para ver cómo el franquismo le daba la espalda y su gloria de antaño pasaba lentamente al olvido. Una vez retirado del ring, Franco ordenó a Vicente Gil, médico de cabecera del caudillo y Presidente de la Federación Española de Boxeo, buscar otro boxeador semejante. Viajó a Gipuzkoa en busca de un sucesor, y lo encontró en un caserío de Zestoa: un tal José Manuel Ibar Aspiazu, más conocido como Urtain, dispuesto a partirse la cara y el alma.

«Silbarme, abuchearme, solo en España me ha ocurrido, ¡y cuidado que conmigo se han cometido ya injusticias en este mundo!», se lamentaba Uzcudun. En 1966 intervino en el documental Juguetes rotos de Manuel Summers, que recogía el malvivir de viejas leyendas españolas, entre ellas Guillermo Gorostiza, extremo izquierda bilbaíno que triunfó a caballo de la Guerra Civil, primero, y sobre todo, en el Athletic de Bilbao, y luego en el Valencia. Dos veces pichichi, dilapidó su carrera por el alcohol y murió arruinado a los 57 años. Paulino lo haría a los 86, tras años de padecer arterioesclerosis y sin apenan recordar nada de sus logros pugilísticos, habiendo disputado 70 combates, con 50 victorias, 34 de ellas antes del límite, 3 nulos y 17 derrotas. Y solo una por KO, la más decisiva.

el único KO de su carrera. Fue el 12 de diciembre de 1935 ante el legendario Joe Louis, el Bombardero de Detroit. En un Madison Square Garden repleto con 19.000 espectadores