El celestógrafo: la noche estrellada de August Strindberg

A finales del siglo XIX, el dramaturgo sueco August Strindberg desarrolló su propia técnica para capturar una serie de evocadoras impresiones del cielo estrellado, sin necesidad de lente ni cámara fotográfica. A medio camino entre la alquimia y las ciencias naturales, el celestógrafo incorporaba los ideales esotéricos del París “fin de siècle” y la influencia del místico y científico Emanuel Swedenborg.


«Todo puede pasar, todo es posible y todo es probable. Sin tiempo ni lugar, sobrevolando los cimientos de la realidad, la imaginación se desata tejiendo nuevos patrones; una mezcla de recuerdos y experiencias, deseos irrefrenables, incongruencias e improvisaciones». Con esta cita extraída de su prefacio a Ensueño, estrenada en 1901, August Strindberg sentó las bases del teatro del inconsciente o supernaturalismo. El iconoclasta Antonin Artaud incluiría la obra en la programación vanguardista del Théâtre Alfred Jarry en la segunda mitad de la década del veinte, y su influencia sería decisiva para el desarrollo del expresionismo alemán de Max Reinhardt, alcanzando a dramaturgos como Eugene O’Neill y cineastas como Ingmar Bergman.

Además de la poesía, la pintura y el misticismo, a Strindberg siempre le apasionó la fotografía, pero su compromiso artístico le impidió usar lentes. Incluso descartó usar gafas para atenuar su presbicia, alegando que distorsionaban su percepción de la realidad. En una carta dirigida a Camille Flammarion, expresó sus deseos de aprender a capturarla «sans appareil ni lentille», sirviéndose únicamente de placas fotosensibles. Animado por el astrónomo francés, Strindberg se dirigió a las afueras de Dornbach (Austria) y dispuso varias de ellas en unas cubetas de revelado, para que la propia luz de las estrellas actuase sin necesidad de intermediarios. «He trabajado como un demonio para capturar los movimientos de la luna y la apariencia real del firmamento en una placa de vidrio, ajena a nuestro ojo engañoso», le comunicó al astrónomo francés. Hoy en día, acostumbrados a las fotografías de supernovas y agujeros negros, las exposiciones obtenidas aquella mañana de invierno de 1893 se nos antojan turbias y llenas de impurezas.

Strindberg vio galaxias en una simple mota de polvo: una invitación a soñar despiertos «para ver el mundo en un grano de arena y el cielo en una flor silvestre», como escribió William Blake.

En su afán por inventar un nuevo medio fotográfico, al que bautizó celestografía, Strindberg asumió que los remolinos moteados y coloridos eran los cielos trasponiéndose sin necesidad de una cámara, a través de alguna voluntad cósmica, y no fruto del polvo, la suciedad y reacciones químicas no deseadas. Curiosamente, las celestografías sobrevivieron al propio Stindberg y siguieron evolucionando con el paso del tiempo, acumulando diferentes capas de exposición en los años posteriores a su catalogación en los archivos del Museo Nórdico de Suecia y, más tarde, en la Biblioteca Nacional. Parece como si una mano invisible las hubiera manipulado, dejando huellas dactilares fantasmales sobre las placas y agregando un toque surrealista a la obra de arte.

alfres stieglitz, equivalencias (1922)

«Al principio no ves más que un caos de colores (…) y la imagen se revela al espectador, que ha asistido al nacimiento de la pintura»

Ahora bien, si los fotógrafos parecían obstinados en representar la realidad, los camarógrafos debían superarla. En 1922, Alfred Stieglitz apuntó con su cámara hacia las nubes para enmarcar y dar forma a pequeños fragmentos del cielo en una serie de fotografías titulada Equivalencias. Al igual que Stindberg, aspiraba a trascender lo literal y exigía al espectador que viera más allá de las imágenes. Una invitación a soñar despiertos «para ver el mundo en un grano de arena y el cielo en una flor silvestre», como escribió William Blake. Y también el ojo de Strindberg acertó al ver galaxias en una simple mota de polvo. Al fin y al cabo, él mismo se expresaba en términos de alquimista: «todo se crea en analogías, lo inferior con lo superior». O si lo prefieren, «como es arriba, es abajo». Cielo, tierra y forma abstracta, como en un lienzo de Jackson Pollock y Mark Rothko.

No está mal para un pintor autodidacta como Strindberg, admirador de Van Gogh y amigo inseparable de Edvard Munch. Se conocieron en Berlín y, la entonces revolucionaria idea de Strindberg de que el azar desempeñara un papel en la creación artística, dejó su huella en El Grito. Si nos acercamos al lienzo, descubriremos un patrón de salpicaduras de cera en la esquina inferior derecha que sugiere que Munch pintó el cuadro por la noche, apagó la vela sin cuidado y nunca se molestó en limpiarlo. Unos rastros físicos que «unen el azar con la creación en una metamorfosis que supera a Ovidio», interactuando entre la obra de arte y el mundo real.

«Lo que vemos no es fijo —concluye Strindberg— El arte surge del hacer. De tomar la pluma, el pincel o la cámara y ver qué se desarrolla». Algo parecido a cuando Van Gogh alumbró su Noche estrellada de memoria, a plena luz del sol y acosado por las alucinaciones que le mantuvieron recluido en el sanatorio de Saint-Rémy-de-Provence hasta el final de sus días. Se comportaba de modo violento con el resto de los internos y llegó a intoxicarse con los colores de su propia paleta. «Al principio no ves más que un caos de colores; entonces empieza a parecerse a algo, se parece a… no, no se parece a nada. De repente, un punto se desprende; como el núcleo de una célula, crece, los colores se arraciman a su alrededor, se amontonan; los rayos se despliegan, lanzando ramas y ramitas como cristales de hielo en los cristales de las ventanas… y la imagen se revela al espectador, que ha asistido al nacimiento de la pintura».