La Brigada del Vicio: cuando España «abolió» la noche

Los toques de queda y las restricciones de horarios impuestos por la pandemia han «desnocturnizado» el país. Algo similar sucedió en varias ocasiones, cuando leyes y ordenanzas quisieron «abolir la noche»

Las órdenes eran claras. Bajo ningún concepto se tolerarían «canciones obscenas, bailes lascivos o cualquier otro acto contrario a la moral», rezaba la Real Orden del 12 de marzo de 1900. Su objetivo no era otro que acabar con los cafés cantantes, los locales en que el flamenco arrasaba y cuya tradición se remontaba mucho tiempo atrás. Antros de jaranas y noches sin fin, lugares apachescos, de gente del bronce y, en ocasiones, tumultuosos que existían en todo el país. Algunos de los más famosos eran los de El Burrero de Sevilla o el de los Naranjeros, en Madrid. Finalmente, las presiones de los sectores ultracatólicos daban sus frutos y, por eso, la medida, que obligaba a cerrar los cafés cantantes antes de medianoche –todo un anatema, ya que era entonces cuando comenzaba la verdadera fiesta–, imponiendo fuertes multas a sus propietarios, fue aplaudida por curas, puritanos y reaccionarios. Los bohemios, sus principales clientes, echaron una lagrimita. Eduardo Zamacois, uno de ellos, lo describió como «una puñalá».

El cierre de los cafés cantantes (Nuevo Mundo, 8 de octubre de 1908)

El cierre de los cafés cantantes (Nuevo Mundo, 8 de octubre de 1908)

«Todo cuanto se haga con esos centros de corrupción será poco y merecerá el aplauso y el apoyo de la gente sensata»

El Pueblo Católico, un diario reaccionario, bendijo la medida: «Todo cuanto se haga con esos centros de corrupción será poco y merecerá el aplauso y el apoyo de la gente sensata. Mucho nos alegraremos que esta Real Orden no sea agua de cerrajas como tantas otras, y termine con esos malditos cafés, causa de muchos crímenes y focos de enfermedades vergonzosas; azote mortal de los pueblos corrompidos y origen poderosísimo de tantas calamidades como nos agobian y entristecen», escribió. La perorata apuntaba en una dirección: la relación que muchos hacían entre flamenco y «enfermedad», un foco ideal para la miasma y la pobredumbe moral y física, lo que llevó a criminalizar y estereotipar los bajos fondos de ciudades como Madrid o Barcelona. En Barcelona, que contaba con el barrio Chino, paradigma absoluto de los barrios bajos de media Europa y lugar de atracción irresistible para muchos turistas, acusaron a los inmigrantes andaluces de «corromper» el catalanismo, trayendo tradiciones que aseguraban no tenía nada que ver con la esencia del pueblo catalán. Médicos e higienistas hasta publicaron artículos e informes que relacionaban el aumento de ciertas enfermedades con los cafés cantantes y el inmigrante.

Café cantante de Sevilla (circa 1900)

Café cantante de Sevilla (circa 1900)

La presión sobre cafés cantantes y cabarets no solo era nacional. También estaban las Ordenanzas municipales. En Madrid, por ejemplo, en octubre de 1899 se ordenó clausurar todos los salones con espectáculos de variedades, a pesar de la oposición de noctámbulos, artistas, cupleteras y sicalípticas. Los flamenqueros estaban de luto, esos que Enrique Sepúlveda describió de esta manera: «Los juerguistas no duermen y se pasan la noche en el tren ensayando la pose..., los pies adelante para llevar el compás de las playeras y la cabeza suelta, flexible, en disposición de mirar arriba si la cosa lo merece, abajo cuando las enaguas de la bailaora, alborotadas con los sacudimientos de culebra del baile flamenco, ofrecen a cada instante un descubrimiento de interés, o a los lados si la «bronca » surge y las navajas centellean...».

Poco a poco los refugios nocturnos se volvían espacios más sujetos al control. Se prohibieron los cuartos reservados y los artistas –especialmente las mujeres– no podían bajarse y mezclarse con el público y alternar. «Con la desaparición de esos focos a que solía concurrir el hampa trasnochadora de Madrid y donde más de una vez ocurrieron delitos de sangre, se hace gracia a los principios de la moral y las buenas costumbres», afirmó Nuevo Mundo. Para sobrevivir a los cierres y las medidas, muchos cafés cantantes optaron por la picaresca. Los cafés cantantes se camuflaron como bares o colmados. Otros cerraron y volvieron a abrir. Los cafés cantantes languidecieron, pero ahora el cante y los cuplés pasaron a programarse en locales consagrados como el Fornos y tantos otros, lugares habituales de folloneros, tertulianos, bebedores de absenta y camorristas.

Fachada del café Fornos (Madrid, circa 1900)

Fachada del café Fornos (Madrid, circa 1900)

«Los cafés estaban vacíos, las esquinas vigiladas por la brigada del vicio»

Si el cambio de siglo fue la primera ocasión en que se quiso «desnocturnizar» las principales ciudades del país, algo similar volvería a pasar, pero esta vez con el poder de las armas, en la inmediata posguerra. El franquismo impuso doctrinas ultras y moralizantes, que afectaron a la noche. En diciembre de 1940 se decretó que los espectáculos debían terminar a las doce de la noche o antes; cafés y bares cerrarían sus puertas a la una de la madrugada. La Orden comenzaba diciendo que «el ya antiguo hábito de trasnochar impuesto en la capital de la nación por una minoría ociosa y extendida luego al resto del país, ha ido paulatinamente afectando a nuestras costumbres, que naturalmente reflejan hoy el retraso y el desorden que en la vida ordinaria implica el anormal aprovechamiento del tiempo que la práctica perniciosa produce».

Eduardo Haro Tecglen, entonces un jovencísimo estudiante de periodismo, lo recuerda así: «Las autoridades estaban seguras de que todo lo que pasa de noche es pecado: dieron órdenes para que los espectáculos y los transportes urbanos desaparecieran por las noches. Los cafés estaban vacíos, las esquinas vigiladas por la brigada del vicio».

El golpe fue mortal para las tertulias. Muchas de ellas comenzaban a esa hora y muchos cafés ni tan siquiera cerraban nunca y la noche se confundía con el día, y viceversa. El legendario café Pombo languideció. Siguió acogiendo reuniones pero toso sus asistentes eran gente de orden. Al poco cerró sus puertas. Wenceslao Flores se indigna. A su alrededor hasta el gran bohemio, el último de su estirpe, el eterno noctámbulo, capitulan. Emilio Carrère, nada más publicarse el Decreto, publica una columna que es toda una rendición. Defiende la medida que, según él, responde al «despilfarro de tiempo y de luz», y pide «que se le corten las alas al búho de la noche». «Carrère se ha entregado. Entonces, el trasnochismo no existe ya», termina afirmando Flores. La noche había sido definitivamente abolida.