El último duelo de la historia: Le Pen, un bailarín ruso y un marqués que fue mecenas de Dalí

Aunque el encuentro no se hizo público hasta que este terminó, una gran cantidad de periodistas y fotógrafos acudió a cubrir el evento, el último duelo de la historia y que ponía punto y final a una tradición europea de duelos por ultrajes y calumnias, entonces ya prohibida tajantemente. Los protagonistas, un marqués chileno, Jorge Cuevas Bartholín, conocido como George de Cuevas (empresario del espectáculo que había fundado el Grand Ballet du Marquis de Cuevas, simpatizante fascista y excéntrico que solía pasear con raros atuendos y que, además, había sido uno de los mecenas de Dalí) y el bailarín ruso Serge Lifar. El motivo, una discusión subida de tono que acabó con el marqués abofeteando a Lifar, que sangró en un labio, y negándose a disculparse. Cuevas insistió en que él tenía los derechos de Negro y Blanco (Suite en blanc), un ballet de Lifar que estaba siendo representado por la compañía de ballet de Cuevas. Los gritos resonaron en el vestíbulo del teatro Châtelet. Ante la sorpresa de todos, ambos decidieron que arreglarían la afrenta a la vieja usanza, como dos viejos «caballeros», con un duelo. Cuevas apareció con gesto sombrío llevando en el pecho un distintivo militar, un broche de la Legión de Honor que no era suyo y que lo había comprado en una tienda de antigüedades. No fue solo. Lo acompañaban dos hombres. Uno de ellos era el joven Jean-Marie Le Pen, entonces no muy conocido, cuyo partido ultraderechista, el Frente Nacional, había logrado fundar gracias a los millones del marqués, que tenía dinero de sobra desde que se casase con Margaret Strong Rockefeller. Junto a Le Pen se encontraba el español José Luis de Villalonga. El choque también se rodó en cine, en un despliegue de medios sin parangón en la prolija historia duelista.

Cuevas, en el centro, escoltado por Villalonga y Le Pen (con parche en el ojo)

Cuevas, en el centro, escoltado por Villalonga y Le Pen (con parche en el ojo)

«Ninguno sabía esgrima y el resultado fue del todo lamentable»

En aquella mañana fría del 28 de marzo de 1958, nadie apostaba por la victoria de Cuevas, que entonces tenía 72 años, pero su tesón y actitud hizo temblar al bailarín, de 52 años. Y entonces, ante todo tipo de reporteros, incluido un corresponsal del The New York Times, comenzó el duelo con espadas, que duró más bien poco. Ninguno sabía esgrima y el resultado fue del todo lamentable. Al cabo de un rato, ambos contendientes se fundieron en un abrazo y entre lágrimas. Lifar acabó con un pequeño corte en el brazo y Cuevas se marchó visiblemente aliviado del desenlace. The New York Times, en su crónica del duelo, aseguró que este había sido sin duda «el encuentro más delicado de la historia de los duelos en Francia.

Lifar tras ser alcanzado en el brazo

Lifar tras ser alcanzado en el brazo

 

Más tarde, José Luis Villalonga narró lo sucedido en su autobiografía titulada Mi vida es una fiesta (Ediciones B, 1988), del que incluimos un fragmento.

 

Demasiado estúpido para ser cierto

 

Elegido por Le Pen, el campo era un prado de césped perfectamente cuidado, delimitado por dos grandes magnolios a un lado, y por un bosquecillo de alcornoques al otro. Bajo uno de los magnolios, el doctor Vavin había dispuesto, sobre un paño blanco, una serie de frascos y de instrumentos que brillaban con siniestro fulgor entre el algodón hidrófilo y las vendas. Dos enfermeros en bata blanca montaban guardia junto al material.

 

El director del combate —un coronel retirado de aspecto poco atractivo— medía con paso tranquilo el terreno en el que Cuevas y Serge Lifar debían enfrentarse. Treinta metros largos separaban los magnolios del bosquecillo de alcornoques.

 

Cuevas, Le Pen y yo fuimos los primeros en llegar al lugar del encuentro. Tuve que sujetar varias veces por el codo a George, que titubeaba. ¿Era el miedo o el vino tinto lo que hacía temblar sus piernas? Preferí no saberlo. Serge Lifar nos siguió, flanqueado por Cero y el anticuario ruso. El bailarín se movía con una gracia rígida, cercana al anquilosamiento. Periodistas y fotógrafos nos rodearon de nuevo pero, esta vez, manteniendo las distancias. Nadie reía ya. La farsa podía pronto terminar en drama y todo el mundo era consciente de ello. Dos amigos de toda la vida, dos ancianos, iban a cruzar sus aceros ante nosotros por algo que considerábamos una idiotez.

 

Lady Lamington se había negado a asistir al espectáculo: «This is too stupid to be true» («Es demasiado estúpido para ser cierto»), había dicho sin soltar su taza de té.

 

Con un gesto, el director del combate nos indicó que fuéramos a colocarnos junto a los alcornoques. Lifar y sus dos testigos se situaron bajo uno de los magnolios cuyas flores habían cubierto el suelo de grandes pétalos amarillentos.

 

—Hacen juego con su tez —ironizó Cuevas, cuya voz temblaba ligeramente.

 

El doctor Vavin se acercó a nosotros.

 

—¿Cómo se encuentra, marqués?

 

Cuevas esbozó una triste sonrisa:

 

—Como un pez en lejía, doctor.

 

—Su muñeca izquierda, por favor.

 

El doctor Vavin le tomó el pulso con aire preocupado.

 

—De momento va bien —dijo, gruñón—; pero, lo repito, a la menor alteración de su ritmo cardíaco detendré esta estupidez.

 

Nos dejó para ir a examinar a Lifar, que le ofreció su brazo con la elegancia de una debutante invitada a bailar un vals.

 

El director del duelo se colocó en el centro del terreno y nos hizo señal de que nos acercáramos.

 

—Caballeros, ¿conocen todas las reglas del duelo a sable, verdad?

 

—Sí —mintieron serenamente Cuevas y Lifar.

 

—A la primera sangre —explicó el director—, consideraré que el honor está a salvo y detendré el combate. Ustedes tendrán que decidir si desean continuar o no.

 

Un ayudante presentó al director dos sables en su estuche de terciopelo. Parecían nuevos y sus hojas lanzaban destellos.

 

—Se han desinfectado debidamente con alcohol —precisó el doctor Vavin, que se nos había reunido.

 

El director tomó uno de los sables y lo tendió a Cuevas, que lo recibió con una desenvoltura que me pareció demasiado afectada. Lifar, en cuanto tuvo el suyo en la mano, lo usó como un látigo y hendió con destreza varias veces el aire. Parecía dominar el asunto. Cuevas me miró con aire angustiado.

 

—Caballeros... a sus puestos.

 

Los cuatro testigos acompañamos a nuestros dos representados hasta el centro del terreno, luego regresamos a nuestros respectivos emplazamientos, unos bajo los magnolios, y otros junto al bosquecillo de alcornoques.

 

En un silencio mortal, Cuevas y Lifar se quedaron solos, cara a cara, empuñando el sable. Durante un largo, largo rato, no sucedió nada. Ambos hombres se miraban con intensidad, muy pálidos, crispadas las mandíbulas y con la mirada endurecida por el miedo.

 

Lifar, más joven, más elástico, esbozó por fin algunos pasos hacia adelante y hacia atrás —fue bastante hermoso—, como un torero que palpa el terreno bajo sus pies antes de excitar al toro para clavarle las banderillas. Cuevas no reaccionó. Encogido sobre sí mismo, atento, permanecía sin moverse. Entonces, Lifar, enardecido, repitió sus pasos de danza. Nada. Cuevas, inmóvil, mantenía el sable, peligrosamente dirigido hacia el pecho de Lifar. Le habría bastado un paso, uno solo y... Pero no lo dio. El bailarín perdió la paciencia. Avanzó y retrocedió de nuevo, ligero y estremecido, semejante a una mariposa nocturna fascinada por una llama. Nada aún. Sólido, imperturbable, Cuevas con el sable tendido ante sí, seguía sin moverse.

 

—Se observan, se estudian... —murmuré para mí.

 

Le Pen, que me había oído, repuso:

 

—¡Se están cagando de miedo!

 

De pronto, sin previo aviso, aullando en ruso una palabra que nadie comprendió, Lifar se lanzó al ataque. Pero lo hizo con el sable en alto, evidenciando su deseo de no tocar al adversario. Sorprendido por el inesperado salto de su rival, Cuevas barrió el aire ante sí para defenderse y su sable golpeó con violencia el muslo izquierdo de Lifar. Oí que este exclamaba: «¡Ah, no!...». Iba a saltar de nuevo, con el sable más bajo esta vez, cuando resonó la voz del director:

 

—Caballeros... ¡fin del primer asalto!

 

El doctor Vavin corrió hacia nosotros con el estetoscopio en la mano.

 

—Permita que le examine, marqués.

 

—¡Pero si estoy muy bien! —protestó Cuevas.

 

Auscultó largo rato su corazón. Cuando hubo terminado, dictaminó:

 

—Su corazón comienza a galopar, marqués. Le autorizo otro asalto. Pero solo uno, lo contrario sería una locura.

 

—Muy bien, doctor —respondió Cuevas dignamente—, siendo así... ¡voy a atravesarle!

 

Con el cronómetro en la mano, el director del combate gritó:

 

—Caballeros... ¡sitúense para el segundo asalto!

 

El segundo asalto comenzó exactamente como el primero. Absolutamente inmóviles los dos. Lifar se sentía ultrajado por el golpe recibido en el muslo y se disponía a hacer pagar muy cara la traición de Cuevas. Por lo que a este respecta —yo le conocía muy bien— tenía de pronto el rostro de las grandes ocasiones. Marmóreo. Pero esta vez, con un brillo en la mirada que no presagiaba nada bueno.

 

Lifar comenzó de nuevo a brincar, manejando el sable como un espadachín de película, convencido de que no corría riesgo alguno. Cuevas seguía con mucha atención los menores gestos de su rival. De pronto, con voz alta y clara, anunció:

 

—¡Y ahora, cosaco de mierda, te voy a pinchar!

 

Sorprendido por el insulto, Lifar permaneció unos segundos con el sable en alto, boquiabierto. Fulgurante, Cuevas se lanzó hacia adelante con sorprendente estilo... Lifar solo tuvo tiempo de cruzar los brazos para protegerse el pecho. La punta del sable de Cuevas se hundió varios centímetros en el bíceps del bailarín. Lifar lanzó un grito de dolor, seguido de una imprecación en ruso. Al ver la sangre que corría, Cuevas se puso lívido. Arrojó su sable a lo lejos y se precipitó hacia Lifar con los brazos abiertos.

 

—¡Serge, Serge! ¡Qué he hecho!

 

El marqués sollozaba, desesperado. Lifar actuó con extremada dignidad. Estrechó al viejo amigo contra su pecho cubierto de sangre y le consoló amablemente:

 

—No es nada, George, no es nada... Ha sido en el músculo del brazo.

 

En cuanto el bailarín le soltó, Cuevas cayó de espaldas, desvanecido. Le Pen, que miraba la escena asqueado, escupió con desprecio:

 

—¡Ah, estos metecos! Siempre serán los mismos.

 

Cuevas regresó a París en ambulancia, medio desvanecido. Sentado junto a él, Lifar le sostenía la mano.

 

La llegada al Quai Voltaire fue una apoteosis. Los viejos criados lloraban, los pequineses ladraban, la Bibesco recitaba a Racine, Jacqueline de Ribes preparaba dry-martinis, Guerrico rezaba arrodillado ante una virgen de su país, Larrain se ponía la inyección que tenía que haber administrado al marqués y monseñor Julio Eizaguirre de Las Cuevas Piedrahita de Guana y Simonel bendecía a los combatientes, perdonándoles por haber pecado, oh, muy venialmente, puesto que solo se habían portado como los caballeros que eran.

 

Aprovechando que su patrón fingía no verles, las bailarinas rusas se entregaban a desenfrenadas czardas mientras Lifar añadía al vodka algunas gotas de su propia sangre.

 

Fue una larga, hermosa y dura jornada, como me hubiera gustado vivir muchas otras.

 

Por la noche, Salima y yo hicimos el amor en mi buhardilla de la calle de Saint-Pères, con una violencia que nos asustó. Nada mancha y nada lava como la sangre, ha escrito cierto filósofo francés. Y nada excita tanto los sentidos de un español.