Para perder la cabeza: tocados y pelucas en la época de María Antonieta

De los salones de Versalles a la Plaza de la Revolución, la aristocracia francesa desarrolló una voracidad desenfrenada por los peinados y los postizos. Esta es la breve historia de un peluquero, su modista y las cabezas que rodaron por el camino. Lo que fuera con tal de morir con estilo.


Legros de Rumigny pasó a la historia como Monsieur Legros, el peluquero estrella de la corte francesa durante el reinado de Luis XV. Entre 1768 y 1770, dedicó cinco volúmenes al arte de la peluquería femenina, L’Art de la Coëffure des Dames Françoises, donde explica 38 estilos distintos de peinados, ejemplificados con ilustraciones detalladas del peinado y los adornos. Entre sus más arriesgadas propuestas, Legros anticipa al aumento del volumen de los peinados y la ornamentación a base de pequeñas joyas, cintas y lazos. El libro se convirtió en un best-seller de la época y no había una dama de la alta sociedad que no tuviera un ejemplar. Al poco tiempo de su publicación, la firma del “maestro” Legros era sinónimo de prestigio y el oficio de peluquero considerado un arte por todo el mundo.

Por esa razón, la mayoría de grabados que ilustran este artículo nacieron como respuesta a las excéntricas creaciones capilares versallescas, en un intento por ridiculizarlas y evitar así que el resto de mujeres europeas copiaran a sus homólogas francesas. El primero de ellos, por ejemplo, muestra una cabellera gigantesca decorada con verduras. Predominan las zanahorias, pero aún queda espacio para un gran manojo de espárragos, coles, nabos y hasta un cuenco lleno de patatas. Briznas de cereales emulando las plumas de avestruz que solían utilizarse en diademas y sombreros, y protuberantes tubérculos, que sustituyen a los grandes rizos que se estilaban entonces, flanqueando el peinado. Rematando el conjunto, sendas vainas de guisantes que cuelgan a la manera de los cordones y cintas de encaje.

En esta segunda variante, los productos de la huerta son desplazados por frutas de temporada. A modo de tocado, tenemos una cesta de melocotones y una gran piña con sus hojas. El efecto se completa con cestas de fresas, frambuesas, ciruelas y racimos de uvas. Calabazas que brotan indómitas y peras que crecen en las ramas a modo de tirabuzones. ¿La razón? Que antes de establecerse en París como peluquero, Legros se había labrado una reputación como chef en el interior de Francia. Y se mostraba tan exigente y riguroso con los fogones como con los peinados de las damas. Su desbordante imaginación, unida a su talento para las relaciones públicas, le valieron el título de peluquero oficial de la familia real y los cortesanos cercanos, incluyendo a la favorita del rey, Madame de Pompadour y su sucesora, Madame du Barry.

Pero a medida que su creatividad se desbocaba, la sátira comenzó a prosperar. Una dama protege su peinado con un paraguas de bastón kilométrico, sin percatarse de que un caballero se cobija de la lluvia bajo su cabello, sentado en la grupa de su vestido. Un criado contempla la escena con tal asombro que se le cae el sombrero al suelo, mientras otro hombre, vestido a la moda, les señala con el dedo y se burla de ellos. En la siguiente estampa, el mismísimo Cupido tensa su arco, apostado en la cima del peinado como un francotirador, apuntando con su flecha hacia el objetivo que la mujer parece buscar con la mirada. En otra, un pretendiente espanta con su escopeta a la bandada de pájaros que se disponen a anidar en el pelucón de una cortesana.

En 1770, el destino le jugó una mala pasada a Legros. Durante una de las celebraciones por la boda del delfín Louis Auguste, futuro el rey Luis XVI con la archiduquesa María Antonieta, el célebre peluquero fue aplastado por la multitud durante una pelea. Su muerte abriría las puertas de palacio a un nuevo hombre de confianza, Leónard Autié, y de su mano a Madame Bertin, la modista más famosa de Francia al vestir en exclusiva a la fashion victim María Antonieta. Sus vestidos ampulosos, con faldas muy acampanadas, profusión de abalorios y peinados imposibles, altos y repletos de decoración causaron sensación en Versalles. Tanto fue así que Bertin los exageró al máximo y llegó a crear auténticas barbaridades estéticas, como trajes que imitaban a barcos y otras horteradas semejantes. À la Belle Poule fue uno de sus estilismos más rompedores y conmemoraba la victoria de la fragata La Belle Poule sobre los ingleses en 1778. Consistía en un enorme montón de pelo rizado y empolvado que se extendía sobre un marco fijado en la parte superior de la cabeza de la mujer, y donde se encajaba la maqueta del barco, izadas las velas y con las banderas ondeando.

Todo esto fue antes de que las calles de París arderían y las cabezas de los nobles echaron a rodar, naturalmente. Se impuso una nueva moda: el estilo de "los guillotinados", o lo que es lo mismo, ropajes, peinados y accesorios que rememoraban de forma macabra a los caídos durante los años del Terror. Grandes camisas rojas y outlooks inspirados en las prendas vestidas por Charlotte Corday, asesina de Marat, en el momento de su ejecución. O el coiffure à la victime, un corte pelo brusco y ralo, a imagen de semejanza de las víctimas a las puertas del patíbulo. Los verdugos así lo preferían porque las melenas y postizos suponían un notable escollo a su trabajo.

Cuentan que, en su última aparición pública, María Antonieta asombró a los parisinos luciendo una melena completamente blanca momentos antes de ser guillotinada en 1793. Al descender la hoja, su frente besó el suelo y los aullidos de la plebe acuñaron la nueva tendencia. Se llamó “el último grito”.