Capturando los fantasmas: Édouard Buguet, el (anti)fotógrafo de espíritus

Toda su vida fue una obsesión: fotografiar a los espíritus. El gran Buguet y sus hermosísimas imágenes del Más Allá 

 

«15 de noviembre. Hay un tiempo en el que la muerte es un acontecimiento, una aventura, y con ese derecho moviliza, interesa, tiende, activa, tetaniza. Y luego un día, ya no es un acontecimiento, sino otra duración, amontonada, insignificante, no narrada, gris, sin recurso: duelo verdadero insusceptible de una dialéctica narrativa»

Roland Barthes, Diario de duelo

En la Encyclopedia of Occultism de Shepard, el nombre de Buguet viene precedido por el de Buer y seguido por el de Pierre Burgot. El primero corresponde a un demonio menor: «De acuerdo con Wierius, posee cabeza de león y cinco patas de macho cabrío en forma de estrella. Docto en filosofía y poderes medicinales, se dice que otorga la felicidad doméstica a quienes le invocan. Quince legiones infernales le rinden vasallaje». El segundo es el de un licántropo ajusticiado en 1521 en la villa de Besançon.

Algo de ambos —del demonio seductor y de la víctima de la ordalía— habrá en el fotógrafo francés.

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Édouard Isidore Buguet nace en Dijon en 1840. Su vinculación con la fotografía, presentada al mundo tan solo un año antes de su nacimiento, será casi congénita: con veinte años encontramos ya su nombre en una relación de fotógrafos de su ciudad natal. Indiferente a la agitación política del Segundo Imperio, seducido hasta el delirio por las perspectivas económicas de la naciente fotografía de retratos, la única obsesión del joven es llegar a ser un nuevo Nadar, un nuevo Disdéri. En 1870 se traslada a París. En la capital trabaja un tiempo a las órdenes de François Graffe, pero pronto siente que no está hecho para ser un mero empleado. En 1873, con dineros de procedencia misteriosa, alquila un amplio estudio en el Boulevard Montmartre y se independiza.

Pero el aluvión de clientes que soñaba se retrasa; el éxito tarda demasiado en llegar. A finales de año, al borde de la ruina, se lamenta frente a un vaso de vino. Uno de sus amigos, el actor Étienne Scipion, le muestra entonces una peculiar fotografía, y de golpe todo el futuro se abre ante sus ojos.

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«Algo, un velo, una cortina, una barrera entre dos mundos, ha sido horadado, o ha caído definitivamente. Alguien golpea desde el otro lado y sus rastros se hacen visibles sobre la placa de colodión húmedo»

En su Historia del espiritismo, Conan Doyle fecha en 1851 los primeros intentos por capturar a los espíritus mediante fotografías. Aksakov, el gran espiritista ruso, retrasa el acontecimiento a finales de la década de los 50. Pero las primeras fotografías de fantasmas que conservamos son las de William H. Mumler, que desde 1861 y hasta su defenestración definitiva en 1869, poblarán de prodigios el luto colectivo de la Guerra Civil Norteamericana. Otros practicantes del arte, como el anciano calotipista británico Frederick Hudson, importan a principios de 1870 la fotografía espiritista al continente europeo. Algo, un velo, una cortina, una barrera entre dos mundos, ha sido horadado, o ha caído definitivamente. Alguien golpea desde el otro lado y sus rastros se hacen visibles sobre la placa de colodión húmedo. La fotografía —ciencia del tiempo, huella de la memoria, cazamariposas del instante— se incorpora al catálogo de herramientas espiritistas. Se abre una era de imágenes-fantasma.

A finales de 1873 aparece un anuncio en la prensa diaria parisina: «E. Buguet, Boulevard Montmartre 5, fotógrafo de espíritus».

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Su entrada en el negocio no puede ser más providencial: sin que Buguet sea consciente de ello, el movimiento espiritista francés lleva años esperándole. Particularmente desde que en 1869 falleciera Allan Kardec, el ideólogo del primer espiritismo europeo y cuya hostilidad a las fotografías de Mumler era notoria, los boletines y órganos de comunicación del movimiento anuncian la llegada inminente de un gran médium fotográfico. La vertiente francesa de la doctrina había apostado por alinearse con el positivismo en la época de debilidad que siguió a la muerte de su principal figura. Ya en el entierro de Kardec, Flammarion anuncia con su voz colosal que el espiritismo será una nueva ciencia, y no una nueva religión. Y la fotografía parece un medio idóneo para dotarse de «una prueba irrefutable», de «una pizca de verdad», según escribe en 1871 Pierre Leymarie, el sucesor de Kardec al frente de la Revue Spirite. En la serie de artículos que Leymarie publicará durante los siguientes meses, insta a los espiritistas a hacerse fotógrafos y a los fotógrafos a volverse espiritistas. Atrincherado en la frontera espectral que conecta ambos mundos, Leymarie está a la espera de un médium epocal que tome entre sus manos la fotografía, que la vuelva en aliada, que la preñe de espíritus.

«Esposas amortajadas, hijos arrebatados por guerras europeas o coloniales, hermanos ahogados en estanques ignotos, bebés que tiemblan de frío en un Más Allá rococó… Todo un ejército de espectros golpea impaciente las puertas (místicas) del estudio de Buguet»

Edouard Buguet encarnará inadvertidamente el papel de ese mesías minúsculo.

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Aún manteniendo su negocio de retratista corriente (que también experimentará una correlativa expansión), Buguet llega pronto a tomar más de 50 fotografías espiritistas al mes. Balzac, Napoléon III, la legendaria Katie King —hija de feroces piratas— y hasta el propio Kardec acuden a sus placas. Esposas amortajadas, hijos arrebatados por guerras europeas o coloniales, hermanos ahogados en estanques ignotos, bebés que tiemblan de frío en un Más Allá rococóTodo un ejército de espectros golpea impaciente las puertas (místicas) del estudio de Buguet. Su popularidad, sus ingresos y su vanidad aumentan.

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Progresivamente va refinando el ritual teatral que acompaña cada sesión, hasta dar con la versión definitiva. Se hace esperar al cliente un tiempo considerable, bajo una atmósfera de expectación creciente. Una caja de música suena en la lejanía, al otro lado de la pared. Al final de la primera y larguísima sesión, lamentos de impotencia, excusas, disculpas: se le dice que vuelva al día siguiente, pues el esfuerzo ha agotado al fotógrafo. Cuando el cliente retorna para una nueva sesión, Buguet irrumpe súbitamente en el cuarto en estado de trance. Camina en círculos imprecando a la cámara. Se lanza al suelo, se retuerce, coge su cabeza entre las manos, emite sonidos incomprensibles. Y solo entonces: el fogonazo.

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Quizá lo más sorprendente sea que, de forma paralela a la práctica de Buguet, se ha hecho popular en Francia una pequeña industria de entretenimiento alrededor de las fotografías falsas de espíritus, que se comercializan en las tiendas de souvenirs para el entretenimiento y para la broma: varios fotógrafos humoristas en París, y también compañías extranjeras como la London Stereoscopic Company o la firma americana Underwood and Underwood, venden, en la época del apogeo de Buguet, imágenes estereoscópicas y copias trucadas en las que figuran ángeles y fantasmas, y que se diferencian bien poco de las instantáneas que toma el fotógrafo de espíritus, si acaso, en su mejor acabado que las de Buguet, que son más ridículas en su exceso de sábanas, más burdas en la forma en que recortan violentamente los bordes de los rostros, menos ingeniosas en su insípida repetición de los mismos gestos y liturgias.

Leymarie, sin embargo, afirmará haber sometido a Buguet a rigurosos exámenes por parte de legiones de expertos franceses y extranjeros: ninguno ha detectado falsedad ni truco. Contesta combativamente a los críticos desde las páginas de su revista; reta a los humoristas a que produzcan «velos tan elusivos como los que envuelven a los espíritus que acuden a la llamada de Buguet». El portavoz del espiritismo apuesta así su credibilidad a la del fotógrafo. Ambos, diría uno, se las prometen felices. Una noche se fuman un puro detrás del biombo que les separa de un comedor repleto de espejos.

Pero pronto, tras el fugaz relámpago de éxito, el tándem Leymarie-Buguet encontrará su némesis. Guillaume Lombard, un prefecto de policía aficionado a la fotografía que investiga los vínculos del espiritismo con grupúsculos socialistas, acude de incógnito al estudio del Boulevard Montmartre y, después de soportar con templanza admirable todo el ritual, agarra a Buguet por las muñecas y le esposa.

«A la simple visión de la celda, Buguet se derrumba, lo confiesa todo. Balbucea para Lombard una inculpación completa. No es un médium. Nunca ha entrado en trance»

A la simple visión de la celda, Buguet se derrumba, lo confiesa todo. Balbucea para Lombard una inculpación completa. No es un médium. Nunca ha entrado en trance. En cuanto a la similitud de los espíritus y los familiares: cuando los clientes no dan indicación de las características faciales del espíritu a obtener, la secretaria del estudio les enreda en chácharas para obtener alguna pista. En cuanto al método: Buguet prepara entonces un muñeco sobre el que clava (¡con tachuelas!) una reproducción ampliada de algún retrato que responda a tales características y realiza una primera exposición. En cuanto al motivo: la codicia, la megalomanía, la burla. «Pero fue Leymarie quien lo planeó todo. Yo solo soy un fotógrafo. Yo soy inocente». Las confesiones brotan sin que Buguet aparte la mirada de la pared. Solo tiene ojos para los muros de la celda. Años después, se justificará diciendo que el temor a aquellos muros lo arrojó al pánico y a la apostasía.

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A pesar de la detallada confesión, sus víctimas se niegan a creer en la posibilidad del engaño. Ellas continúan reconociendo a sus familiares en las fotos. «Eligieron persistentemente creer [escribe el historiador Martyn Jolly al reseñar el bizarro espectáculo del juicio] la evidencia de sus propios ojos antes que las confesiones de Buguet». Se interpreta que el acusado está siendo forzado a la mentira. Se habla de una conjura de los jesuitas, de una nueva Inquisición que busca aplastar la verdad espiritista. Leymarie contradice incluso a su defensa, que quiere presentarle como una víctima más del timador, y deposita ante el juez un manojo de cartas con cientos de testimonios de clientes agradecidos.

Buguet y Leymarie son condenados a una multa de 500 francos y a un año de cárcel. Alfred Firman, un médium americano que también se ve inculpado en calidad de colaborador, recibe 300 francos de multa y seis meses de prisión.

De manera paradójica, en libertad vigilada mientras la condena se resuelve, Buguet da un giro radical a su carrera de fotógrafo, no se sabe bien si por un extraño aliento de animal carroñero o por contar con dotes casi sobrenaturales de adaptación. El mesías de Leymarie se pasa a la fotografía falsa. En la tarjeta de visita de su estudio se anuncia ahora como «fotógrafo antiespíritus», esto es: como mago del trucaje y creador de ilusiones, que garantiza un retrato espectral para diversión del cliente. Acompaña este nuevo perfil profesional con varias fotografías publicitarias en las que él mismo ejerce de modelo. Más allá de las caricaturas que le hace la prensa, es así como cederá su imagen a la historia: sentando su larga estatura a una mesa sobre la que flota una calavera; haciendo levitar sillas y mesas; serio y taciturno mientras le circundan imágenes trasparentes del espíritu de Paganini, de un esqueleto con su mismo rostro, de la mismísima Muerte.

Pero se me ocurre ahora que pueda estar malinterpretando toda la historia, y que sea en estas imágenes, extrañamente conmovedoras, donde quepa basar el retrato posible de un mesías alternativo: la fábula del niño concebido al mismo tiempo que la fotografía, por el mismo impulso, por el mismo fantasma; del adolescente inflamado por el misterio doble de la imagen y de sus propios orígenes; del joven que siente, ante la visión de una fotografía de espíritus en un bar de París, que cualquier posibilidad de alcanzar el misterio está perdida; del adulto ultrajado que urde un intrincado plan para vengar el misterio y la ingenuidad perdidos, para destruir todo atisbo de verdad fotográfica, para matar al padre. ¿No parece en verdad Buguet, en la serie de retratos que lo inmortalizan, poseído por el ímpetu desconsolado y sin objetivo del parricida que completó su misión?

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Mientras Buguet toma estas últimas fotografías, Eadweard Muybridge está comenzando en Palo Alto, con equipos fotográficos de alta velocidad, sus experimentos sobre el instante, y Georges Eastman, en la Kodak, se halla a punto de patentar el sistema de revelado a partir de película seca, abriendo así el camino a la producción fotográfica en masa. La era mágica del daguerrotipo está llegando a su fin.

Tras la condena, el Buguet farsante y el Buguet vengador —ambos indiscutiblemente cobardes— huyen a Bélgica para evitar la prisión. En Bruselas el fotógrafo modificará su discurso una vez más. A finales de 1875, ante la confundida audiencia de un congreso espiritista, Buguet declara, que, efectivamente, había sido forzado a una confesión falsa por la policía («Habría dicho cualquier cosa para evitar pasar un año de mi vida dentro de aquellos muros»). Aún profesa la fe; aún reivindica su lista de milagros; aún mantiene su certeza del prodigio y del fogonazo.

La retractación del fotógrafo produce vergüenza en casi todos aquellos que son testigos de ella. Ha llegado a un punto en el que da lo mismo mistificador que cobarde. Buguet ha perdido todo apoyo. Su rastro se pierde más allá de los Alpes. Han pasado menos de dos años desde que insertó su primer anuncio en la prensa.

No se conocen la fecha ni el lugar de su muerte.