¡Vampiros en Cali! El gótico tropical según Luis Ospina

La primera vez que el cineasta Luis Ospina se topó con la muerte fue a los doce años cuando, en un humedal a dos cuadras de su casa, reflotó el cadáver de una de las víctimas del “Monstruo de los Mangones”, el asesino en serie que aterrorizó Cali a mediados de los años sesenta.


Los rumores lo describían como un negro alto, de ojos turbios y vestido con harapos, que merodeaba el vecindario ofreciéndoles algunos pesos a los niños para llevárselos. Pero el pequeño Luisito prefería imaginárselo como una alimaña horripilante, provista de colmillos y garras, que habitaba en las zonas pantanosas que anegan las plantaciones de caña. El trauma fue tan grande que, veinte años más tarde, evocaría en Pura sangre (1982), su primer largometraje en solitario, los recuerdos de aquel verano en el que niños pálidos e hinchados brotaban entre pastizales, palos de mango y pomarrosa, devorados por los mosquitos… y sin una sola gota de sangre en el cuerpo.

Mientras las petroleras extranjeras se repartían los recursos del país y se recrudecía el conflicto con el Ejército de Liberación Nacional, los intelectuales de Cali abrazaron la causa revolucionaria y se posicionaron activamente en contra de la efervescente escena antioqueña, identificándola con la “decadente clase burguesa” de Medellín. Desde una perspectiva histórica, podría argumentarse que la rivalidad entre ambas ciudades por hacerse con el control de la vida cultural afrocolombiana vaticinó el derramamiento de sangre entre los cárteles de la droga, antes de abrirse paso a champetazos hacia la costa de Florida.

LUIS OSPINA (IZQUIERDA) Y CARLOS MAYOLO (DERECHA) EN UNA PAUSA DEL RODAJE DE PURA SANGRE

El clima de violencia generalizada propició el desbordamiento del “gótico tropical”, cultivado entre otros por Álvaro MutisCarlos Mayolo y Horacio Quiroga. Sus historias de vampiros, muertos vivientes y caníbales ambientadas en pleno corazón de América Latina transfirieron las supersticiones rurales al escenario urbano. «Yo soy como los vampiros, que salgo al anochecer, porque por las noche me inspiro y me llevo a una mujer», cantaban Los Corraleros de Majagual. Al comerle terreno a la selva amazónica, otra clase de monstruos paseaban de incógnito por las ciudades, felicitándose por la mezcla de clases, razas y culturas que trajo consigo el sistema capitalista.

Paradójicamente, es en el peligroso barrio del Progreso, a orillas de la bahía de Buenaventura, donde los afrodescendientes, que son mayoría en esta ciudad y en toda la costa pacífica del país, practican con mayor fervor la santería. Atrapados en medio de un conflicto armado que ha durado más de medio siglo, los habitantes de una de las áreas de mayor pobreza y desprotección de Colombia se han servido de la magia negra para defenderse de las milicias. Según parece, los conjuros surtieron efecto y tanto los paramilitares como los guerrilleros empezaron a enterrar ellos mismos a los muertos, porque sabían que los “negros” les podían hacer un arreglo si encontraban los cadáveres y enfermar así quien los mató. O algo peor, mucho peor.

Al situarnos en un contexto concreto, en un territorio con un folclore y un modo de hablar propios, Pura sangre captura la esencia misma del pueblo caleño, de la camajanería y el sensacionalismo, del latifundismo valluno y la violencia que los sustenta. Para muestra, una estrofa del bolero de Felipe Pirela: «quisiera abrir lentamente mis venas/ mi sangre toda verterla a tus pies». Como la sirvienta protagonista de un cortometraje previo, Asunción (1975), que se corta abriendo una lata de duraznos y deja caer un par de gotas en la crema que servirá a sus patrones a la hora del almuerzo. O los documentalistas de Agarrando pueblo (1978), que aquí en Europa se conoció como Los vampiros de la miseria, prestos a extraerle el jugo a las condiciones infrahumanas de vida del pueblo colombiano. Pero es en éste, su primer largometraje en solitario, cuando el vampirismo llega al máximo grado de coagulación.

En su vertiente criolla, la figura del vampiro siempre se ha asociado a los tres grandes males que aquejan a la sociedad latinoamericana: la violencia, la explotación y el colonialismo. Ospina y su coguionista Alberto Quiroga prefirieron encarnarlo en Don Roberto, un parásito de dimensiones socioeconómicas al que los médicos mantienen con vida gracias a las transfusiones de sangre de personas jóvenes de su mismo sexo. Su hijo, un tecnócrata desalmado, extorsionará a una pareja de sicarios y una enfermera para abastecer su banco de plasma. Aislado en un lujoso ático a prueba de gérmenes, el anciano millonario yace postrado en la cama, visionando viejas películas en blanco y negro, como un Howard Hughes decrépito, de nariz aguileña, manos grandes y largas uñas que parecen garras. La cámara nos revela su silueta de Nosferatu, filtrada a través de la pantalla de una cortina, condensando en un único plano la metáfora del vaciamiento y consumo de los cuerpos y de la juventud. Del mestizaje, los prejuicios raciales, la homofobia, la pedofilia o el tráfico intravenoso de sustancias ilegales.

Una década más tarde, el mexicano Guillermo del Toro retomaría el testigo de Ospina en su apreciable debut, Cronos (1993), con Federico Luppi y Claudio Brook en los papeles principales. Una fábula adulta sobre el precio de la vida eterna, en última instancia inofensiva por su exceso de decoro para con la tradición clásica. Nada que ver con el apabullante epílogo de Pura sangre, en el que el negro Babalú se presenta ante las cámaras como chivo expiatorio. Su rostro enjuto, de ojos vidriosos y alucinados, nos recuerda la triste suerte que corre la mano de obra tercermundista en Yo anduve con un zombi (1942) de Jacques Tourneur. Y el discurso que pronuncia en un poderosísimo primer plano, resulta ser el más real, el más vivo de toda la película y, al mismo tiempo, el más diabólico y terrible.