Hasta el final: Los punks cubanos que decidieron contagiarse el sida

Perseguidos por el régimen cubano, planearon algo atroz: se contagiarían el sida de forma masiva para entrar en sanatorios donde podrían estar juntos, oír su música favorita y formar bandas.

 

Fotografías de Josu Trueva Leiva

Recuerdo que a medidos de los noventa, me carteaba con varios punks y heavies cubanos. Como la mayor parte de nosotros, las casetes eran tesoros únicos, piezas de arte, puro coleccionismo que se guardaban celosamente. Todos, sin excepción, teníamos la misma música. Intercambiábamos las casetes sin parar y nos carteábamos con medio mundo. En una ocasión, un cubano heavie me escribió pidiéndome si podía conseguirle «aros para las orejas, como los que usan Bon Jovi». Desde los ochenta, aquellos que escuchaban música dura y vestían de esa forma eran comúnmente conocidos como «frikis». Muchas familias les dieron la espalda. Debido a la precariedad y también a la imparable criminalización social y política que sufrían, debían mantenerse unidos. No eran muchos. Todos se conocían e intentaban crear una comunidad unida, algo casi imposible en la Cuba de entonces. El régimen intentaba invisibilizarlos, negar que existían punks y heavies, subculturas habituadas a la protesta política. Lo mismo que los primeros casos de sida.

Es un relato que sobrecoge y fue retratado por el fotógrafo vasco Josu Trueva Leiva. En 2010, durante un viaje a Cuba, se sorprendió al ver por las calles a algunos punks ya muy mayores y deteriorados. Viajaban solos en los autobuses desvencijados. Algunos usaban muletas y tenían el rostro afectado por la enfermedad. Parecían supervivientes de alguna plaga desconocida para él. Consciente del aislamiento y las dificultades históricas que han tenido las subculturas cubanas, se entrevistó con varios de ellos, que le contaron cómo la mayoría había muerto en sanatorios. También le confesaron algo estremecedor: el caso del masivo autocontagio entre ellos. El resultado fue un estupendo libro titulado Al son del punk en el que vemos los impactantes retratos de algunos de ellos en su vida cotidiana, entre pobreza, exclusión social y los pósters de sus ídolos.

«En 1989 el gobierno de Pinar del Río, al oeste de la isla, construyó un nuevo hospital en medio del oscurantismo. Había rumores de desapariciones»

Durante los años ochenta, al igual que en España, no existía información acerca del VIH. Más aún en Cuba, que negaba la existencia de enfermos. En medio mundo el sida azotaba a los más jóvenes, que caían en medio de una especie de epidemia que parecía imparable. En Cuba, a mediados de la década, llegaron los primeros casos de sida, algo que el régimen trató de una forma similar a los casos de locura. Hasta 1989 los sanatorios e instituciones mentales, sobre las que existían muy poca información, eran controlados por el ejército, algo que desde entonces cambió, pasando a ser dirigidos por el Ministerio de Salud Pública. Al igual que en algunos otros países, Cuba reaccionó encerrando a los enfermos y convirtiéndolos en indeseables. El primer caso de sida registrado en 1985 fue el de un soldado que regresó enfermo de África. A este caso, le siguieron otros. El gobierno ordenó la detención y cuarentena de los afectados. Los enfermos fueron encerrados y medicados malamente en lúgubres sanatorios e instituciones mentales en las que, al igual que en las cárceles, la premisa era el aislamiento.  En 1989 el gobierno de Pinar del Río, al oeste de la isla, construyó un nuevo hospital en medio del oscurantismo. Había rumores de desapariciones. Desde el primer momento, tendría una finalidad: servir de internamiento para los enfermos de sida. Hasta mediados de los noventa la reclusión era obligatoria. Luego dejó de serlo, pero muchos de los pacientes prefirieron quedarse dentro. El 80% de ellos decidió no salir. «Estaban viviendo mejor en el sanatorio, además tenían miedo a los prejuicios», afirma el médico y antiguo director de un sanatorio de La Habana Jorge Pérez, autor del libro Sida: confesiones a un médico.

«Por andar así de esa forma, los tribunales pensaban que tú eras un peligro para la sociedad. Entonces la condena era de 2 años por primera vez, y después, si sigues reincidiendo como peligro social, era de 4 años la condena»

Sin embargo, en aquellos terribles lugares había más libertad que en la calle, al menos para los frikis. «Podías escuchar rock ’n’ roll y metal saliendo de cada casa», confesó Yohandra Cardoso, una friki que actualmente sigue viviendo en un viejo edificio que en su día fue uno de los tantos sanatorios abiertos por el régimen cubano. «Cuando se abrieron las puertas del sanatorio, el 100% de la gente ya era friki... estábamos todos juntos». A aquel lugar, poco a poco fueron llegando todos los amigos que habían formado parte de Los frikis, a medio camino entre el clan urbano y el grupo musical. Llegaron a ser varias decenas, posiblemente medio centenar de heavies y punks que eran recibidos como si fuese un campamento de rock. Allí podían comer tres veces al día en una época, los años noventa, de fuertes reestricciones políticas y económicas. El muro había caído y el aislamiento impuesto a Castro se hizo más duro aún. En las calles, todavía se perseguía y castigaba la diferencia. Los pocos punks y heavies que se atrevían a expresarse como tales acababan en la cárcel o en programas de «reeducación». La autoridad era supuestamente comunista y ellos se enfrentaban al poder, al mismo castrismo. La expresión maldita era «Peligrosidad social»: «Por andar así de esa forma, los tribunales pensaban que tú eras un peligro para la sociedad. Entonces la condena era de 2 años por primera vez, y después, si sigues reincidiendo como peligro social, era de 4 años la condena», recuerda Gerson, uno de los primeros frikis y también de los últimos que quedan en pie, lo recuerda para Radio Ambulante de esta manera: «Era un culto ahí extraño que había, que era más bien como, como una hermandad religiosa porque éramos muy unidos todos».

Frente a la desolación y la desesperanza, los frikis que consumían drogas empezaron entre sí a contagiarse el VIH. Al principio todo sucedió no como algo voluntario. Mantenían relaciones sexuales o intercambiaban jeringuillas. Pero eso cambió cuando los primeros empezaron a entrar en los sanatorios y los que quedaban fuera supieron que allí podían estar todos juntos, escuchar su música favorita, vestir como quisieran e incluso ensayar. «Compartían todo: las mujeres, los hombres, la comida y las pastillas, por lo tanto estaban de una manera compartiendo la sangre», afirmó el médico Jorge Pérez.

«Las visitas que recibían quedaban sorprendidas de lo que se encontraban. Aparentemente, no estaban tan “mal”, porque aún no se había desatado el exterminio»

Uno a uno fueron autocontagiándose con la sangre de amigos ya enfermos, entrando en los centros y uniéndose al resto hasta que todos estuvieron juntos. Compartían casa, una precaria cabaña, pero sentían que allí, a pesar de todo, eran más libres. Cultivaban sus propios alimentos y cuidaban animales. Las visitas que recibían quedaban sorprendidas de lo que se encontraban. Aparentemente, no estaban tan «mal», porque aún no se había desatado el exterminio. Los frikis de aquellos primeros tiempos no sabían que aquella enfermedad era «para toda la vida». Se corrió la voz; unos y otros quedaban para inyectarse sangre infectada. Incluso tenían sus propias bandas punks, como Metamorfosis, formados en su totalidad por autoinfectados. El equipo era tremendamente precario. Los amplificadores eran de la Unión Soviética y, si el bajista rompía una cuerda, era muy difícil conseguir repuesto. Jamás grabaron una maqueta ni tampoco lograron cumplir el mayor de sus sueños, salir al exterior para tocar en directo. Su salud empeoraba. De la noche a la mañana no podían ni tan siquiera moverse de sus camas. Y morían.

«Él [médico] llegó a mi casa con una, una bata blanca puesta y dijo delante de mi mamá que yo estaba enferma de sida y, yo me asombré porque yo, en realidad, no, nunca había oído, ni tan siquiera, qué cosa era sida, la palabra no la había oído»

Casi a diario, asistían a la muerte de sus amigos y amigas. Fue entonces cuando comprendieron realmente el alcance de aquel sueño que al mismo tiempo era casi locura, algo ciego y desprovisto de una conciencia clara acerca de los devastadores efectos del síndrome. Fue entonces cuando el régimen supo del plan. Algunos fueron acusados de provocar contagios voluntarios. Las parejas que existían entre ellos empezaron a dar a luz a hijos, algunos igualmente infectados. A muchos de ellos les obligaron a abortar e impusieron condenas que siguieron cumpliendo en sanatorios. Cada vez quedaban menos. Adictos y enloquecidos, asistían a la muerte sistemática de sus amigos de toda la vida.

Gerson Govea, uno de los históricos integrantes de Los frikis, tiene ya más de cuarenta años, pero se mantiene en pie. Continúa a día de hoy viviendo en el sanatorio de Pinar del Río, donde fue testigo del fallecimiento de muchos de sus amigos. Amante del heavy y del punk, luce pelo largo y tatuajes. Cuenta lo sucedido con emoción, pero aún no comprende cómo ha podido sobrevivir. Hace dos décadas que se sumó al plan: «Conseguí un amigo que me dio la sangre. Yo mismo se la extraje y me la puse», declara a un periodista. Casi todo el día se dedica a cuidar de su esposa, una punk que vive en silla de ruedas y a la que amputaron ambas piernas hace años. También ella era y sigue siendo una friki, aunque ya la pandilla no exista: «Él [médico] llegó a mi casa con una, una bata blanca puesta y dijo delante de mi mamá que yo estaba enferma de sida y, yo me asombré porque yo, en realidad, no, nunca había oído, ni tan siquiera, qué cosa era sida, la palabra no la había oído», recuerda para Radio Ambulante.

Sin duda alguna, Gerson y su pareja son el último caso. Ambos sueñan con vivir unos cuantos años más y seguir haciéndolo en aquella que ya es su casa, las instalaciones del destartalado sanatorio de donde intentaron echarlos cuando cerró sus puertas. No tenían adonde ir y se negaron a salir. Pasaron de ser okupas a que el gobierno les reconociera el derecho a permanecer allí. Gerson gana algo de dinero para alimentarse y salir del paso vendiendo productos de manicura. Gerson recuerda a los que ya no están, pasando las páginas de un viejo álbum de fotos: «Mira, este fue uno de los últimos que murió. Murió en 2007. Se llamaba Juan Carlos Kintana, uno que tocaba conmigo en el grupo».