El «Gay Madrid» de Ramón Novarro

Los ecos del estreno en España de un musical ‘made in Hollywood’ y protagonizado por un galán mexicano sobrevuelan el ambiente homosexual que bullía en la cultura, las artes y el espectáculo en la capital bajo la dictadura de Primo de Rivera… y todo lo que vino después.


El 15 de julio de 1932 se estrenaba Estudiantina, la nueva producción de la Metro-Goldwyn Meyer, en el madrileño cine Monumental de la calle de Atocha. La expectación con la que fue recibida la nueva adaptación cinematográfica de La casa de la Troya (que su propio autor, Alejandro Pérez Lugín, había llevado a la gran pantalla unos años antes junto al director Manuel Noriega) se debió a la fiebre por los modernos musicales hollywoodienses que presumían de tener «más estrellas de las que hay en el cielo». Desconocemos de quién partió la idea del remake, pero sospechamos que el extraordinario éxito que cosechó la película española en América, sobre todo entre los emigrantes gallegos, pesó bastante a la hora de darle luz verde al proyecto. Para gran regocijo y orgullo nacional, el libreto de Bess Mederyth, Salisbury Field y Edwin Justus Mayer mantuvo la ambientación original y contó en sus créditos musicales con el violinista, compositor y actor Xavier Cugat.

Hacía apenas dos meses que se había proclamado la II República y, tras los primeros acordes, un gran rótulo anunciaba: «Madrid, corazón de España; una ciudad moderna que aún escucha por las noches ecos musicales de otra época más pintoresca». Aparece en escena Lottice Howell, una soprano nacida en Kentucky que interpreta en inglés una canción con el acento flamenco que ha puesto de moda el repertorio de las cupletistas. La escena se rodó en los estudios californianos de la productora, ambientados para la ocasión como si fuera un salón de variedades madrileño; los mismos donde se construyeron los decorados de una Santiago de Compostela caracterizada, como si de un personaje más se tratara, siguiendo el estereotipo de sombrero cordobés, mantilla y peineta. En vista de las libertades que «los americanos» se tomaron con la novela de Lugín, a nadie le sorprendió que su Ricardo fuera encarnado por un galán mexicano amante de la zarzuela, ni que los números de la estudiantina poco tuvieran que ver con la tuna y sonaran como habaneras.

Lottice Howell como goyita en in gay madrid (1933)

En 1916, José Ramón Gil Ramón Samaniego abandonó su Durango natal para labrarse un porvenir en la industria de Hollywood. Después de trabajar como extra en decenas de películas, debutó como protagonista en El prisionero de Zenda (1922), bajo el nombre artístico de Ramón Novarro, con el que alcanzaría al estrellato a raíz del estreno de Ben-Hur (1925). Rivalizando en popularidad con el español Antonio Moreno y el francés Adolphe Menjou, Novarro lideró en la segunda mitad de los años veinte el elenco de latin-lovers tras la muerte en 1926 del célebre Rodolfo Valentino. Ambos coincidieron en el rodaje de Los 4 jinetes del Apocalipsis (1921), donde el mexicano se enamoró perdidamente del «amante supremo». Un amor que sería correspondido años más tarde y que no pasaría desapercibido para los periodistas acostumbrados a airear sus trapos sucios, pese a los intentos por acallar los rumores mediante un par de fallidos matrimonios de conveniencia con dos reconocidas lesbianas: Jean Acker y Natacha Rambova.

ramón novarro en ben-hur (1925)

Aparentemente, en España, vivíamos a espaldas de la polémica: «El actor mexicano parece llevar una vida tranquila —relata la corresponsal del semanario barcelonés Mediterráneo— No frecuenta a menudo los clubs nocturnos; su nombre no aparece en los chismes y cuentos de Hollywood; no se conoce de ningún amor que haya tenido. Al entrevistarlo, aprovechamos la oportunidad para preguntarle si, al fin, ha sido flechado por Cupido». Novarro se limita a sonreír; ni confirma, ni desmiente. De aquel tórrido romance ya solo conserva el dildo art dèco de antracita de su pene a tamaño natural que Valentino le regaló para que lo tuviera siempre presente y a mano en la mesita de noche. 

En otro ejemplar de la misma revista, se especula acerca de una visita a nuestro país: «¿Se casa Ramón Novarro? El genial intérprete de Ben-Hur ha estado paseando de incógnito por las calles de Madrid. Las admiradoras de Ramón Novarro no han podido conocer a su actor predilecto, porque el famosísimo artista ha cuidado de caracterizarse para pasar desapercibido y evitarse importunos. Los padres de Novarro han declarado a un periodista madrileño que su hijo que “lleva una vida muy honesta y muy recogida”, y del que no se lo conoce amor alguno, será probable que si decide casarse lo haga con una mujer española. Estas manifestaciones hacen suponer a algunos que Ramón Novarro ha venido a España en busca de la media naranja soñada».

Y a renglón seguido, como quien no quiere la cosa, el titular ¿Otro amor de Valentino? se esfuerza en perpetuar la leyenda postmortem: «Acaba de aparecer un nuevo libro acerca de la fantástica vida que se atribuye a Rodolfo Valentino. Por lo que en él se cuenta, el famoso artista fue amado platónicamente por una dama chilena, doña Blanca Errazuriz, que llegó a matar a su esposo, un caballero norteamericano, para poder entregarse más libremente a su pasión. Doña Blanca, que estuvo encarcelada por su crimen, siguió amando a Valentino hasta... su muerte, como diría una niña cursi». Varias décadas más tarde, Novarro confesaría que, aunque Valentino fue el gran amor de su vida, la suya fue una relación apasionada pero sin amor, «como dos barcos que se cruzan en la noche».

A nadie le sorprendió que el protagonista fuera encarnado por un galán mexicano amante de la zarzuela, ni que los números de la estudiantina poco tuvieran que ver con la tuna y sonaran como habaneras.

Muchas otras carreras naufragaron incapaces de adaptarse a las exigencias del cine sonoro, pero Novarro supo reflotar la suya gracias a su voz agradable y educada. Pocos meses antes de que Estudiantina llegara a los cines españoles, cosechó innumerables elogios por su papel en Sevilla de mis amores, arropado por un elenco español entre el que destacaban Conchita Montenegro, Luana Alcañiz, Rosita Ballesteros, María Calvo, José Soriano Viosca y Martín Galarraga. Aquel «drama emocionante del ascenso de un joven cantor a las cumbres de la fama como estrella de la ópera, y el patético conflicto entre su amor por una mujer y el anhelo de la gloria», como lo resumía el diario barcelonés La Vanguardia, fue descrito como «la primera obra española, de asunto español y personajes españoles, hablada en español». Todo un triunfo que el periodista Miguel de Zárraga justificó en base a la ascendencia española de Novarro y su gran afición por las comedias de los hermanos Álvarez Quintero: «Canta y baila en andaluz, toca las castañuelas, se cala el sombrero ancho, se envuelve en la pañosa y habla en sevillano típico, con bastante más gracia y hasta mejor acento que la vasca Conchita Montenegro, la gallega Rosita Ballesteros y el catalán Martín Garralaga. ¡Que si no todos los hispanoamericanos hablan a nuestro gusto el español, tampoco todos los españoles, por el simple hecho de ser españoles, pueden hablar bien el andaluz!».

Al fin y al cabo, Valentino ya había interpretado al torero Juan Gallardo en Sangre y arena (1922) y, pese a tratarse de un actor italiano afincado en Estados Unidos, su imagen contribuyó a asentar en el imaginario popular la masculinidad de la que tanto alardeaba el dictador Primo de Rivera: «Este movimiento es de hombres: el que no sienta la masculinidad completamente caracterizada, que espere en un rincón, sin perturbar, los días buenos que para la patria preparamos. Españoles: ¡Viva España y viva el Rey!».

RODOLFO VALENTINO EN SANGRE Y ARENA (1922)

Un tipo de masculinidad que, dicho sea de paso, empezó a ser puesta en entredicho con la llegada de la II República, y que el título original de la película, In Gay Madrid (En el alegre Madrid), parecía insinuar sin reparos. Nos referimos, por ejemplo, al Madrid sicalíptico de Álvaro Retana, que acudía travestido a las manifestaciones antifascistas; del transformista Edmond de Bries, ataviado con sedosos vestidos, collares de cuentas y penachos de plumas. De la ruta noctámbula con vértices en los teatros Romea y Fuencarral, el café de Fornos o la Granja del Henar, en la calle de Alcalá, y de allí a las juergas con maleantes en las tabernas de Lavapiés, pero también con “niños bien” en el Hotel Ritz.

«Aquel al que le gustan los invertidos no es un hombre auténtico y por lo tanto no es un anarquista auténtico».

Es posible que Ramón Novarro conociera aquel Madrid, lo viviera e incluso lo padeciera. Porque por más que buena parte de la intelectualidad homosexual de la época apoyase a la izquierda, en mayor o menor medida, el progresismo español nunca consiguió desligarse del lastre de la moral burguesa. Recordemos a Antonio Hoyos, decadentista madrileño, militante de la FAI y columnista de El Sindicalista, muerto en una cárcel franquista en 1940. A Vicente Aleixandre que, enamorado de un obrero anarquista, ocultó su homosexualidad hasta su muerte. O al poeta malagueño Emilio Prados, militante de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, que acabaría siendo rechazado por Lorca y exiliado al terminar la Guerra Civil. En cuanto a las circunstancias que rodearon la muerte de Federico, su amistad con Primo de Rivera y su tormentosa relación con Salvador Dalí, y que han hecho correr ríos de tinta durante décadas, solo resta añadir que su homosexualidad no fue «oficial» ni «reconocida» a un lado y otro del espectro político hasta bien entrados los años ochenta.

Para entenderlo mejor, basta con poner el foco sobre otros dos miembros ilustres de la Residencia de Estudiantes, organismo de la Institución Libre de Enseñanza de Francisco Giner de los Ríos, bestia negra de la derecha española. El propio Dalí, que siendo adolescente participó en una célula marxista clandestina en su tierra natal, Figueras, y durante la República colaboró activamente con el Bloc Obrer i Camperol (BOC), acabaría «reconciliándose» con el régimen de Franco. Una vez rota su complicada relación con Lorca, se alió con su amigo más manifiestamente homófobo, el cineasta aragonés Luis Buñuel, quien, al igual que Dalí, por entonces también decía ser marxista. Juntos concibieron en 1927 la película surrealista Un perro andaluz, en alusión al poeta granadino, y plagada de continuas alusiones a la homosexualidad. El propio Buñuel, afiliado al PCE desde 1932, relató en sus memorias la paliza que sus amigos y él propinaron por esa época a un homosexual en un urinario público: «Mis amigos esperaban afuera, yo entraba en el edículo y representaba mi papel de cebo. Una tarde, un hombre se inclinó hacia mí. Cuando el desgraciado salía del urinario, le dimos una paliza, cosa que hoy me parece absurda».

FEDERICO Y SALVADOR

«En nuestra juventud, no nos agradaban los pederastas —añade Buñuel en Mi último suspiro, publicado tras su muerte en 1983— En aquella época, la homosexualidad era en España algo oscuro y secreto». Sus prejuicios eran compartidos por un amplio sector de la militancia izquierdista que identificaba la homosexualidad con la decadencia burguesa y aristócrata, por lo que jamás tendría lugar en el devenir libertario. «En Madrid solamente se conocían tres o cuatro pederastas declarados, oficiales. Uno de ellos era un aristócrata, un marqués, que debía tener unos quince años más que yo. Un día, me lo encuentro en la plataforma de un tranvía y le aseguro al amigo que tengo al lado que voy a ganarme veinticinco pesetas. Me acerco al marqués, le miro tiernamente, entablamos conversación y él acaba citándome para el día siguiente en un café. Yo hago valer el hecho de que soy joven, que el material escolar es caro. Me da veinticinco pesetas. Como puede suponerse, no acudí a la cita. Una semana después, también en el tranvía, encontré al mismo marqués. Me hizo un gesto de reconocimiento, pero yo le respondí con un ademán grosero del brazo. Y no le volví a ver más».

Otra cabeza visible de esta misma tendencia es la cenetista Federica Montseny, cuyos progenitores, Federico Urales y Teresa Mañé, fueron los editores de La Revista Blanca, publicación “anarcoindividualista” que en 1935 incluyó un artículo en la sección de su consultorio sexual en el que se decía que un anarquista no debía asociarse con los homosexuales (y mucho menos ser uno de ellos) porque «Si eres un anarquista, eso quiere decir que eres moralmente superior y físicamente más fuerte que el hombre común. Y aquel al que le gustan los invertidos no es un hombre auténtico y por lo tanto no es un anarquista auténtico».

A ojos de la ley, la homosexualidad ya no se contempla como un acto antinatural, sino como una enfermedad a erradicar. Y como tal se habría de tratar.

Sin llegar a reconocerlo abiertamente, tanto el uno como la otra asumieron las tesis reaccionarias que abogaban por la persecución de la homosexualidad y rechazaban la reforma jurídica del Código Penal de Primo de Rivera, impulsada en las Cortes por el diputado socialista (PSOE) Luis Jiménez de Asúa con el apoyo de la diputada del Partido Radical Socialista (PRS) Victoria Kent. Frente a la tibieza argumental del doctor Gregorio Marañón, que concebía al homosexual como «una rama torcida en el progreso de la vida sexual», la oposición esgrimía las soflamas de Antonio San de Velilla, autor de un libro titulado Sodoma y Lesbos modernas. Pederastas y safistas estudiados en la clínica, en los libros y en la historia (1922), en el que se podían leer frases como las siguientes: «En las naciones no pervertidas, la sodomía es un delito que hace ultraje a las costumbres precisamente por ser un vicio de enfermos y anormales que contrarían en sus impulsos antifisiológicos y anómalos las leyes naturales».

Entonces, para Marañón, «no hay otro remedio que fortificar la diferenciación de los sexos, exaltar la varonía de los hombres y la feminidad de las mujeres», poniendo de manifiesto que la homofobia no es patrimonio exclusivo de la derecha ni de la izquierda. Si bien es cierto que la apertura a la sexología y homosexualidad provenía principalmente de militantes de izquierdas, ahora también en el Parlamento, y especialmente de los movimientos feministas (salvo excepciones como Carmen de Burgos, del “centrista” Partido Radical, o Pío Baroja, escorado cada vez más a la derecha), en la revista naturista Pentalfa, fundada en 1923 en Barcelona por el doctor Nicolás Capo, leemos que: «La sífilis, la blenorragia, el pederantismo [sic], el amor lascivo, el invertidismo y todos los horrores de la nefasta corrupción precedida de la decadencia de los imperios romanos, ¿no son acaso causados, todos, por el desconocimiento, en la juventud, de cómo debe entenderse y llevarse una verdadera vida natural?».

Imaginemos por un momento a Ramón Novarro visitando a sus dos hermanas en el monasterio madrileño donde, según decían, estaban enclaustradas, sabiendo que tampoco en España encontrará la llave de su propio encierro. A ojos de la ley, la homosexualidad ya no se contempla como un acto antinatural, sino como una enfermedad a erradicar. Y como tal se habría de tratar. En la práctica, el Código Penal de la II República condenaba los «delitos sexuales» con tal flexibilidad que el Franquismo lo seguirá aplicando, con ligeras modificaciones, como la del 15 de julio de 1954 de la Ley de Vagos y Maleantes para incluir en ella a los homosexuales, siendo sustituida y derogada por la Ley sobre Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970, que incluía penas de hasta 5 años en internamiento en cárceles o manicomios para que se rehabilitaran.

La noche del 30 de octubre de 1968 los hermanos Paul y Thomas Ferguson llamaron a la puerta de la mansión donde vivía Ramón Novarro. A la mañana siguiente, su secretaria descubrió el cadáver. Había sido salvajemente golpeado; tenía el rostro cubierto de sangre y la nariz rota. La policía no tardó en dar con la pista de los culpables. Paul, un boxeador aficionado que malvivía con pequeños hurtos y ocasionalmente ejercía de chapero, había bebido más de la cuenta y dejó que Novarro le leyera la mano. Cuando el actor de 69 años, arrasado por el alcoholismo, el enfisema y la artritis, amagó con besarlo, le propinó el primer puñetazo. «Reaccioné como un católico, lo que llaman pánico homosexual —reconoció durante el juicio— Estaba demasiado ebrio para ser civilizado. Todo tuvo relación con mi educación católica, con mis cinco mil años de Moisés. Y es la única razón por lo que todo eso sucedió. Porque esto es lo que la sociedad te enseña. No fuimos allí para robarle».

Charles Bukowski, que nunca fue Truman Capote, se inspiró en su crimen de odio para escribir uno de los relatos de Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones, publicado en 1972. Aunque en el atestado policial afirma que Ramón Novarro murió asfixiado por su propia sangre al depositarlo en la cama boca arriba, la prensa sensacionalista prefirió la versión acuñada por Kenneth Anger en Hollywood Babilonia (1975) de que la víctima fue rematado por el falo art-dèco que le había regalado Valentino. «El Gran Amante estaba muerto —concluyó Bukowski— Pero ya habría otros. Y también muchachos medianos. Sobre todo de éstos. Así funcionaban las cosas. O no funcionaban».

A Samuel Luiz lo asesinaron al grito de «maricón» la madrugada de un sábado, en pleno paseo marítimo de A Coruña, el 3 de julio de 2021. En enero de este mismo año, el juez finalizó la instrucción del caso y abrió el procedimiento contra cinco personas, apreciando los agravantes de alevosía y ensañamiento y, para dos de los encausados, también el de discriminación por condición sexual. El juicio será «antes del verano», aunque no han precisado la fecha.