Patrullando las calles de Nueva York (1971-1981)

Entre 1978 y 1981, Jill Freedman documentó la rutina diaria de los policías de Nueva York en una serie de instantáneas en blanco y negro titulada ‘Street Cops’ que capturó el espíritu de una época especialmente convulsa.


[Vía Flashbak | Fotografías: Jill Freedman]

«Mira esta calle, la porquería, los chiflados que rondan por aquí. Esto es Nueva York y es precioso. ¡Me encanta esta mierda!». Las palabras del sargento de policía que Freedman incluyó en su álbum de fotografías, bien podrían referirse al mismo barrio de Chelsea donde se exhiben actualmente. Recopiladas en un libro de reciente publicación y expuestas en la galería Daniel Cooney Fine Art, en pleno corazón del gentrificado Manhattan, nos muestran la cara menos amable del Midtown South, la vida cotidiana en las calles que rodean Times Square y Bryant Park, y nos abre las puertas de la comisaría del Distrito 9 en el East Village.

Asistimos a una ciudad al borde del colapso, sumida en una época de decadencia que duraría dos décadas debido al endeudamiento crónico del ayuntamiento, una elevadísima tasa de criminalidad y numerosos problemas sociales como la epidemia de crack que se extendería con especial virulencia por toda la ciudad entre 1984 y 1990. A pesar de todo, el objetivo de Freedman evita caer en el sensacionalismo de los folletos que se repartían a la entrada del metro y en los que podía leerse: «Bienvenidos a la Ciudad del Miedo. Hasta que las cosas cambien, si puede, manténgase alejado de Nueva York».

El enfoque de Freedman no era descender a los infiernos, sino aprender a respetar a sus habitantes. Conocerles de primera mano y tomar el pulso a las calles: «No buscaba simplemente retratar el drama, también quería mostrar la ternura y la compasión de quienes se preocupaban por los demás e intentan ayudarlos». Por encima del interés documental de los retratos, sobresale la mirada humanista de una fotógrafa siempre atenta a los detalles costumbristas; con un especial talento para la composición visual y buen oído para las anécdotas.

«Los vecinos llamaron a la policía diciendo que había un hombre armado en un antiguo bloque de apartamentos. Los agentes llamaron a su puerta y le ordenaron que saliera. No llevaba ningún arma encima. Pero, ¿qué hubiera pasado si les hubiera disparado al abrir la puerta?».

«No buscaba simplemente retratar el drama, también quería mostrar la ternura y la compasión de quienes se preocupaban por los demás e intentan ayudarlos».

«Los policías recogieron a un niño pequeño que parecía perdido. No era muy hablador, pero tampoco parecía asustado. Los agentes le compraron un helado y un refresco. No lloró hasta que su hermana vino a llevarlo a casa. Dijo que siempre estaba intentando escaparse, y que esta vez lo había conseguido. Lloraba desconsoladamente mientras su hermana lo arrastraba calle arriba, hasta que los perdimos de vista».

Por encima del interés documental, sobresale la mirada humanista de una fotógrafa siempre atenta a los detalles costumbristas.

«A veces, cuando hacía buen tiempo, salir a patrullar era como volver a los tiempos del instituto, deambulando por las calles sin nada que hacer, para pasar el rato. Echar un vistazo al vecindario y saludar por la ventanilla. "¿Te has afeitado hoy? ¿Cómo va el negocio de los tirones de bolso?”. Pararse a charlar con la gente del barrio. De vez en cuando algún crío se acercaba se acerca al coche y preguntaba "¡Hey, madero! ¿Qué hacéis por aquí?". "Nada ̶ le respondíamos ̶ Solo estamos de paseo"».

El enfoque de Freedman no era descender a los infiernos, sino aprender a respetar a sus habitantes. Conocerles de primera mano y tomar el pulso a las calles.

«Le pregunté a Phil si los policías de hoy en día todavía se paseaban por ahí haciendo girar la porra como antaño. Me dijo: “Eso se aprende la primera vez que patrullas a pie. Vuelves a casa con las rodillas llenas de moratones. Es inevitable. Duele mucho cuando te golpeas en la espinilla, pero no puedes dejar que se te note. Simplemente te aguantas y sigues caminando».