«¡Ahí viene El Negro Raúl, el dandy de Buenos Aires!»

Raúl Grigera en el vestíbulo del teatro El Nacional, del artículo de Matías Juncal para Fray Mocho.

A principios del siglo XX, Raúl Grigera encarnó la audaz figura del dandy negro: un icono bohemio y excéntrico que se hacía llamar El Murciélago y frecuentaba los ambientes de moda, tanto sórdidos como glamurosos. Víctima de los prejuicios raciales de la época, inspiró una de las primeras historietas argentinas, fue mascota de la alta sociedad porteña y acabó sus días mendigando e internado en un psiquiátrico.


Una mañana de 1912, un apuesto joven acudió por sorpresa a la redacción de la revista Fray Mocho, en pleno centro de Buenos Aires. Al descubrirse de su sombrero de ala ancha, el conserje de la editorial quedó deslumbrado por su amplia sonrisa y no pudo evitar felicitarle por su elegancia: chaqueta y chaleco a juego, la corbata de seda abombada bajo el cuello almidonado y un pañuelo de seda que caía en cascada desde el bolsillo del pecho. Sin tan siquiera presentarse, exigió ver al encargado y se presentó como Raúl Grigera, El Murciélago. Para acreditar su identidad, procedió a enumerar algunas de sus más recientes hazañas en la bulliciosa vida nocturna de la ciudad y se prestó voluntario a una entrevista exclusiva para el semanario, titulada Un raro bicho nocturno. Un imponente murciélago negro extendía sus alas en el encabezado, sugiriendo la reputación que se había grajeado en algunos círculos selectos de la capital.

La pieza reveló sus itinerarios de ocio, como si se tratara de una celebridad. Sus paseos por la calle Florida, donde la aristocracia porteña solía reunirse en la Confitería del Águila para, más tarde, alargar la velada en el Jockey Club. Sus visitas a las suntuosas villas y casas de campo de Belgrano y Adrogué; los restaurantes con vistas al jardín en los parques de Palermo, como el Hansen o el Armenonville, que atraían a invitados respetables por el día y a la calaña más ruidosa por la noche, cuando hacían las veces de salas de baile. Las mejores, como El Guaraní, La Giralda y Royal Keller, se concentraban en la esquina de Corrientes y Esmeralda, conocida también por albergar innumerables teatros de variedades, burdeles y locales de apuestas abiertos hasta bien entrada la madrugada.

entrevista a Raúl Grigera por Matías Juncal (alias de Enrique M. Rúas), acompañando una ilustración del hundimiento del Titanic. Fray Mocho (3 de mayo de 1912)

«Yo soy amigo de un negro/ que más que negro es azul/ Porque de azul es el alma/ El alma rumbosa del negro Raúl»

Fue en el vestíbulo de uno de aquellos teatros, El Nacional, donde los reporteros de Fray Mocho le fotografiaron para la entrevista, posando con su abrigo forrado de raso sobre un brazo y un cigarrillo en la mano, derrochando carisma. Poco o más bien nada se sabía de su vida. Algunos rumores lo situaron en un circo ambulante, otros como mozo de almacén y, los más osados, insinuaron que era un informante de la policía. Nacido el 23 de octubre de 1886 en la calle México, El Murciélago resultó ser hijo de Estanislao Grigera, un respetable y severo organista de la Iglesia de la Inmaculada Concepción. Fue un niño problemático que prácticamente inauguró el Correccional de Menores en Marcos Paz, encarcelado a petición de su padre, por «desobediencia y malas compañías». Al salir, trabajó de aprendiz de mecánico en un taller de la calle Artes y como mozo de cuadra en el Hipódromo Nacional de Belgrano, a escasos metros del actual estadio del River, para acabar ganándose la vida con estafas y pequeños hurtos. 

Al poco tiempo, conoció a una pandilla de niños bien formada por Bernardo Duggan, María Celina Aguirre, Ernesto Victorica y Macoco Álzaga Unzue, el playboy argentino que inspiró El Gran Gatsby. «Con el color de piel, sus payasadas, su risa perpetua, sus preparados gestos de chimpancé y sus muecas tarda poco en popularizarse entre los jóvenes —sostiene el historiador Lionel Contreras— El negro, en su ya aceptado carácter de bufón, se torna indispensable en esas tardes. Incluso hay quien pregunta si va a estar Raúl para decidir su concurrencia: “Esos asados con la peonada son tan sosos, que si no fuera por ese negro payaso nos aburriríamos horrores”».

Portadas de partituras del tango del compositor Ángel Bassi, publicadas por primera vez en 1912, y tituladas El Negro Raúl: Séptimo tango Criollo para piano.

Había algo en su figura trasnochada, en todo aquel despliegue grosero, que lo volvía más chabacano y más gracioso a ojos de sus supuestos benefactores

A partir de aquí, los verdaderos rasgos del Raúl Grijera se difuminan lentamente para dejar paso al mito urbano sobre el cual construyeron un relato “oficial” plagado de falacias y exageraciones (más o menos interesadas) que lo presentará como un mendigo y un loco; una víctima y un bufón; un embaucador y un dandy de segunda mano. Como correspondía a un personaje recurrente en artículos de prensa, en crónicas de la ciudad y de los barrios, en poemas, obras de teatro, memorias y novelas, los rumores se inmortalizaron a ritmo de tango: «Yo soy amigo de un negro/ que más que negro es azul/ Porque de azul es el alma/ El alma rumbosa del negro Raúl».

Cada acorde y cada verso funcionan como parábolas sobre la desaparición inexorable de la población afroargentina. Entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, más del treinta por ciento de los habitantes de Buenos Aires, y más del cincuenta por ciento de algunas provincias al noroeste, eran descendientes de esclavos. Pero en los albores del siglo XX, sucumbieron a los efectos combinados de la guerra, las enfermedades y el mestizaje. Y es que, al igual que se blanquea la historia de Argentina, suelen ignorarse los orígenes africanos del tango, que entronca con el candombe: un cántico ritual de origen religioso, son de tambores, bailes y trance que trajeron consigo los esclavos bantúes, y que conforman la base del tambú o tango. «El carnaval lo conoce/ de serpentina y disfraz/ entretejiendo las danzas/ que agitan los brazos del rey del compás», continúa la canción, porque la lujosa indumentaria del Negro Raúl lo era solo en apariencia. Había algo en su figura trasnochada, en todo aquel despliegue grosero, que lo volvía más chabacano y más gracioso a ojos de sus supuestos benefactores.

Raúl Grigera, el negro Raúl (circa 1910) fotografía: Archivo General de la Nación Argentina.

«Los niños lo necesitan para divertirse. Él sabe, paga el precio con dignidad y cobra en ropa y dinero»

Aunque pretendiera ser un dandy, Raúl nunca podría ser un caballero; si acaso, debería conformare con ser una mera caricatura que aspira a codearse con la élite burguesa aún a costa de traicionar su propia identidad, viviendo a espaldas del éxito del payador Gabino Ezeiza, el ídolo de Carlos Gardel, o Florentina Ferrari Díaz de Curela, la famosa defensora de los derechos de los afrodescendientes. Porque, además de negro, Raúl era pobre en un país al que llegaban millones de emigrantes que bajaban de los barcos con ansias de crecer porque en Argentina «el que quiere trabajar, encuentra siempre dónde». Y donde intentar acceder a los privilegios que exhibía con descaro la oligarquía de la época se pagaba con la humillación.

Por la mañana, lo paseaban del brazo por la calle por Florida, como si fuera su mascota, y a la noche lo desnudaban, pintándolo de cal viva. Quizá al día siguiente le organizaran un homenaje en el Tropezón, el mítico restaurante de la avenida Callao, para casarlo con una prostituta francesa y, una vez alcoholizado y drogado, enviarlo en un tren a Mar del Plata en el interior de un ataúd. «Los niños lo necesitan para divertirse —sostiene con tristeza el periodista Bernardo Koremblit— Él sabe, paga el precio con dignidad y cobra en ropa y dinero», aún a sabiendas que toda su personalidad era una farsa; los vistosos atuendos de los que se enorgullecía, con los que posaba ostentosamente para la cámara o desfilaba por la ciudad, eran de segunda mano, no le quedaban bien o estaban fuera de temporada.

finalistas del concurso de dibujo infantil convocado por Caras y Caretas en 1914. Abajo a la derecha, boceto de Ofelia Chesio de El negro Raúl de paseo.

«Tu negro, que era muy pobre, no tuvo un cobre para el amor. Un pardo de ropa fina para tu ruina te convenció».

Pese a todo, Raúl logró proyectar cierta dignidad, imponiéndose a las burlas y vejaciones. Y lo hizo en escenarios de alto perfil, alejado de los espacios tradicionales de servidumbre o entretenimiento que se espera de los afroporteños. En 1914, una niña llamada Ofelia Chesio resulta finalista del concurso de dibujo infantil, convocado por la revista cultural ilustrada Caras y Caretas, con la obra El negro Raúl de paseo. El boceto mostraba a Raúl de perfil, con un traje a cuadros, el cuello alto almidonado con corbata y sombrero fedora. En la mano derecha agarraba un par de guantes y su característico bastón, mientras la izquierda descansaba en su bolsillo, con el brazo en jarras, y la cabeza bien alta. Se diría un flâneur negro que deambula por la ciudad con tanta ostentación que hasta los niños pueden dibujarlo de memoria, seguros de que lo reconocerían instantáneamente entre los otros personajes retratados en el concurso.

Entonces entró en escena Arturo Lanteri, saludado como el padre de la historieta argentina y autor de Las aventuras del Negro Raúl, una serie de tiras cómicas que comenzaron a publicarse en 1916 en la revista El Hogar, una publicación selecta dedicada a las clases altas. En las viñetas, nuestro protagonista cometía las mismas torpezas que el vagabundo interpretado por Charles Chaplin y, como él, desenmascaraba al verdadero monstruo: el desprecio y el racismo presentes en las calles iluminadas de aquella París centenaria de Sudamérica. Las 39 planchas escritas y dibujadas por Lanteri, y publicadas entre febrero y noviembre de 1916, expusieron abiertamente los prejuicios de clase y los miedos de una sociedad conservadora, tomando a Raúl como víctima propiciatoria.

«Esos asados con la peonada son tan sosos, que si no fuera por ese negro payaso nos aburriríamos horrores»

«Tu negro, que era muy pobre, no tuvo un cobre para el amor —se lamentaba Charlo en la celebre milonga Oro y plata— Un pardo de ropa fina para tu ruina te convenció». Abandonado por sus “protectores” tras el crack del 29, el Negro Raúl mostraba un aspecto lamentable, reducido a mendigar y vestir harapos, volviendo a visitar sus lugares predilectos con la vana esperanza de limosnas y simpatía. Pero los niños de los barrios pudientes, hijos de aquellos padres que lo denigraron antaño, lo corrieron a pedradas e injurias. Poco a poco, las especulaciones sobre su locura se convirtieron en certezas, una vez que comenzó a circular la noticia de que Raúl agonizaba en una institución de salud mental rural. Y morir, en esta clase de historias, es un asunto reiterativo y prolongado.

Veinte años después de su muerte, Adolfo Bioy Casares le recordaba así en Descanso de caminantes: diarios íntimos: «Hoy, después de cincuenta y tantos años, he descubierto que el Negro Raúl no me conocía. El Negro Raúl era popular mendigo de Buenos Aires; aunque tal vez popular en el Barrio Norte, pues me parece que componía el papel de una suerte de bufón de los chicos de la clase alta. Se congraciaba por la risa cordial que blanqueaba en su cara tosca, por algunos pasos de baile, más o menos cómicos, y, sobre todo, por su negrura. Yo siempre creí (sin indagar mucho las causas) que el Negro Raúl me conocía. El hecho me infundía cierto orgullo. Evidentemente, el Negro me saludaba como a un conocido y hasta hoy no se me ocurrió pensar que para lograr sus fines le convenía esa actitud de personaje conocido y aceptado. Desde luego, en esto no mentía; él era un hombre conocido, más conocido que sus muchos protectores».