Las mil muertes de Ramón del Valle-Inclán


Un anarquista se abalanzó sobre su ataúd para arrancar una cruz y los falangistas intentaron enterrar a su lado un perro. Las leyendas, que acompañaron al gran escritor durante su vida, alcanzaron a su famoso funeral

La leyenda lo acompañó durante toda su vida, muchas veces por iniciativa de un escritor y personaje fantasioso y brillante, hilarante en algunas ocasiones y excesivo en otras. Todo gran literato de fin de siècle debía rodearse de aventura y malditismo y don Ramón aseguró haber perdido su brazo en un enfrentamiento por amor, devorado por una leona o en un duelo a muerte. No solamente fueron los rumores que se sucedieron durante su vida como nostálgico carlista y de los legendarios guerrilleros y bandidos, o como duelista empedernido y amante de lo oculto, sino también lo fue su muerte, acaecida el 5 de enero de 1936 por una grave enfermedad de vejiga urinaria que se complicó posteriormente, y ya con el país precipitándose hacia la guerra y el enfrentamiento armado. La prensa del día siguiente narró mil y una crónicas del funeral. Algunas eran absolutamente disparatadas, pero encajaban perfectamente en aquella vida repleta de momentos estelares de humor y esperpento. Como la del anarquista que destrozó su ataúd, aireada por algunos periódicos o por el también genial Ramón Gómez de la Serna, en una obra publicada en 1944, así como por Francisco Madrid en su libro La vida altiva de Valle-Inclán. Aquellos episodios macabros fueron tenidos como ciertos durante años, quizás porque el franquismo dibujó un retrato suyo de feroz anticlericalismo. Todas estas leyendas se cuentan en La muerte de Valle-Inclán. El último esperpento, de Carlos G. Reigosa, Javier del Valle-Inclán y José Monleón:

Valle-Inclán. Fotografía: Alfonso

Valle-Inclán. Fotografía: Alfonso

«El entierro había sido convocado para las cinco de la tarde del 6 de enero, día de los Reyes Magos. Santiago era una ciudad literalmente ocupada. Miles de personas llegadas de toda Galicia bullían por las inmediaciones del sanatorio de Villar Iglesias, donde estaba prevista la salida del féretro […] Pero de pronto una lluvia extraordinariamente intensa se abatió sobre la ciudad y los miles de obreros desaparecieron engullidos por soportales y tabernas […] los restos de Valle-Inclán abandonaron la sede del sanatorio a hombros de los más próximos […] y una concurrencia densa compareció a su paso, en silencio, impávida bajo la lluvia torrencial […] vientos, truenos, relámpagos, todos mojados, era un cuadro increíble, digno de Goya o de Solana […] Víctor el alemán, sabedor de que no se había pedido permiso eclesiástico para enterrar en sagrado al escritor, se le había ocurrido una idea: ir a enterrar un perro muerto al lado de don Ramón […] Llovía y era casi de noche cuando la imponente manifestación llegó a su destino […] Al bajar el ataúd a la fosa, un joven, luego fusilado por los franquistas, notó que sobre la tapa había un crucifijo. Se precipitó a arrancarlo y joven y ataúd rodaron juntos, en un cuadro paralelo a otros muchos creados por el propio Valle-Inclán en sus esperpentos».

Tumba de Valle-Inclan

Tumba de Valle-Inclan

«Los mismos sectores reaccionarios no le perdonaron su estilo de vida, independencia y ciertos “desaires”»

Lo que sí parece cierto fue el intento por parte de algunos falangistas influyentes por boicotear el entierro, ya que se carecía del permiso formal para realizarlo. Fue entonces cuando se dijo, sin llevarlo a cabo finalmente, que enterrarían su lado, el mismo día siguiente, un perro muerto para desprestigiar al escritor aunque fuese póstumamente y ofender a quienes se habían reunido para el último adiós, algunos de ellos conocidos izquierdistas y anarquistas, como el poeta Johan Carballeira, fusilado por los franquistas al comienzo de la Guerra Civil, entre otros. Los mismos sectores reaccionarios no le perdonaron su estilo de vida, independencia y ciertos «desaires», como su apoyo al régimen soviético en los últimos años. El Siglo Futuro, por ejemplo, describió el sepelio de este modo: «A las dos de la tarde del día de ayer ha muerto en un sanatorio de Santiago de Compostela el escritor don Ramón del Valle-Inclán, que contaba setenta y seis años de edad, cuyos escritos, en su mayor parte, caen de lleno bajo las más graves prohibiciones canónicas, y cuya actuación y significación en los últimos años de su vida coincidían totalmente con los enemigos del Catolicismo, de España y de la Monarquía. Dios le haya perdonado».

Tampoco el supuesto anarquista era tal. Según aquellas crónicas se trataba de Modesto Pasín Noya, pintor, escultor, republicano y miembro del Partido Comunista, que moriría fusilado meses más tarde. No sabemos muy bien cómo acabó entrando involuntariamente en aquella estampa del funeral del escritor. Fue el primero de los fusilados en Santiago de Compostela en diciembre de 1936. Tenía 32 años.

Lápida de Modesto Pasín

Lápida de Modesto Pasín

Retrato de Pasín realizado en la cárcel poco antes de ser fusilado

Retrato de Pasín realizado en la cárcel poco antes de ser fusilado

Algunos autores relacionaron erróneamente el falso episodio en el cementerio con la persecución que sufrió. Pasín, a sabiendas de su muerte, escribió esta emotiva carta a su familia y amigos:

«A mis queridos padres y hermanos.

Ante las escasas horas de vida que me quedan, he de rendir tributo a aquellos que me dieron el ser, y una conciencia justa de todos los problemas que aquejan a la humanidad. De mi madre recibí cariño y un sinfín de sacrificios en mi infancia, y la de mis hermanos. Una constancia de mártir con sus primeros hijos enfermizos, y los desvelos para ayudar al marido, a mi buen padre, a buscar recursos. ¡Todo lo que se diga de una madre es poco: la mía fue de las ejemplares! De ti, padre mío, aprendí a luchar en beneficio de los indigentes, de los desheredados. Tu honradez inmaculada, que tus hijos la conocemos bien, por el exceso de privaciones del que nos hiciste objeto, antes de renegar de tus postulados redentores, me marcaron la pauta a seguir, enrolándome en el Partido Comunista, de Lenin, Stalin y otros tantos apóstoles del proletariado. Quiere esto decir, queridos padres, que me honro por dos conceptos al entregar mi vida a los verdugos fascistas. Llevar apellido tan honrado, y ser comunista. Fui buen hijo, ayudé a mis viejos hasta avanzada edad, treinta y dos años, a criar a parte de mis hermanos. Bien quisiera poder hacerlo con vosotros en las postrimerías de vuestra vida. Muero con toda entereza revolucionaria acordándome de vosotros, de mi pobre compañera, a quien no abandonaréis y a mis hijos, y de mi partido, que terminó, por sus concepciones de la revolución, por forjar esta conciencia revolucionaria que ha de enorgullecernos. Voy a hacer compañía al hermano mayor, al pobre hijo y hermano. Me siento feliz y reconfortado por su ejemplo. No os olvidar de Sofía y los niños, esta es muy buena, lo merece todo. ¡Atenderla!  Salud padres y hermanos. ¡Viva la revolución! ¡Viva el Partido Comunista!»

«No quiero a mi lado ni cura discreto, ni fraile humilde, ni jesuita sabiondo»

La verdad sobre las circunstancias y sucesos durante su entierro fue otra bien distinta. Valle-Inclán, un gran místico pero contrario a la ortodoxia católica, se negó a recibir auxilio religioso. Fue enterrado en el cementerio de Boisaca, en una ceremonia civil y en humilde féretro sin esquelas. Su rechazo a la confesión religiosa fue parte de sus últimas voluntades: «No quiero a mi lado ni cura discreto, ni fraile humilde, ni jesuita sabiondo», afirmó. El escultor Francisco Asorey realizó la mascarilla mortuoria de su faz y el pintor Juan Luis le dibujó de cuerpo yacente. Manuel Azaña escribió al día siguiente del entierro: «Él hubiese querido ser, no el hombre de hoy, sino el de pasado mañana».

Valle-Inclán paseando por el Retiro. Fotografía: Alfonso

Valle-Inclán paseando por el Retiro. Fotografía: Alfonso

Lo que aún no se ha desmentido tanto fueron algunas de sus últimas palabras en su lecho de muerte. Algunos testigos presenciales relatan que, antes de entrar en coma, expresó este deseo: «¡Que lean mis libros!», seguido de otro perfectamente coherente con su mimo y afán casi obsesivo por el aspecto de sus obras: «¡Cuidad mis ediciones!». Ni lo uno ni lo otro se cumplieron tras su muerte. Muchas de sus obras sufrieron una férrea censura durante décadas, y varios editores reeditaron algunos de sus mejores títulos sin respetar la belleza, expresamente indicada por su autor, de aquellos primeros libros suyos.