Daja-Tarto, el faquir de Cuenca que soñó con ser torero

Desde su debut en los escenarios del circo Price, la historia de Daja-Tarto, el príncipe de Kapurtala que nació en Cuenca, está plagada de hazañas y extravagancias difíciles de digerir, incluso viniendo de un faquir con un estómago a prueba de cemento armado.


«¡Señoras y señores, tengo el honor de presentarles a Daja-Tarto, un artista de clase excepcional que va a realizar varios experimentos científicos sin truco de ninguna clase. ¡Asombro de la Ciencia Médica! Ruego a las señoras, en particular, que no sufran ni se emocionen, Daja-Tarto es insensible al dolor. Y observen con qué naturalidad ejecuta sus experimentos». Suenan los primeros acordes de una sugestiva música, compuesta para la ocasión por el entonces director de la orquesta del Circo Price, el maestro Bienvenido García. Un harén de exóticas bailarinas recibe entre aplausos a un hombre con turbante que desciende a la pista por una escalinata. Se despoja ceremonialmente de su capa y antes de comenzar la demostración, hace una pausa dramática para beber agua. «¡Que se coma el vaso!», brama desde las gradas un espectador impaciente. Para contentarle, el faquir engulle el vidrio con una parsimonia asombrosa. Y de postre, un puñado de fruslerías cedidas amablemente por el público, como unas gafas, una insignia de la Logia de Oriente o un bigote postizo.

A la semana siguiente, nuestro protagonista es requerido por el Hospital General de Madrid para hacerle unas radiografías. Le invitan a comerse una bombilla, le suministran una papilla que contiene bario, un líquido opaco al paso de los rayos X y enmarca perfectamente el tubo digestivo. Los médicos se asombran al ver como los fragmentos de cristal avanzan por el tracto intestinal sin provocar perforación alguna. «Daja-Tarto ha sabido desafiar a la ciencia -publica la revista Estampa- y el destino se pone de su parte». Lo mismo da que se perfore los carrillos y la garganta con agujas de acero; que trague serrín, cemento o tiza, beba plomo fundido o mastique cuchillas de afeitar. Que suba descalzo por una escalera de sables puestos de canto como peldaños, se introduzca el filo de un puñal por las fosas nasales o sea pisoteado sobre un lecho de botellas rotas… Acabará el espectáculo sin haber derramado ni una gota de sangre. Invencible e irrefutable, como un dogma de fe.

Décadas más tarde, el periodista Alfredo Marqueríe elogió las dimensiones literarias de su amigo haciendo alarde de su prosa falangista: «¡Qué novela se podría escribir con este personaje…! ¡Qué novela en la que el autor, sin poner nada de su parte, limitándose solamente a transcribir los episodios descomunales de la existencia del faquir, crearía un ámbito y un espacio de fantasía y de magia, de inverosimilitud verosímil, de surrealismo real…! ¡La vida en muchas ocasiones da ciento y raya a la más fértil y fogosa fantasía!». Si nos atenemos a las truculentas hazañas recogidas en La insólita vida del faquir Daja-Tarto contada por él mismo (publicada por Colón Icaria en 1990 y actualmente descatalogada), tampoco es de extrañar que Juan Manuel de Prada le calificase como «un mártir de barraca que sustituyó los cilicios por las alfombras de púas y las dietas de vidrios rotos».

«Un mártir de barraca que sustituyó los cilicios por las alfombras de púas y las dietas de vidrios rotos»

Gonzalo Mena Tortajada nació en Cuenca el 10 de enero de 1904. A los nueve años de edad se trasladó a Madrid donde su padre, que hasta entonces había sacado adelante a la familia con un modesto empleo de sastre, consiguió trabajo en la Dirección General de Seguridad. Empujado por la vida callejera de la capital y su naturaleza indómita, el pequeño Gonzalo pasó breves temporadas en el Correccional de Santa Rita y su padre, preocupado, lo colocó como botones en el Hotel Ritz. Por aquellos pasillos y escaleras llevó las maletas de grandes personalidades extranjeras, como Charles Chaplin y Francisco Cambó, y españolas, como el Conde de Romanones y Antonio Maura.

Para desgracia de su padre, aquel primer roce con la fama sirvió de preámbulo a sus andanzas taurinas. Formando cuadrilla con las jóvenes promesas Emilio Méndez, Sacristán, Fuentes y Ramón Corpas, nuestro audaz Gonzalo decidió ponerse el mundo por montera. Aprovechando un día libre, viajó a Talavera de la Reina para ver una corrida de Joselito, en compañía de un maletilla con fama de liante y apodado Santitos; precisamente la fatídica tarde en que el diestro sevillano falleció corneado por Bailaor. Debido al tumulto que se organizó en la plaza, Gonzalo y su acompañante perdieron el tren de vuelta y, temeroso de la reacción de su padre, el chaval emprendió una huida hacia adelante que le llevó a Barcelona, donde se enroló como ayudante de cocina en un barco con rumbo a Melilla. Su don de la oportunidad le llevó a ser testigo del desastre de Annual e ingresar en un Hospital de Infecciosos tras contraer el tifus. Años más tarde, durante una de sus actuaciones en El Pardo, recordará la bandera del Tercio, custodiada por el teniente coronel Millán Astray y el comandante Francisco Franco, siendo jaleada a su paso por los colonos españoles. A continuación, destrozará la vajilla del palacio ante los atónitos ojos de la mismísima Carmen Polo y masticará la copa con la que acababa de brindar con el Caudillo.

Aunque su autobiografía incurre en numerosas contradicciones y bailes de fechas, se cree que Tortajada regresó a Madrid como aspirante a matador en 1924. Participó en algunas capeas y finalmente consiguió torear cuatro novilladas sin caballos bajo el nombre de Arenillas de Cuenca. Frustrado por la nula repercusión de sus faenas, se incorporó al servicio militar, que realizó en parte en Barbastro, en la provincia de Huesca, donde se aficionó a la lectura. Los primeros en cautivar su imaginación fueron Julio Verne y Alejandro Dumas, y más tarde un libro titulado Misterios de la India despertó en él la vocación del faquirismo. A medida que leía y releía sus páginas, fue adaptando aquellas proezas a su peculiar método autodidacta. Al acatar los rigores de la disciplina castrense, sometió su cuerpo a toda clase de pruebas, de modo que, cuando finalmente se licenció, estaba ya preparado para montar su propio número.

Por aquel entonces comenzó a frecuentar el Café Madrid para codearse con las gentes del circo y las variedades, en busca de una oportunidad para demostrar su temeridad sobre un escenario. Sabiéndose sobrado de agallas pero falto de carisma, decidió que lo mejor sería hacerse un nombre a su medida. Corría el año 1927 cuando el faquir Daja-Tarto se dio a conocer de la mano del representante de artistas Pascual Escudero. Siguiendo una estrategia similar a la empleada en Hollywood para promocionar a la vampiresa del celuloide Theda Bara, cuyo seudónimo era un anagrama de la muerte árabe (Arab Death), Gonzalo Tortajada invirtió su apellido para ocultar sus raíces conquenses. Disfrazado de príncipe indio, con turbante, casaca, botas altas con pedrería, alfanje y capa de raso, recorrió el país actuando en locales y salas de fiestas de las principales ciudades, compartiendo cartel con los mejores artistas de la época. Durante una de sus giras por provincias conoció en Santander a la ex-miss Castilla llamada Dionisia Gallardo con la que se casaría en febrero de 1932; desde entonces, la faquira paterneri, como él la llamó, jugando con las letras de la palabra partenaire, le acompañó siempre en sus actuaciones, para restar algo de crudeza a sus atroces exhibiciones.

DAJA-TARTO Y DIONISIA RETRATADOS POR SANTOS YUBERO (CIRCA 1940) / ARCHIVO REGIONAL DE LA COMUNIDAD DE MADRID.

Sobrado de agallas pero falto de carisma, el faquir invirtió su apellido para ocultar sus raíces conquenses

Con el tiempo, Daja-Tarto volvió a saltar al ruedo sin desprenderse de su atuendo hindú. Contratado por el célebre Llapisera, pionero del toreo bufo y auténtico creador de la chicuelina, su espectáculo se incorporó al desfile de enanos, payasos y forzudas que incluía a un motorista rejoneador, acróbatas y malabaristas. Siempre dispuesto a sorprender a su audiencia, decidió emular a Simón el mago y solicitó ser enterrado en el centro de una plaza de toros durante el tiempo que duraba una corrida, algo que intentó con éxito al menos en un par de ocasiones, pero que a punto estuvo de costarle la vida una tarde en que la lidia se alargó más de lo habitual y empezó a faltarle el aire. Mayores consecuencias tendrían la aparatosa cogida que sufrió durante una actuación en Las Ventas, cuando el asta de un novillo se le enganchó en la manga y le arrojó dos metros por los aires. O la vez que intentó hipnotizar a un toro bravo que le terminó embistiendo en la mejilla. Porque, en ocasiones, las cosas se torcían; pero, aún malherido, Daja-Tarto siempre salía bien parado. Incluso al ingerir un tipo de cemento rápido que, en contacto con la saliva, fraguó hasta aprisionar la dentadura del faquir, haciendo necesario el uso de martillo y cincel para que pudiera volver a abrir la boca.

O peor aún, cuando tras fracasar en Valencia y en Lisboa, consiguió permanecer crucificado durante 400 horas en Coimbra. El público acudió en masa y se recaudó el dinero suficiente para saldar la enorme deuda de juego que la semana anterior había contraído en el Casino de Estoril. En vista del éxito obtenido y una vez agujereadas las palmas de las manos, ¿por qué no utilizarlas para futuras actuaciones? Así fue como el faquir ordenó a un herrero local que le fabricase unos clavos especiales que pudieran encajarse mediante una tuerca a una rosca incorporada en dichos orificios pero, debido al uso y la falta de higiene, terminaron por gangrenarse y casi le cuestan la amputación.

En plena Guerra Civil, paseó sus cicatrices por las ciudades ocupadas por el ejército sublevado y actuó durante algunos meses para las tropas del general Aranda, para quien organizó sesiones privadas de espiritismo a las que acudían a menudo los espíritus de Felipe II y Napoleón Bonaparte. Finalizada la contienda, Daja-Tarto intentó retomar las giras bajo el paraguas de su propia empresa hasta que, a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, su estrella comenzó a apagarse. Sus apariciones en cine y televisión se volvieron cada vez más esporádicas y sus rasgos se fueron difuminando hasta resultar irreconocibles para una nueva generación de espectadores. Atrás quedaban sus noches de gloria en el Price y sus aplaudidos cameos en películas junto a María Félix, Ana Mariscal y Rafael Durán.

Su último deseo fue que su ataúd estuviera forrado de cristales rotos y su cuerpo envuelto en papel de lija

El prolífico Pedro Lazaga debió pensar que un faquir y un marajá eran prácticamente lo mismo, dos figuras intercambiables. Por eso, cuando necesitaron a un hindú rico para ser desplumado de sus joyas por La cuadrilla de los once (1963) recurrieron a Daja-Tarto para una breve escena que le dio la oportunidad de ver por última vez su nombre cerrando los créditos, antes de abandonar de manera abrupta, y esta vez para siempre, el mundo del espectáculo. Ocurrió en 1969, durante el rodaje de Cañones para Córdoba, un western realizado en España y dirigido por Paul Wendkos en el que Daja-Tarto ejecutaba ante la cámara su famoso número del puñal. En el preciso instante en que lo introducía en una de sus fosas nasales, un tropiezo con un cable provocó que un foco se volcase sobre su cabeza. El turbante amortiguó el golpe y, tras reponerse de un pequeño mareo, el faquir consiguió extraer el filo sin aparentes daños. Pero al cabo de un rato, mientras se cambiaba de ropa, notó que por el ojo derecho no veía más que hacia arriba y, tras examinarle, un oftalmólogo le anunció que se le había desprendido la retina. Después de llevar el asunto a magistratura, porque el seguro no le quería pagar nada, consiguió que le dieran el certificado de invalidez.

Al conocerse la noticia, los Hermanos Tonetti acordaron con el Club de los Payasos y Artistas del Circo que el gran Daja-Tarto se despidiera del público madrileño con la concesión de la Medalla de Oro del Circo. En su lugar, acudió a la ceremonia Gonzalo Mena Tortajada, vestido de paisano. En la pista, rodeado del elenco de la función, Pepe Tonetti le impuso el reconocimiento a toda una carrera dándole un abrazo. A los pocos días, recibió una carta de José María Izquierdo, director del Museo de Cera de Madrid, para que se pasara por la plaza de Colón para inmortalizarle en una de sus salas. La figura lucía un vistoso traje de faquir cedido por él mismo, con la cara y el cuello atravesados por largas agujas; el puñal clavado en la nariz y un par de clavos de plata hundidos en las palmas de las manos. Un ecce-hommo del show businness que al poco tiempo sería retirado y almacenado en un almacén tan oscuro como la memoria de España.

daja tarto en La muerte viaja demasiado (josÉ maría forqué, 1965)

Tortajada pasó sus últimos años disfrutando de la vida hogareña, en compañía de su mujer, su perrita y una de sus hijas, participando en tertulias radiofónicas y escribiendo un insólito libro de memorias que nunca llegó a ver publicado. El 30 de octubre de 1988, el telón cayó para él. Su último deseo fue que su ataúd estuviera forrado de cristales rotos y su cuerpo envuelto en papel de lija. Pocos años antes, unas líneas suyas escritas a raíz de la victoria electoral del PSOE deseaban a Felipe González «clarividencia divina para gobernar al pueblo español»., al tiempo que se definía a sí mismo como «una persona apolítica». Cuesta digerirlo, incluso viniendo de alguien con un estómago a prueba de cemento armado.