La danza de la muerte de Valeska Gert

Impulsora de las vanguardias sicalípticas en la República de Weimar y pionera de la ‘performance’ con alma de bruja e icono del expresionismo alemán, Valeska Gert invocó la “belleza grotesca” del punk alemán a principios de los años 80.


Valeska Gert se está muriendo sobre el escenario. Permanece inmóvil bajo los focos vistiendo un largo vestido negro. Lentamente, se estira, forcejeando; aprieta los puños, encorva los hombros y el rostro se le desencaja en una mueca agónica. Intenta gritar, pero no logra emitir sonido alguno. Es como una llama que se extingue poco a poco. De repente, un atisbo de sonrisa permite albergar un tenue rayo de esperanza que desaparece tan rápido como llegó, la cabeza se derrumba sobre su cuello y la artista se desploma sobre las tablas. El público es incapaz de reaccionar. Acaban de asistir al estreno de Der Tod, la nueva pieza de la bailarina alemana, que en su lengua materna significa La Muerte.

Sabían a lo que venían. Las representaciones de Gert eran famosas por coreografiar lo imposible a partir de conceptos abstractos y dar vida a personajes arrebatados y extremos en los cabarets del Berlín de Weimar. En la actualidad, lo definiríamos como performance, pero en la Europa de entreguerras resultaba un espectáculo atroz e inclasificable. La llamaban «bailarina grotesca» y describían su trabajo como una «pantomima del baile». Así lo explicaba ella misma en una de sus (cuatro) autobiografías, Ich bin eine Hexe (Soy una bruja), publicada en 1968: «Cuando hacía teatro, añoraba la danza; cuando bailaba, añoraba el teatro. Viví en ese conflicto hasta que se me ocurrió la idea de combinarlos: quería bailar personajes humanos».

Gertrud Valesca Samosch nació en Berlín, el 11 de enero de 1892, en el seno de una familia judía y burguesa. Comenzó sus clases de ballet a los 7 años, pero nunca mostró interés en lo académico y abandonó pronto la escuela. Su rebeldía natural, que la predispuso contra las normas del conservatorio y las convenciones sociales, condicionaría su posterior carrera profesional. A los 23 años, su mentora teatral, Maria Moissi, le escribió una carta de recomendación para ingresar en la compañía de Rita Sacchetto, una famosísima bailarina conocida por sus elegantes coreografías inspiradas en obras clásicas. «Confeccioné para la ocasión un disfraz de seda naranja e irrumpí en escena con la bravuconería de quien está dispuesta a inmolarse —confiesa Gert en otra de sus autobiografías, Mein Weg (A mi manera), publicada en 1931— Exageré salvajemente los mismos movimientos que había ejecutado con suavidad y gracia en los ensayos. Crucé el escenario a paso de gigante, balanceando los brazos como un péndulo, con las manos extendidas y la cara contorsionada en una mueca descarada… El baile fue una chispa en un polvorín. El público estalló, gritó, silbó, vitoreó. Salí de allí con una sonrisa radiante».

«Irrumpí en escena con la bravuconería de quien está dispuesta a inmolarse. El baile fue una chispa en un polvorín. El público estalló, gritó, silbó, vitoreó. Salí de allí con una sonrisa radiante»

Corría el año 1916 cuando debuto con su Tanz in Orange (Danza en naranja), y aquel desaire le abrió las puertas de la compañía de artes escéncias de Otto Falckenberg, perteneciente a la rama más crítica y antirrealista del expresionismo. Allí fue donde Gert aprendió a capturar un movimiento o expresión facial determinados para luego magnificarlo hasta el paroxismo. A mediados de los años 20, podría decirse que había acuñado un estilo propio. Para su vocabulario gestual, no había nada ni nadie que fuera sagrado: le bastaba con agitar los brazos, poner los ojos en blanco y sacudir las caderas para desmantelar los estereotipos sociales y las percepciones que el público tenía de ellos. El histrionismo grotesco de Gert expuso la hipocresía de la moral burguesa al estilo del “teatro épico” acuñado por su amigo Bertolt Bretch, quien la consideraba «una auténtica revolucionaria que catapultó la danza alemana al reino del pensamiento crítico y la conciencia social«.

En la actualidad, lo definiríamos como performance, pero en la Europa de entreguerras resultaba un espectáculo atroz e inclasificable.

Como ella misma reconoce en Mein Weg, «desprecié al burgués y bailé a todas las personas que el ciudadano recto despreciaba: prostitutas, proxenetas, almas depravadas que se deslizaron por las grietas». En una de sus funciones más escandalosas, titulada Canaille, llegó a representar un coito en el escenario que culminaba en un orgasmo, siendo interrumpida por la policía en repetidas ocasiones. En un momento en que la prostitución era sometida al escrutinio de la Sittenpolizei (la llamada Policía de la Moral), la puesta en escena de Gert denunciaba la regulación de las libertad sexual de la manera más explícita posible, asumiéndola incompatible con el nuevo sistema democrático que terminaría aboliéndola en 1927. Convertida en la nueva sensación clandestina del cabaret, Valeska Gert fue musa para dadaístas y surrealistas, y su enorme popularidad la llevó a dar el salto al cinematógrafo. Actuó junto a una jovencísima Greta Garbo en Bajo la máscara del placer (1925) y rivalizó con la estrella norteamericana Louise Brooks en Diario de una perdida (1929), ambas dirigidas por G. W. Pabst.

Pero en cuanto los nazis subieron al poder y comenzaron a clausurar los cabarets regentados por judíos, a Gert se le hizo cada vez más difícil remontar su carrera. La crítica le retiró los elogios que antes le había prodigado y la acusó de antipatriota y degenerada. Exiliada primero en Londres, acabaría recalando en los Estados Unidos como invitada del célebre director de cine Ernst Lubitsch, pero la industria del cine no tardó en darle la espalda. Tres años más tarde, consiguió abrir su propio local, Beggar Bar, en un sótano del West Village de Nueva York, donde ofrece sus primeras oportunidades al pintor Jackson Pollock; a Julian Beck y Judith Malina, futuros fundadores del incendiario Living Theatre, y a Tennessee Williams, a quien Gert despidió por negarse a compartir sus propinas con el resto de la plantilla.

valeska gert en un fotograma del documental Nur zum Spass, nur zum Spiel (Volker Schlöndorff, 1977)

«Desprecié al burgués y bailé a todas las personas que el ciudadano recto despreciaba: prostitutas, proxenetas, almas depravadas que se deslizaron por las grietas».

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Gert regresó a Europa donde fue redescubierta por Federico Fellini, quien le ofreció un papel en Giulietta de los espíritus (1965). Pero sería gracias a su aparición en un popular programa de entrevistas de la televisión alemana, diez años más tarde, cuando aquella extravagante anciana de tez pálida, sin pelos en la lengua, con el cabello teñido de negro, la sombra de ojos azul brillante y los labios carmesí allanaría el camino para el movimiento punk en Alemania. Su magnetismo personal atrajo la situó en el epicentro del Nuevo Cine Alemán, de la mano de Rainer Werner Fassbender, Volker Schlöndorff o Win Wenders, y atrajo a una generación de jóvenes artistas que nunca antes habían oído hablar de ella, como Klaus Nomi y Nina Hagen, quien la consideraba «un gran modelo a seguir». En el momento de su muerte, a los 86 años, recibía cartas casi a diario de jóvenes punks que deseaban conocerla en persona. Fueron ellos quienes descubrieron su cadáver el 18 de marzo de 1978, en similares circunstancias a las que predijo en Soy una bruja: «Solo me acompañará mi gatito. Cuando muera, no podré alimentarlo más. Tendrá hambre y me mordisqueará, desesperado. Apestaré. Y como Kitty es una gourmet, ya no le gustaré. Maullará de hambre tan fuerte que hasta los vecinos se darán cuenta y derribarán la puerta».

valeska gert (circa 1918) y el artista new wave klaus nomi (1981)-