Un gallego en la tribu de los jíbaros

A principios del siglo XX, un emigrante ourensano con alma de aventurero y contrabandista se adentró en la selva amazónica. Años más tarde, regresó a la civilización convertido en Alfonso I, rey de los jíbaros.


En 1934, el diario español Ya se hizo eco del sensacional suceso: «Un día, por el Amazonas, descendió una nave extraña. En su centro, una especie de túmulo cubierto de follaje. A popa, las banderas de Perú y de España a media asta». Un hombre extremadamente delgado, de piel muy blanca, ojos de gato que escudriñaba tras unas gafas redondas y cabello rubio-rojizo, lideraba la embarcación que sorteaba las traicioneras bajantes del Pongo de Manseriche, al noroeste de Perú. Ildefonso Graña Cortizo, natural de Amudal, una de las nueve parroquias del Concello de Avión, en la provincia de Ourense, se hacía acompañar por un séquito de indígenas a los que precedía su fama de feroces guerreros y disecadores de cabezas: los temibles jíbaros. Con la única ayuda de unas rudimentarias pértigas de madera, la tripulación luchaba por mantener el rumbo río abajo y seguir la misma ruta que emprendían, al menos dos veces al año, para vender su mercancía en el puerto de Iquitos. Pero esta vez la carga que custodiaban era mucho más siniestra.

Días atrás, tres hidroaviones de la Fuerza Aérea Peruana se vieron obligados a posarse sobre el río Nieva como consecuencia de una fuerte tormenta. Uno de ellos intentó despegar de nuevo, pero literalmente se estampó contra unos árboles. El piloto murió y el mecánico resultó herido. Ambos yacían sobre los maderos de la embarcación, en compañía de los restos del fuselaje. Graña había ordenado a los suyos que lo recuperasen de las entrañas de la jungla para entregárselo a las autoridades, junto al cadáver embalsamado que transportaban en un ataúd para que sus familiares pudieran darle cristiana sepultura. «Maravilloso gesto de señor —se congratulaba el reportero— por el que el gobierno del Perú le confirmó el disfrute exclusivo y perpetuo de las salinas de su reino y le autorizó oficialmente a seguir dominando la zona». Porque aquel intrépido gallego que, como tantos otros, había emigrado a América en busca de fortuna y sin apenas saber escribir su nombre, reinó durante aproximadamente doce años «una zona comprendida entre los ríos Nieva, Santiago y Alto Pastaza; en una extensión como la de Andalucía, Extremadura y Castilla La Nueva juntas», habitada por una tribu inmensa que hasta entonces se había mostrado hostil al hombre blanco y, en cambio, a él le rendían pleitesía.

Barcazas con el hidroavión llegando a Iquitos

«“¿Qué hay hacia el Oeste?”. “Nada”, le contestaron. El misterio para hollarle, la tiniebla para rasgarla»

Bautizado por los periodistas como Alfonso I, rey de los jíbaros, su figura cobró dimensiones legendarias con el paso del tiempo. Gracias a la encomiable labor documental llevada a cabo por su biógrafo, el empresario y etnógrafo ovetense Maximino Fernández Sendín, sabemos que, por un tiempo, más o menos a partir de 1910, se dedicó a la recolección de caucho, hasta que la crisis del sector le despertó la vocación de aventurero y se adentró en los confines inexplorados de la exuberante Amazonía. Hay quien dijo que para huir de las autoridades tras matar en defensa propia a un capataz durante una trifulca; en busca de un yacimiento de oro o ejerciendo de contrabandista. «Alfonso Graña preguntó sencillamente, “¿qué hay hacia el Oeste?”. “Nada”, le contestaron. El misterio para hollarle, la tiniebla para rasgarla —prosigue con su epopeya el periodista Víctor de la Serna— Como por el Oeste no había nada, Graña partió para el Oeste; solo y analfabeto igual que había partido, también para el Oeste, desde Ribadavia hasta Nuestra Señora de la Mar Dulce». Sin embargo, sabemos que lo hizo en compañía de un par de paisanos que, como él, rechazaron el mísero jornal que les ofrecían a cambio de explotar unos recursos naturales que no les pertenecían. El más prudente de los tres, se echó atrás a tiempo para embarcar hacia los Estados Unidos, y del menos afortunado nunca más se supo. Puede que pereciera en una emboscada a manos de los mismos jíbaros que acogieron en su seno a Alfonso, el extraño extranjero del que se encaprichó la hija del jefe de la tribu. Para el resto del mundo, Alfonso Graña había muerto.

También para su amigo Cesáreo Mosquera, vecino de Costeira (Ribadavia), un ferviente republicano que había combatido en Filipinas y fundado en Iquitos la famosa librería Amigos del País, un centro de reunión para aquellos nostálgicos de la colonia española que acudían allí para ponerse al día sobre las novedades de la patria. De vez en cuando, llegaban a sus oídos rumores que él creía infundados acerca del caudillo blanco de los jíbaros. No en vano, desde el sur del Orinoco, cruzando el Alto Amazonas hasta alcanzar la parte aledaña de la famosa cascada del Salto del Ángel en el fantástico parque nacional de Canaima, allá, donde el vacío verde es tan extenso que de tan inmenso es inabarcable; más allá de las faldas de la cordillera andina, los Aguaruna y los Huambisas eran famosos por su apetito insaciable de sangre y carne humana. Especialmente si era europea.

de izquierda a derecha: alfonso graña (1), los indígenas bisuma (2) y ambuxo (3) y cesáreo mosquera (4).

La figura de Alfonso Graña, que parece salida de una novela de Joseph Conrad, se torna más oscura a medida que nos acercamos.

Cuando Graña regresó de entre los muertos unos años más tarde, lo hizo escoltado por una comitiva de barcas repletas de pescado en salazón, carne curada y ahumada, animales exóticos y botellas de sangre de drago. Y envueltas en viejos periódicos, las cabezas cortadas de sus enemigos, reducidas al tamaño de un puño. En Iquitos le esperaba ansioso el librero Mosquera, dispuesto a desempolvar su vieja máquina de escribir para documentar las proezas de su amigo: de cómo, tras la muerte de su suegro, se ganó el respeto de sus súbditos al negociar la paz con sus tribus rivales, construyendo molinos y enseñándoles a extraer sal de las lagunas. Sobre los secretos de la ayahuasca, «que toman desde chiquitos. Se van a dormir al monte y ven al diablo, víboras de todas clases y gente blanca. No la toman por curar nada sino por soñar».

El sueño forma parte del mito. Y la figura de Alfonso Graña, que parece salida de una novela de Joseph Conrad, se torna más oscura a medida que nos acercamos. En 1928, las hazañas del capitán Francisco Iglesias Brage y su copiloto Ignacio Jiménez Martínez avivaron el orgullo nacional. A los mandos de su aeronave, el Jesús del Gran Poder, consiguieron completar la travesía del Atlántico Sur en un vuelo sin escalas entre Sevilla y Bahía (Brasil) y, según informaba la prensa española, Iglesias Brage se preparaba para afrontar el reto más ambicioso hasta la fecha: la Expedición Iglesias al Amazonas, que el ABC no dudó en calificar como «el proyecto científico más relevante de España del siglo XX».

Su empeño por recuperar la tradición de las expediciones españolas suspendidas a mediados del siglo XIX contaba con la aprobación de las autoridades del Gobierno de la República Española y el beneplácito de la Fundación Nacional para Investigaciones Científicas y Ensayos de Reformas, gracias al apoyo de un patronato presidido por el doctor don Gregorio Marañón, cabeza visible de la Real Sociedad Geográfica, y otras personalidades relevantes de la cultura española como don José Ortega y Gasset, don Ramón Menéndez y Pidal y don Fernando de los Ríos, entonces ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes.

el Capitán Francisco Iglesias Brage posando (arquivo do reino de galicia).

«Hace cuatro años que anda perdido por el Matto Grosso un explorador inglés y han salido destacamentos a buscarlo inútilmente. La selva se lo traga todo»

En uno de sus artículos para Crónica de la Expedición Iglesias al Amazonas, el periodista Víctor de la Serna (hijo de la celebrada escritora Concha Espina y futuro militante falangista) alude a la conquista de una «zona ciega para el conocimiento del europeo. Jamás planta civilizada ha pisado aquella inmensa mata llena de atroces peligros, allí donde una invasión de hormigas puede destruir en unos minutos un poblado, y donde un bichito así de chiquitín acaba con un hombre en el espacio de un sueño». Se refiere a los dominios de Graña, quien no duda en pronunciarse al respecto: «Yo pongo a disposición del capitán cinco mil indios».

En una carta dirigida «Al aviador Iglesias, España», Mosquera advirtió al ferrolano sobre los peligros a los que se enfrentaba: «Supongo que será una broma, pero si no lo es, aquí estamos Graña y yo. Pero en menuda se va usted a meter. Hace cuatro años que anda perdido por el Matto Grosso un explorador inglés y han salido destacamentos a buscarlo inútilmente. La selva se lo traga todo». Consciente de que la mención a Percy Harrison Fawcett resultaba intimidante para cualquiera, añade: «Pero bueno, siendo usted gallego, la cosa cambia. Escríbame porque podemos serles útiles Graña y yo cuando ustedes hagan la locura de caer por acá». Iglesias Brage aceptó de buen grado la invitación y mantuvo una extensa correspondencia con Mosquera que se prolongará durante cuatro años. Centenares de pliegos mecanografiados en el pintoresco castellano, medio agallegado y medio acriollado, con el que se expresaba el librero, y que aportaron toda clase de datos topográficos e informaciones valiosísimas para la expedición, tomadas desde el terreno por el propio Graña.

Graña, en Iquitos, con las hijas de su amigo Cesáreo Mosquera.

Aquel hombre escuálido y de apariencia enfermiza, orgulloso rey de una selva y varios miles de indios, le producía una sana envidia

Cuando el rey se presentaba en Iquitos con «sus» jíbaros, les llevaba al cine, les compraba helados, escuchaban juntos la radio y les montaba en el Ford descapotable de su amigo Cesáreo para que conocieran la ciudad. «Acaba de llegar en este momento, a las dos de la madrugada relataba en uno de ellos MosqueraViene con indios. Hacía dos meses que no lo veía. Los indios son buenos tipos. Esta noche va a dormir y mañana los va a llevar a ver el cinematógrafo y a cortarles el pelo. Es una manía de Graña. Son gente pacífica. Solamente de vez en cuando se suprimen entre ellos. Y alguna vez tócanos a nós». La carta venía acompañada de una fotografía en el que uno de los indígenas posa junto a las hijas de Mosquera, después de cortarle el pelo y vestido con frac y un sombrero de copa cedidos para la ocasión por la logia masónica de Iquitos. «Este indio es de los que ha traído Graña. (…) Le hemos puesto ropa de civilizado (…) Ha matado a seis de sus compadres y todo por mujeres. Oiga, Iglesias, ¿qué diría Marañón de este Don Juan?».

El jíbaro Bisuma en Iquitos.

El sueño de Iglesias Brage se acabará frustrando por el comienzo de la Guerra Civil española; mientras tanto, Graña suministró a Iglesias Brague una buena colección de plantas locales con diferentes usos medicinales, remedios que años después fueron utilizados y explotados por la industria farmacéutica, especialmente estadounidense. Tampoco era la primera vez que ocurría: en 1926, la Standard Oil, petrolera propiedad de los Rockefeller, quiso explotar los pozos petrolíferos del alto Amazonas y tuvo que pactar con Graña las condiciones para llevar a cabo los sondeos necesarios. Al fin y al cabo, sólo él conocía dónde brotaba el petróleo de aquellas tierras y podía evitar que las hordas de aborígenes atacaran a los expedicionarios gringos. «Es como alquitrán —le confió a su amigo Mosquera— siempre sale con agua;  pero hay vetas bien abundantes. Yacimientos, que dicen, hay como setenta y tantos, y siempre distantes. No se puede calcular».

La autoridad que ostentaba sobre aquel vasto territorio silencioso y enigmático se consolidó de forma indiscutible con el paso del tiempo. El rescate del avión siniestrado de las F. A. P. simplemente le supuso un mayor reconocimiento. Hoy en día, uno de los aeropuertos más importantes de Perú lleva el nombre de aquel piloto fallecido en acto de servicio: Aeropuerto Internacional de Arequipa Alférez Alfredo Rodríguez Ballón. También en la casa natal de Graña en Amiudal, hay una placa conmemorativa que reza: «Casa natal de Alfonso Graña, rey de los jíbaros». En su última visita, antes de esfumarse para siempre en la selva amazónica, se llevó unos jamones que había comprado a crédito con el propósito de pagarlos, al cabo de un tiempo, enviando el dinero. Nunca lo hizo y los acreedores le embargaron a la familia su mejor finca. Su rastro (y el del dinero) se perdió junto a su tribu, en plena selva; se cree que murió de un cáncer de estómago en 1934, pero jamás encontraron su cadáver.

Cuenta el escritor Gonzalo Allegue que, cada vez que Graña abandonaba Iquitos y retornaba a sus dominios, Cesáreo Mosquera pasaba unos días taciturno. Aquel hombre escuálido y de apariencia enfermiza, orgulloso rey de una selva y varios miles de indios, le producía una sana envidia. Al regresar a España en junio de 1934, estaba en su ánimo quedarse, pero su apoyo a la causa republicana le obligó a huir a Portugal en julio de 1936, desde donde embarcó primero a Brasil y más tarde de vuelta a Iquitos, donde falleció en 1955. Durante décadas vivió obsesionado por el procedimiento que seguía el chamán de los huambisa, al que apodaron Mariano, el brujo, para separar la piel del cráneo y elaborar las diminutas tzantzas que, décadas más tarde, adoptarían como metáfora un grupo de poetas ecuatorianos que afirmaban que «había que reducir la cabeza de lo falsamente engrandecido».

En esta última fotografía, vemos a Graña sosteniendo en brazos a un niño. El mismo que años más tarde le acompañó como intérprete, chapurreando una curiosa mezcla de shuar, español y gallego, y al que solía presentar como su “ahijado” Alfonsito, seguramente para ocultar ante los blancos que había engendrado un hijo mestizo con una indígena. Actualmente la federación de comunidades nativas del río Santiago está liderada por un hombre llamado Kefren Graña. Su padre tiene más de noventa años y se llama precisamente Alfonso Graña.