El salto generacional


¿Nos hacemos mayores y empezamos a no entender cosas? ¿Ya no se hace música como la de antes? Alana Portero reflexiona sobre eso y sobre el salto generacional a propósito de la aparición del disco de la exconcursante de Operación Triunfo Amaia: «Entiendo que ese tiempo de las grandilocuencias ha pasado, los grandes relatos —decepcionantes— van cayendo en el olvido e incluso la posmodernidad agoniza»

                                 POR ALANA PORTERO

Durante las retransmisiones de OT 2017 yo era de las que intentaba buscar como fuese el rato de los lunes noche para ver a Amaia. El resto de concursantes me daban un poco igual, si podía ver más programa, lo hacía, pero con mi dosis semanal de amaiazos tenía bastante. Disfrutaba lo mismo de las actuaciones que del montaje semanal de las andanzas de la genia de Pamplona en la academia. Por inteligente, por descarada, por natural, por talentosa y por indomable. Amaia tiene la cualidad de mandarte a tomar por culo con cierta dulzura y esto la hace aún más asertiva. Esos ramalazos unidos a sus ratitos a solas con el piano arrancándose por El Kanka, The Animals o La Zarzamora me daban la vida entera y contribuían un poco más a mi admiración por una generación que lo tiene muy difícil y que le pone un humor fatalista a la vida que me resulta envidiable.

PERO NO PASA NADA

«Quiero hacerme un moño y regañar a la juventud entera, quiero cruzarme la rebeca a mala hostia y ser hostil porque no he obtenido lo que quería del disco»

La espera para su primer disco, este año y medio, presagiaba lo mejor. A mí desde luego me tenía rendida y ese saber parar los pies a la máquina de  promoción me parecía —y me sigue pareciendo— muy Amaia. Iban saliendo algunas muestras que me dejaban fría —excepto «Un nuevo lugar» que en su sencillez cristalina me sigue pareciendo una pequeña maravilla—. Pero la confianza seguía férrea en el trabajo callado de Amaia.

Sale Pero no pasa nada y me lanzo a escucharlo una madrugada mientras cuido a mis padres. La primera escucha no llega a ser completa porque me duermo en la tercera canción. La segunda me deja con cara de interrogación, como si acabase de escuchar una introducción de media hora y me hubieran quitado el disco cuando estaba a punto de comenzar de verdad.

Como las circunstancias no son las más adecuadas, les echo la culpa y sigo creyendo en el disco. Al día siguiente, en el autobús de vuelta a casa lo escucharé bien y me será revelada la verdad de las canciones, seguro.

Amaia durante una gala de OT 2017

Amaia durante una gala de OT 2017

SALTOS GENERACIONALES

«Mi generación, la X, egoísta, facha y rencorosa como ninguna, está educada en determinados rituales que nos visten con las falsas ideas de la importancia y el tomarnos muy en serio, la forma de escuchar música es uno de esos rituales»

Llega el autobús a la parada de destino, me ha dado tiempo a escucharlo una vez y media y la Pilar Primo de Rivera que llevo dentro está lista para asomarse a tuiter y reconvenir a la señorita Romero por su traición. Quiero gritar como una vieja falangista que estoy decepcionada, aburrida, que me está saliendo moho en las axilas del petardo inane que acabo de escuchar y que lo de Amaia se ha convertido en el parto de los montes. Quiero hacerme un moño y regañar a la juventud entera, quiero cruzarme la rebeca a mala hostia y ser hostil porque no he obtenido lo que quería del disco. Quiero darme un toquecito de anís y llamar a Amaia triunfita a boca llena. De repente Alfred me cae bien. De repente me interesa lo que Nadal tenga que decir. De repente quiero gritar a la interfaz de spotify «ni indie ni india» y hacer ver al mundo —las cuatro criaturas buenas y pacientes que me siguen en las redes— que ya no se hace música como la de antes.

Ya tecleando me saltan las alarmas y la poca cordura que me asiste me tira del bajo de la rebeca antes de que me ponga una vez más en evidencia.

Lo veo claro. Estoy educada en los excesos drogadictos de la música de los 60 y los 70, en el barroquismo de las divas pop de los ochenta y en mi adquisición de identidad gótica de los 90 con su poquito de metal extremo. De The Doors y Dylan a Christian Death y London After Midnight. Con Pero no pasa nada pasa lo que tenía que pasar tarde o temprano: es la primera vez que un salto generacional me abofetea en la cara y soy plenamente consciente de que me estoy haciendo mayor. Una vez que se me retira de la espalda la fría mano de la muerte pienso que, quizá, el paradigma ha cambiado y es Amaia la primera voz de la generación Z y de los últimos millenials que traspasa la cúpula del mainstream.

Bob Dylan, Christian Death y The Doors

ESE OTRO MUNDO

«Es otro mundo, es otra generación mucho más humilde que cuenta las cosas que les pasan de verdad, no epopeyas para alimentar el ego o cripticismos poéticos lisérgicos»

Escucho el disco una cuarta vez y me siento como una abuela esquimal a la que acaban de abandonar en un iceberg que se aleja despacito, una abuela que hace así con la manita y se despide de los niños de la aldea. No sé si es para tanto el drama, pero aquí hemos venido a performar hasta las últimas consecuencias. Mi generación, la X, egoísta, facha y rencorosa como ninguna, está educada en determinados rituales que nos visten con las falsas ideas de la importancia y el tomarnos muy en serio, la forma de escuchar música es uno de esos rituales; guardarse los discos para primeras escuchas solemnes, exigir significados hondísimos a casi todo —como si los hijos de la transición supiéramos algo sobre la hondura— y una búsqueda incesante de himnos, de representación, de actos de comunión generacional que nos hagan sentir un poco menos mediocres. A estas alturas ni puedo, ni quiero cambiar eso. Pero entiendo que ese tiempo de las grandilocuencias ha pasado, los grandes relatos —decepcionantes— van cayendo en el olvido e incluso la posmodernidad agoniza.

Dos generaciones señalan el camino de la irrelevancia con mucha gracia, con mucha inteligencia y con mucho valor. Millenials y zetas nos ceden el paso con un respeto que no nos merecemos, somos la generación del abuelo Simpson gritándole a las nubes, después de arrasar con todo pedimos a los que vienen que lo arreglen y que lo hagan a nuestro modo.

Llega la sexta escucha del disco y estoy un poco triste. El tiempo pasa, me hago mayor y empiezo a no entender cosas. Luego me asomo a las redes y leo a un montón de jóvenes inteligentísimas encantadas con Amaia, su disco y su ethos. Pilar Primo de Rivera atardece y la vieja esquimal se aleja, ahora, a mis cuarenta y un años, me siento como una madre tardía o una abuela joven que miran a sus descendientes con cariño, que no necesitan entender todo lo que les pasa para quererlas y admirarlas. No necesito entender el disco de Amaia, ni ella necesita que yo lo entienda. Es otro mundo, es otra generación mucho más humilde que cuenta las cosas que les pasan de verdad, no epopeyas para alimentar el ego o cripticismos poéticos lisérgicos; se echan de menos y lo cuentan tal cual, se comunican de otro modo y así se plantea en sus creaciones, les hemos arrinconado materialmente y si no vamos a ayudarles, como mínimo les deberíamos dejar en paz.

A la séptima escucha sonrío, veo algún videoclip, leo más opiniones de fans y ya me da igual todo, lo único que quiero es asegurarme de que Amaia, sus seguidoras y toda su generación se pongan la Rebequita por si refresca o feirles un huevo si se han quedado con hambre.


Sigue a Alana Portero: La «doble muerte» de Paloma