La cárcel de los encapuchados

Durante décadas, la cárcel Modelo de Madrid impuso capuchones a los presos, cubriéndoles sus cabezas con unas terroríficas capuchas, que incluían un velo, para aislarlos por completo unos de otros e impedir el contacto entre ellos. El resultado fue una oleada de suicidios y la locura


Los presos debían caminar formando una obligatoria fila alrededor de un patio que, por lo general, era pequeño y angosto, un circuito guiado bajo la atenta mirada de los carceleros. Se guiaban por cuerdas que llevaban atadas unos a otros y ninguno podía ver a quien tenía delante, puesto que iban encapuchados, sin orificios para los ojos, cubiertos sus rostros con unas capuchas en las que figuraban sus números de presos o de la celda que ocupaban.

Durante varios siglos, hasta comienzos del siglo XX, este sistema de aislamiento cruel e inhumano, fue considerado «eficaz». También aquí en España, donde las teorías penitenciarias y criminológicas lo justificaron, afirmando que la separación absoluta entre los reclusos, impidiendo que se viesen o reconociesen, era la única manera posible de reinserción. Se evitaba así el «contagio» del «instinto» criminal. El sistema de separación competía con el del silencio. En el primero, los presos vivían aislados, atomizados, en soledad perpetua, castigándose duramente el mínimo contacto. En el segundo, aunque no se les imponían los terribles capuchones, no podían hablar. El silencio era total, tanto en el patio como en talleres, bajo la estrecha vigilancia de los carceleros.

Un preso con una capucha en la prisión danesa de Vridsløselille (1859)

En la segunda mitad del siglo XVII, apareció en Europa una institución que va a ser muy influyente en los modelos penitenciarios: el Hospicio de San Felipe Neri, fundado en Florencia por el sacerdote Filippo Franci. El hospicio, en sus orígenes, acogía a niños vagabundos, golfillos y pequeños delincuentes. Por supuesto, era la antesala de cárceles de mayores; unas y otras se parecían terriblemente. En Estados Unidos, en lugares como Filadelfia, el sistema de encapuchados rondando por los patios como almas en pena fue denunciado por el mismísimo Charles Dickens, que lo consideraba atroz, algo que muchas décadas después sería estudiado por Foucault, quien afirmaría que «el aislamiento de los condenados garantiza que se puede ejercer sobre ellos, con el máximo de intensidad, un poder que no será́ contrarrestado por ninguna otra influencia; la soledad es la condición primera de la sumisión total».

Ilustración que muestra la vida penitenciaria bajo las capuchas (circa 1890)

Retrato de un preso encapuchado (circa 1900)

«El aislamiento celular, la oración y la total abstinencia del alcohol iban a crear los supuestos para salvar muchos seres infelices»

Prácticamente no había país «civilizado» que no apoyase esta muestra de salvajismo. Ya en el siglo XVIII Juan Mabillon publicó Reflexiones sobre las prisiones monásticas, donde ya proponía el uso del sistema celular y de capuchones. En 1787 se fundó la Philadelphia Society for the Alleviating the Miseries of Public Prisons, de ideología cuáquera, y, seguidamente, en 1790, el legislador de Pensilvania empezó a pensar en una institución en la cual «el aislamiento celular, la oración y la total abstinencia del alcohol iban a crear los supuestos para salvar muchos seres infelices». Nació así la prisión celular de Walnut Street, donde a los presos se les imponía el capuchón tras ser reseñados, de tal modo que no podían reconocer la ubicación de sus celdas ni tampoco a sus vecinos. Este fue uno de los orígenes de las prisiones celulares españolas, como la de Madrid.

En España se practicó el sistema de la separación absoluta, con capuchones incluidos, conocido como celular. Todo esto, a pesar de la dureza de la vida penitenciaria, se vendía como una reforma progresista y hasta conciliadora, teorías que «velaban» por la reinserción del condenado. En Madrid, la antigua prisión del Saladero, construida en 1768 para matadero y salazón de cerdos, y convertida en Cárcel de la Villa, dio paso en 1884 a la prisión celular, considerada como «moderna» y llamada Cárcel Modelo. «Al amanecer del 9 de mayo de 1884 –cuenta en el relato del traslado de presos de una cárcel a otra–, los presos del Saladero, desde la Plaza de Santa Bárbara, una larga fila de hombres andrajosos, fueron trasladados rodeados por 160 parejas de Orden Público. Les abría camino una sección de la Guardia Civil y otra sección cerrando filas. El pueblo de Madrid esperaba con ansiedad aquel momento y una multitud se arracimaba en los alrededores del Cerro de San Bernardino. El primero que entró en la prisión y al que se talló, midiendo estatura, longitud de pies y manos al estilo Bertillón fue uno de los más peligrosos criminales que había en el Saladero, Miguel Cañadas Torremocha "Boiche", con una historia de crímenes muy extensa, después de haber huido del Saladero al Campo de Gibraltar, viviendo allí durante cuatro años hasta que fue capturado de nuevo por la policía. Se le colocó el capuchón nº 160 y fue conducido a su celda situada en el ala derecha del piso bajo de la primera galería. A éste le siguieron hasta 115 presos que fueron colocados en sus respectivas celdas».

Presos de Pentonville paseando encapuchados y atados con cuerdas (circa 1890)

Patio de la cárcel Modelo de Madrid donde los presos paseaban bajo capuchas (circa 1900)

Grabados con distintas zonas de la cárcel Modelo de Madrid (circa 1900)

La Gaceta de Madrid del 5 de marzo de 1894 establecía las normas que debían regir en la prisión celular de Madrid, donde como decimos se establecía el uso de capuchones, cuyo cumplimiento era vigilado por los guardias, quienes debían «cuidar con la mayor precisión y diligencia de que en las salidas expresadas en el número anterior no se comuniquen los presos entre sí, haciendo que estén bien cubiertos con los capuchones y que permanezcan convenientemente separados cuando marchen a su objeto. Para que se cumpla escrupulosamente lo prescrito en este número, habrá siempre en cada galería, tres o cuando menos dos, entre ayudantes y vigilantes de guardia, uno o dos de los cuales irán abriendo las celdas, y otro recogiendo los presos, hasta que estén en el fondo de la galería, cuidando de que no se junten o comuniquen».

En la prisión de Madrid había hasta 500 de estos capuchones hechos de un material grueso e incómodo, generalmente arpillera, con los números marcados en el frontal. Pero en esta cárcel, además, según recoge el propio Reglamento, para un mayor aislamiento se le añadía un velo: «En cuantas ocasiones tengan unos u otros que abandonar la celda, marcharán por las galerías cubiertos con el capuchón y el velo», afirma.

Los capuchones, sin embargo, eran polémicos. Incluso en 1888, con una tirada de 50.000 ejemplares, se publicó en Madrid un periódico llamado El Capuchón, que denunciaba esta práctica. Concepción Arenal y otras personalidades protestaron contra las capuchas por considerarlas crueles, pero en defensa de su uso había otras voces que afirmaban que eran elementos de protección para los propios presos: ninguno sabía del otro. Asesinos de niños, parricidas, terroristas o violadores podían así permanecer en la cárcel sin riesgo para sus vidas. Pero por el camino, en lo que fue el principio del fin del uso de los capuchones, se comenzó a hablar de la «locura penitenciaria», una epidemia de suicidios y psicosis creadas por una vida entre rejas y bajo capuchas, aquella soledad que era «la condición primera de la sumisión total».

Cabecera de El Capuchón (23 de abril de 1888)