La siniestra belleza de las gárgolas de Notre-Dame


Te enseñamos unas antiguas y hermosas postales que reflejan la atracción por ese medio centenar de extrañas esculturas de piedra, verdaderas vigías de las alturas

 

Son postales de 1922 y la belleza de las gárgolas, fotografiadas antes de que se vieran amenazadas por una guerra y posteriores y, en ocasiones, devastadores incendios, sigue emocionando. A través de estas, auténticos bestiarios de piedra con imaginarios dantescos, pueden rememorarse las descripciones de Victor Hugo y su clásico Nuestra Señora de París, en el que hay verdaderos despliegues y derroches de destreza literaria: el narrador contempla París desde lo alto de Notre Dame, el hogar de estas siniestras criaturas, casi como vigías del viejo mundo y siempre envueltas en leyendas, aunque inicialmente su funcionalidad era más prosaica: servir de desagüe al expulsar por sus fauces y bocas el agua que entraba en la estructura. Varios historiadores han reflexionado sobre su naturaleza. Michel Camille señala que «en el siglo XIX, cuando los historiadores se esforzaban por asignar un sentido preciso a cada una de las criaturas que poblaban los rincones de las catedrales, se pensaba que ilustraban ciertos textos como el Salmo XXI, 13: «Sí, tú les harás volver la espalda», o el Salmo XXII, 14- 15: «ávidos contra mí abren sus fauces, como leones que devoran rugiendo. Como el agua me derramo, todos mis huesos se dislocan». Émile Mâle, por su parte, ve otro significado: «esas gárgolas, que se parecen a los vampiros de los cementerios, a los dragones vencidos por los viejos obispos, han vivido en las profundidades del alma del pueblo: han nacido de los antiguos cuentos de invierno». 

Estuvieron a punto de perecer en su totalidad durante los días de la Revolución francesa. A mediados de 1800, el arquitecto Eugéne Viollet-le-Duc y el escultor Victor Pyanet, las reconstruyeron y se instalaron las actuales, que son 56, todas en la llamada Galería de las Quimeras, que une las dos torres de la catedral.