Los habitantes de la casa deshabitada

En un contexto urbano moldeado por la especulación inmobiliaria, la precariedad económica y el turismo insostenible, el movimiento okupa se nos presenta como un fenómeno paranormal que recorre España.


«Contra el Estado y su violencia, ahora y siempre, resistencia» y «un desalojo, otra okupación» fueron las consignas con las que un grupo de treinta jóvenes desafiaron el desalojo policial del número 15 de la calle Lavapiés. A primera hora de la mañana del 8 de octubre de 1996, y ante la imposibilidad de traspasar el umbral, los agentes decidieron acceder al edificio con una escalera a través del balcón del segundo piso. Los okupas que resistían en el interior habían dejado el edificio lleno de trampas y pistas falsas, y disfrazados a la manera de fantasmas inasibles, cubriéndose los rostros con máscaras blancas, desparecieron por los tejados mientras la policía registraba el interior de una casa abandonada. «Somos los duendes que habitan en las casas abandonadas -cantaban Sin Dios en Ruido anticapitalista (1991)- La propiedad privada es un robo, y lo nuestro arte de magia. Una casa okupada es una casa encantada. Cuando haya un desalojo, aparecemos en otra».

Así que hablemos de fantasmas. Los anglosajones, que llevan siglos conviviendo con ellos en castillos y mansiones, suelen emplear el verbo to haunt para expiar la clase de emociones que por aquí solemos traducir como “encantar” o “embrujar”, cuando sería más correcto apropiarse de su acepción germana, “habitar”, “acosar” u “ocupar”. El matiz cobra demasiada relevancia como para tomárselo a la ligera, sobre todo si tenemos en cuenta que el primer poltergeist de la historia moderna de España ocurrió en Valencia, durante la primavera de 1915, cuando unos extraños ruidos de naturaleza inexplicable perturbaron la paz del domicilio familiar de los Colmenero, un capitán retirado de la guardia civil y sus dos hijas que vivían en el entresuelo del número 7 de la Plaza del Esparto, en el popular Barrio del Carmen. Aquel estruendo de golpes, «capaces de alterar el natural latido del corazón a base de espanto», les mantuvo durante varias semanas en un constante estado de angustia que se extendió por todo el inmueble y afectó a las viviendas adyacentes. Se sucedieron las vigilias a golpe de rosario y los servicios religiosos improvisados para apaciguar al alma en pena que se creía rondaba el edificio pero, a Dios rogando y con el mazo dando, la multitud de curiosos que se agolpaba en las inmediaciones acabó provocando altercados con los vecinos y se produjeron cargas policiales para disolver el tumulto, en un intento desesperado de las autoridades municipales por mantener el orden público.

El Pueblo: diario republicano de Valencia (7 de julio de 1915).

Nos han contado la misma película demasiadas veces: una familia adquiere una vivienda por un precio muy por debajo del mercado que esconde un pasado luctuoso y traumático. Y ya sabemos cómo termina.

Así transcurrió el mes de junio y parte del de julio, para desesperación de los habitantes del edificio que la prensa bautizó como La casa del duende de Esparto. Los peritos del ayuntamiento registraron minuciosamente la red de alcantarillado, así como canalizaciones, posibles acequias y pozos que, por aquel entonces, eran frecuentes incluso en pleno centro de Valencia. Pero todas las investigaciones resultaron infructuosas hasta que el 13 de julio, de nuevo sin previo aviso, los ruidos cesaron para siempre y la tranquilidad regresó al barrio. Buceando en la hemeroteca, descubrimos que el origen del presunto fantasma fue la subasta por la propiedad del piso que enfrentó a Colmenero con un tal Mariano Roger, dueño del edificio colindante situado en el número 43 de la calle Caballeros. Es más que probable que el martirio paranormal se iniciara como venganza contra los Colmenero, aprovechando los muros que compartían ambas viviendas, con el propósito de que la familia abandonara la casa y así poder volver a optar a su compra «en condiciones ventajosas» por considerarla embrujada.

Si nuestras casas ya no son nuestras —y acaso tampoco nuestras vidas—, ¿a quién pertenecen entonces? ¿Nos hemos convertido en fantasmas de casas y cuerpos que no nos pertenecen?

En el argot inmobiliario, se las conoce como “propiedades estigmatizadas”. Inmuebles marcados por la tragedia y susceptibles de causar incomodidad y perturbación emocional a sus posibles compradores o arrendatarios. Nos han contado la misma película demasiadas veces: una familia adquiere una vivienda por un precio muy por debajo del mercado que esconde un pasado luctuoso y traumático. Y ya sabemos cómo termina. Es por eso que los antecedentes de asesinatos, suicidios, brujería y fenómenos paranormales afectan a la tasación y deben divulgarse junto a la correspondiente rebaja. En pleno centro de Madrid, el edificio que ocupa el número 3 de la calle de Antonio Grilo, la pequeña travesía que une San Bernardo con la Plaza de los Mostenses, se alquila a un precio reducido para una zona donde siempre han tendido al alza. Cuenta con una leyenda negrísima a sus espaldas, a la altura de la finca maldita de Tres Forques (Valencia) o el Cortijo Jurado (Málaga), en el que se proyectó un hotel y sigue sin comprador años después de ponerse a la venta.

Parafraseando un viejo chiste, un fantasma no vive en una casa, sino que en todo caso la mora o habita. Lo cual ya sería decir mucho. En China, las agencias recurren a los servicios de los llamados “probadores de casas encantadas" para que pasen al menos 24 horas en ellas con el fin de convencer a los posibles compradores de que son completamente seguras. Porque la historia de una casa, pese al discurrir del tiempo, va unida a la de quienes una vez la habitaron. El paso de los años puede deteriorar la construcción, desconchar la pintura, secar los jardines e incluso traer consigo el derribo del inmueble, pero el recuerdo de sus moradores aún permanece. Y lo mismo ocurre con la gentrificación de los barrios: junto con las pintadas de los muros de nuestras ciudades, borramos también una parte de nuestro legado. ¿De qué otra manera cabría afrontar la reforma integral de un edificio antiguo, equiparable a un exorcismo que lo despoja para siempre de sus principales señas de identidad?

«La propiedad privada es un robo, y lo nuestro arte de magia. Una casa okupada es una casa encantada».

«En Norvet nos tomamos al pie de la letra el dicho: “Querer es poder”. Cuando creemos en un proyecto lo hacemos realidad. Y le animamos a que vd. haga lo mismo. Busque la vivienda que más le convenga y hágala suya; nosotros haremos todo lo posible para ayudarle a conseguirlo». Así se anuncia en su página web la inmobiliaria especializada en la rehabilitación «de edificios singulares» que adquirió La Casa del Demonio en Barcelona. Situada en pleno corazón del barrio gitano de Gràcia, entre las calles Fraternitat, Milá y Fontanals, junto a la Plaza Gato Pérez, perteneció originalmente a Agustín Atzerías, un empresario del que se dice vendió su alma a cambio del dinero que le faltaba para rematar la obra en 1892. Sumido en la miseria y tras ver como todos sus negocios se desplomaban, recuperó su fortuna gracias a la lotería y decidió agradecerlo consagrando su fachada al diablo. Hoy en día, los frescos que decoran sus cuatro plafones lucen espectacularmente restaurados pero, en 2013, un bando improvisado anunció la okupación de la finca: «Hace días que vivimos en este edificio que desde hace años está vacío y abandonado (…) No hemos hecho ningún pacto con el diablo ni hemos ganado la lotería. Pero somos jóvenes y queremos rehabilitar el edificio antes que el próximo especulador lo convierta en pisos de lujo».

«Prácticamente cada día les contamos historias de propietarios que tienen sus viviendas okupadas», reconoció Matías Prats en los informativos de Antena 3 en agosto de 2020. También lo hizo su compañera de cadena, Lorena García, en Espejo Público: «Hablamos ahora de okupación, un problema que nos preocupa prácticamente a diario en este programa». La ocupación, un delito recogido y castigado por el Código Penal, no está incluida expresamente en la Constitución, que sí reconoce en su artículo 33 el derecho a la propiedad privada e incluye que «nadie podrá ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés social». Al mismo tiempo, el artículo 47 recoge el «derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada» y la obligación de los poderes públicos de «promover las condiciones necesarias» y «establecer las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho».

«¿Me ocuparán el piso si bajo a comprar el pan?». la estrategia del miedo en Espejo público (Viernes, 05 julio, 2019).

Los okupas disfrazados a la manera de fantasmas inasibles, cubriéndose los rostros con máscaras blancas, desparecieron por los tejados.

Si nos atenemos estrictamente a los datos oficiales, entre el 2000 y el 2006, la burbuja del ladrillo impulsó la construcción de 600.000 casas al año de media y los bancos se encargaron de facilitar el acceso a los créditos e hipotecas que el estallido de la crisis en 2008 hicieron insostenibles para una población castigada por el aumento del paro, los empleos basura y los contratos temporales. Cuando las entidades empezaron a reclamar sus propiedades, se generó un fuerte movimiento que desembocó en colectivos sociales como Stop Desahucios y Plataforma de Afectadxs por la Hipoteca. La situación se vio fuertemente agravada en la década siguiente por la irrupción de plataformas digitales como Booking y Airbnb que provocaron el auge de los pisos de alquiler para el turismo, aumentado el precio de los alquileres un 52% en los últimos cinco años, lo que implica que la población natural de las ciudades sea desplazada a sus periferias, reservando el centro urbano al turismo y a las clases sociales económicas más poderosas.

En las Fiestas de Gràcia de 2016, se presentó una nueva bestia de fuego en la antigua villa: Atzeries, recordando al propietario de la casa del Dimoni.

«No hemos hecho ningún pacto con el diablo ni hemos ganado la lotería. Pero somos jóvenes y queremos rehabilitar el edificio antes que el próximo especulador lo convierta en pisos de lujo».

En los últimos tiempos, podría decirse que Can Dimoni ha vuelto a las manos de su legítimo propietario. En 2016, la inmobiliaria comenzó a ofertar sus «magnificas viviendas de lujo y excelente acabado artesanal que respetan la planta original, con techos abovedados y abundante luz natural», apenas dos meses después del polémico desalojo en el que participaron los matones de Desokupa. El Observatori DESC presentó una querella denunciando unas prácticas que rayan la ilegalidad y visibilizan la connivencia de los Mossos d'Esquadra con las cuadrillas formadas por paramilitares y ultraderechistas. Mientras tanto, los titulares se centraron en la Alerta okupación y en los Okupas impunes, con declaraciones de varios agentes que aseguraban sentirse «atados de pies y manos» y reclamaban un cambio legislativo que vele por la propiedad privada.

Cunde el pánico y la melodía es pegadiza: «Si hay algo extraño en tu vecindario, ¿a quién vas a llamar? ¡A los Cazafantasmas!». Rafael Miranda, director financiero de Securitas Direct, decía en 2019 en una entrevista que España es el cuarto país del mundo con más alarmas, apostillando sin rubor alguno que su empresa es «experta en gestionar el miedo para posteriormente vender tranquilidad». Sin duda, una gran noticia para los March, máximos accionistas de la empresa en nuestro país. Un ministro de Justicia del Gobierno de Manuel Azaña llegó a decir de Juan March Ordinas en 1931 que «o la República somete a March o March someterá a la República». Ocurrió lo segundo, pues su financiación resultó clave para el éxito del golpe de Estado de 1936. Un banco y una fundación velan por el buen nombre de la familia que pagó el alquiler del Dragon Rapide –el avión que trasladó al general Franco desde Tenerife hasta Marruecos para tomar el mando del Ejército de África– y financió el primer puente aéreo militar de la historia, trasladando las unidades de élite desde África hasta Sevilla en aviones de la Alemania nazi.

Vivimos una época de economía inmaterial, en la que todo cuanto consideramos sólido acaba por disolverse en el aire. Y si nuestras casas ya no son nuestras —y acaso tampoco nuestras vidas—, ¿a quién pertenecen entonces? ¿Nos hemos convertido en fantasmas de casas y cuerpos que no nos pertenecen? Al contrario, recuperemos los espacios muertos y vacíos para llenarlos de vida. «El hechizo está en hacerlo todo con tus propias manos, convirtiendo cuatro muros en espacios liberados». No temas a ningún fantasma.