Los muertos del Congreso


El Congreso de los Diputados está edificado sobre un antiguo cementerio. Por eso, quizás, España es hoy un gran campo santo: «Abascal cruza un río usando un cadáver a modo de balsa. Desde la orilla, Ayuso y Casado se miran, sonríen y se lanzan a buscar más cuerpos. Tanta muerte a su alrededor es una suerte para ellos. Porque de los muertos, como de los pobres cerdos, se aprovecha todo»

En febrero de 2009 sucedió algo insólito: una forense entró con su equipo de trabajo en el Congreso de los Diputados y, una vez allí, bajó a sus sótanos. Durante unas reformas habían aparecido varios cadáveres. La sorpresa fue enorme. Hubo quien hizo algunas bromas y varios ujieres veteranos lanzaron toda clase de teorías. Los cuerpos eran los de tres religiosos pertenecientes al antiguo cementerio del Convento del Espíritu Santo (Convento de los Clérigos Menores del Espíritu Santo), que se había levantado en ese mismo lugar. En 1823 el edificio sufrió un devastador incendio. Inicialmente se dispuso que, tras una adecuación y reforma del espacio, las Cortes Generales podrían reunirse en lo que había quedado de este. El resultado, sin embargo, no gustó a nadie.

Convento del Espíritu Santo, justo donde se edificaría el actual Congreso de los Diputados

Convento del Espíritu Santo, justo donde se edificaría el actual Congreso de los Diputados

En 1842 fue derribado y, en su solar, se edificó el actual Congreso. Al año siguiente Isabel II puso la primera piedra. No se terminó hasta casi una década más tarde. Lo único que se mantuvo del anterior proyecto fueron los dos leones, que hoy vigilan la entrada. Actualmente, en los sótanos del antiguo convento, rodeado de más de un centenar de columnas, existe una sala de exposiciones, pero más abajo, en su subsuelo, todo sigue igual.

Una vista de la sala de exposiciones en el sótano del Congreso de Exposiciones. Pueden verse los arcos del viejo Convento-. Fotografías: Joaquín Cortés / Román Lores

Una vista de la sala de exposiciones en el sótano del Congreso de Exposiciones. Pueden verse los arcos del viejo Convento. Fotografías: Joaquín Cortés / Román Lores

El actual Congreso de los Diputados está levantado sobre cadáveres. Cuando fallecían los religiosos eran enterrados allí mismo. Sí, así es, es como una versión made in Spain del cementerio indio cuyos espectros atormentan a los lugareños que deciden edificar sobre este y hacen pagar con creces las afrentas sufridas.

Carrera de San Gerónimo y Congreso, de los Diputados (1853). Fotografía: Charles Clifford 

Carrera de San Gerónimo y Congreso, de los Diputados (1853). Fotografía: Charles Clifford

DON QUIJOTE, ABASCAL Y EL EXCESO DE MUERTOS

«Abascal cruza un río usando un cadáver a modo de balsa. Desde la orilla, Ayuso y Casado se miran, sonríen y se lanzan a buscar más cuerpos. Tanta muerte a su alrededor es una suerte para ellos. Porque de los muertos, como de los pobres cerdos, se aprovecha todo»

Las sesiones parlamentarias se realizan sobre una pila de cadáveres. Una de estas tuvo lugar ayer mismo, cuando comenzó la moción de censura de Vox, y la extrema derecha sacó a pasear a su caterva de difuntos, su Compañía Oscura, una Santa Compaña que lanza vivas a la muerte. En realidad, España hoy es como Los Otros o La Maldición de Bly Manor: todos somos muertos, aunque no lo sepamos. Vagamos por la calle como almas en pena, nos comportamos como si nuestra piel no valiera nada y, sin apenas resistencia, entregamos lo poco que nos queda a la parca. Aquí la vida, que a tantos y tantas cuesta, está de saldo.

Ojalá nuestros muertos, como si fuesen espíritus de airados sioux, venguen los agravios. Una necropolítica como la que exhibe a diario la derecha se merece una buena escabechina. Ya notamos las consecuencias de blanquear el totalitarismo. Nuestro aire es cada vez más pesado. Cada mañana es una sucesión de espantos e impotencias. Leemos las noticias como la crónica de una calamidad anunciada. Hoy España es un gran campo santo. Se crearon morgues improvisadas en Palacios de Hielo (¿alguien no se ha dado cuenta de esta terrible asociación de palabras e ideas?) y los vivos, a los que parece no importarles que nuestra población se haya diezmado, caminan sobre una pila de muertos. Otros, los más abyectos, se llevan los muertos a la espalda, algo por otro lado incomodísimo pero bastante práctico: han aprendido que hay que ser rápido y voraz porque la rapiña no permite otra cosa. Igual que aquellos bañistas y turistas que tomaban el sol a escasos metros de un inmigrante ahogado que yacía en la arena.

La muerte no es de fiar. En realidad, esta muerte no se fulminante. Se muere poco a poco, cada día, cuando cedemos centímetro a centímetro espacio a quienes bendicen la barbarie y retuercen la historia de España para que los asesinos se conviertan en libertadores. Nos hemos acostumbrado tanto a la muerte que ya no distinguimos la vida que se nos quiere arrebatar. La parahistoria y la pseudociencia han sustituido a la Verdad. Los muertos exigen ser «libres, muy libres» para pasear el antiguo y aterrador carro de los muertos. Suenan las campanillas agoreras, pero pocos hacen caso. Han hecho del pasado una mueca espantosa: Don Quijote cabalga con la armadura cubierta de sangre. Pelayo se dice invencible.

Ningún futuro puede construirse a partir de la negación de un exterminio como el que sufrimos y padecimos en una Guerra Civil que casi liquidó a media España. Primero –es de gente decente–, hay que dar justa sepultura a los caídos. Los que quedaron vivos, o medio muertos, fueron condenados a vagar en el olvido, sin nombre ni recuerdos. Mutilada la memoria y con una mortaja en la boca, se los empujó a una vida que era la paz de los muertos. Hace unos años, cuando algunos empezaron a hablar, los necrófilos profesionales corrieron prestos a ver el milagro de la resurrección de los que creían finiquitados. Casi no se lo creían. Luego, cuando vieron que reclamaban ¡justicia!, se dijeron que comenzaba otra guerra, una que llamaron y llaman «cultural». Entonces gritaron que los enterrasen, como la mano que aparece de pronto entre la tierra, la mano delatora, el corazón delator. Echarles la tierra encima. La vista ofende. ¿Qué es lo que queda cuando no hay moral? Solo gente inconsistente, oportunistas, arribistas, equidistantes. Mejor aún: mal nacidos. Quieren que compartamos su infierno.

Abascal cruza un río usando un cadáver a modo de balsa. Desde la orilla, Ayuso y Casado se miran, sonríen y se lanzan a buscar más cuerpos. Tanta muerte a su alrededor es una suerte para ellos. Porque de los muertos, como de los pobres cerdos, se aprovecha todo. Y hasta se roñen los huesos. La mirada de Ayuso se parece cada vez más a la de Andrea Levy. La simbiosis es aterradora. En ambas la misma alucinación y abismo (ellas no lo saben, pero hace tiempo que no se cuentan entre las vivas. ¡Ay de quienes se atrevan a decírselo!). Jamás se verán en un espejo. Temen la imagen que este les devuelve: la carroña que sigue al rey de la noche.

Andrea Levy, delegada del Área de Cultura, Turismo y Deportes de la Comunidad de Madrid, durante la comparecencia del pasado 20 de octubre.

Andrea Levy, delegada del Área de Cultura, Turismo y Deportes de la Comunidad de Madrid, durante la comparecencia del pasado 20 de octubre.

FIAMBRES Y MÁS FIAMBRES

«España es un gran Banco»

Los no-vivos, esos que negocian con la muerte y hasta son capaces de hacer política con una mortífera pandemia, han declarado la guerra a la vida y, de paso, al lenguaje. Memoria y recuerdo no son lo mismo. Cuando la extrema derecha exige «Derogad la Ley de Memoria Histórica», en realidad persigue otra cosa. Aniquilados prácticamente los recuerdos por el adiós de nuestros abuelos y abuelas, últimos testigos directos de la barbarie, solo nos queda la memoria. En realidad, lo que persigue este neofascismo disfrazado de quijotismo rancio es acabar con la Memoria, de ahí su insistencia y el hecho de que lo llamen «guerra cultural». Es lo único cierto: hay una batalla en marcha. Y un país sin memoria es como un fugitivo sin un lugar al que regresar, una isla asediada, una casa sin un suelo firme. Sin memoria el pasado es un relato sujeto a una reescritura en manos de trileros profesionales. Sin memoria el presente es un cuento.

El recuento de muertos no acaba aquí. La izquierda, como en la famosa serie, espera la llegada del invierno, pero el invierno hace tiempo que llegó. Basta con echar un vistazo a lo que sucede en este país. También ellos, a juzgar por su falta de movimientos, repetición de tics y mirada perdida, son otro gran fiambre.

Un Congreso levantado sobre pilas de muertos, sembrado de túneles y pasadizos, es como una metáfora de cómo funciona realmente este país. España es un gran banco. Bajo la carrera de San Jerónimo, a escasos metros de la superficie, unos grandes y amplios pasadizos conectan el Congreso con la antigua sede del Banco de España. ¡Qué cosas!

Justo cuando se edificaba el actual Congreso, fallecía el poeta José Espronceda. Tenía treinta y dos años. Uno de sus poemas dice: «Me agrada un cementerio / de muertos bien relleno / manando sangre y cieno / que impide el respirar».

Y tanto. ¡Cuánto muerto y cuánta muerte!