España y los situacionistas: La sección española de la Internacional Situacionista que nunca fue (I)

“Que se nos deje de admirar como si fuésemos superiores a nuestra época; y que la época se aterre admirándose por lo que es.”

Guy Debord y Gianfranco Sanguinetti, Tesis sobre la Internacional Situacionista y su tiempo

[Nota de los Editores]: La documentación existente es inmensa. Se han publicado cientos de libros y debatido ad nauseam acerca de las actividades y naturaleza de la Internacional Situacionista (1957-1972), un grupo de artistas e intelectuales revolucionarios empeñados en dinamitar la organización de la sociedad espectacular. Con la llegada de la revuelta que supuso mayo del 68 y sus ecos en buena parte del mundo, parecieron alcanzaron unos objetivos que, años atrás, parecían un imposible. Temidos por casi todos y armados con uno de los análisis más brillantes de su tiempo, se situaron en la vanguardia de un pensamiento radical que perseguía la aniquilación total y furtiva de la sociedad de clases. Sin embargo, justo cuando se produce el levantamiento, sucede algo no previsto: los situacionistas, que en todas partes comienzan a recibir un inaudito apoyo creándose el fenómeno pro situ, se muestran contradictorios e incapaces de llevar a término aquellos planes. Por supuesto, la derrota del movimiento revolucionario no fue culpa suya, pero sí comienza una crisis en su núcleo, alrededor de Guy Debord en París,  y sus secciones internacionales. Lo siguiente (una generalización de las revueltas, la colectivización de los medios de producción, etc.) no llega y el sueño se esfuma. Parece que la Internacional Situacionista, que tanto ha esperado este momento, muestra una parálisis profunda. Por un lado niega que en el terreno contracultural anglosajón hayan atisbos de fuerzas radicales. Por otro, se desangra en disputas internas que conllevan expulsiones y tensiones terribles.

Cubiertas de los 12 números de Internationale Situationniste

«Durante un tiempo, de forma regular, Javier Urdanibia visita la casa de Debord, hace de traductor y colaborador en ese número 13, y participa en encuentros informales con los miembros del grupo. Pero algo sucede...»
 

Tras la publicación de doce números de su potentísima y bella revista, Internationale Situationniste, Debord, cada vez más sólo, inicia los trabajos del número trece que, como sabemos, jamás verá la luz. También aspira a que la organización crezca. Es entonces cuando acontece algo que, hasta la fecha, ha permanecido bastante poco conocido: Debord, que desde siempre estuvo fascinado con España y su historia revolucionaria, mira a nuestro país y, en un momento dado, se habla de una nueva sección, esta vez española. ¿Quiénes formarían esa hipotética nueva sección? Fundamentalmente dos hombres que han tenido contacto con el medio situacionista, que lo comprenden y tienen entonces la fuerza necesaria: Javier Urdanibia y Eduardo Subirats, ambos en París y quienes, de una forma o de otra, han ido conociendo a muchos de los principales situacionistas y difundiendo sus ideas. Urdanibia, sin embargo, va más allá. Durante un tiempo, de forma regular, visita la casa de Debord, hace de traductor y colaborador en ese número 13, y participa en encuentros informales con los miembros del grupo. Pero algo sucede...

ANAMNESIS O LOS POSTREROS DÍAS DE LA INTERNACIONAL SITUACIONISTA

Javier Urdanibia

 

Javier Urdanibia (San Sebastián, 1945), filósofo, fue uno de los raros españoles que conoció personalmente a Guy Debord y trabajó con él en lo que hubiera sido el número 1º de la revista de la sección española de la Internacional Situationista y en los primeros pasos para la frustrada traducción de La sociedad del espectáculo. Tradujo al castellano el Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones (Anagrama, 1977) de Raoul Vaneigem. Por otro lado, ha publicado algunos ensayos sobre Bergson, Pessoa, Schopenhauer, Kierkegaard, María Zambrano, Etienne de la Boétie o Rousseau, así como algunos textos sobre temas diversos, como el art brut, la locura y el espiritismo, la gnosis en la tradición chiita, etc. Está interesado por las relaciones entre filosofía y poesía, cultivando ambas actividades. Actualmente vive en Denia, mantiene contacto con los agent provocateurs y se dejó seducir para que nos contase esta singular historia.

La Internacional Situacionista en la Conferencia de Munich, abril de 1959. De izquuerda a derecha: Giors Melanotte, Giuseppe Pinot-Gallizio, Hans-Peter Zimmer, Maurice Wyckaert, Asger Jorn, Gretel Stadler, Helmut Sturm, Heimrad Prem, Armando, Constant, Guy Debord, Har Oudejans.

1. CIRCUNSTANCIAS AQUELLAS

Inicio y vecindad inquietantes

A finales de 1968 o en el 69, con veintitrés o veinticuatro años, en una de mis por entonces frecuentes estancias en Valencia, conocí en el Claustro de la Facultad a un estudiante de Barcelona, E. S. (que había antologizado y traducido El único y su propiedad de Max Stirner con el seudónimo de David Martín), con el que tuve trato durante dos años aproximadamente, y que me dio a leer la De la misère en milieu étudiant y me habló de los situacionistas, con los que él había entrado en contacto a raíz de alguna traducción que deseaba hacer. A partir de entonces, leí muchas cosas más.

En España, la gente de izquierdas vivíamos entre el aburrimiento, el miedo y la rebeldía o el sometimiento. Francia era nuestra patria de promisión intelectual. El aire fresco venía de allí, donde había de tiempo atrás una importante sensibilidad al drama de la España franquista y al de los refugiados, expulsados, asesinados... Lo atractivo de la Internacional situacionista era su posicionamiento libertario y consejista. Además, lejos de la habitual propaganda izquierdista a la que estábamos tan acostumbrados, este colectivo de «teóricos» proponía un liberador maridaje entre arte, vida cotidiana y crítica de la política.

Conozco enseguida a François de Beaulieu (en su casa de la rue du Louvre, donde me crucé alguna vez con Christian Sébastiani), a Raoul Vaneigem y a Guy Debord. Más tarde, tuve ocasión de tratar a René Viénet, a Gianfranco Sanguinetti y a René Riesel, a quien solamente vi creo que un par de veces. Debord se refería a François de Beaulieu como «el situacionista que llegó del frío», porque —decía— no había tenido militancia alguna en grupos libertarios y autogestionarios, ni pertenecía a ningún cenáculo artístico o nihilista (1).

En viajes a París durante finales del 69 y primera mitad de 1970, me veía con François, con el que hablaba largo y tendido. El 14 de septiembre de 1970, recibo una carta de Guy Debord desde París a la que acompañan algunos documentos. (Yo vivía entonces a caballo entre San Sebastián y Paterna, Valencia). En este escrito Debord me pone al corriente que él mismo es el encargado de relaciones con España, función que anteriormente había desempeñado François de Beaulieu, al que, con ferocidad, se le aplican todo tipo de descalificaciones, como hacía Guy habitualmente. La carta concluye con esta fórmula: «Me gustaría saber lo que piensas del estado actual de cosas, y el porvenir».

François de Beaulieu afirmó sobre mí: «Javier Urdanibia [...] ha tenido un trato muy cercano a Debord durante unas semanas y después se ha ido disgustado». Efectivamente, tiene razón porque conoció bien toda mi relación con el medio situacionista y mi partida. No obstante, quizás convenga matizar las fechas concretas. Si bien entré en contacto con la I. S. en el año 1969, hasta finales de verano de 1970 no resido en París, más exactamente, en Versalles. Mi tiempo de relación cotidiana con los situacionistas, y muy especialmente con Guy Debord, se reduce, pues, en última instancia, al tercer trimestre de este último año.

Conferencia de la IS en Antwerp, Bélgica (1962). De izquierda a derecha: Raoul Vaneigem, Therese Vaneigem, Michele Bernstein, Attila Kotanyi y J.V. Martin. Guy Debord está de espaldas, junto a Vaneigem.

Cuando me instalo a vivir en la Escuela Normal de Versalles, acudo con regularidad a casa de Guy Debord, quien me acoge con los brazos abiertos. Comienzo a trabajar con él en la traducción de La société du spectacle y escribo un texto, que se pensó publicar en París, que era un recorrido a vista de pájaro sobre la dictadura franquista y los movimientos de oposición a ella. Se habló también de que otro escrito mío anterior, La cuestión vasca, podía incluirse en una hipotética (o en ciernes) revista situacionista en España.

Durante este época, hablamos mucho de la traducción de La société du spectacle (conservo aún un ejemplar con anotaciones de Debord donde se me señalaban las claves de ciertos détournements) y el resto del tiempo, con interrupciones muy episódicas de todo orden, Guy contaba las grandes y pequeñas epopeyas o gestas de la vida de la I. S. Le escuchaba con gran atención. Era un gran conversador. Sin embargo, echaba a faltar en su decir reflexiones sobre problemáticas muy dinámicas, como la resistencia a la dictadura en España (aunque suene extraño), la independencia de la mujer, la guerra del Vietnam, el tema del control de la natalidad o la homosexualidad (2). Estos contactos, a pesar de lo reducido de su duración, fueron suficientes (cuantitativamente) para percatarme (cualitativamente) de que Guy evitó que se hiciera todo aquello que él no era capaz de hacer o de dominar y que iba a continuar así con toda la belicosidad de que era capaz. 

Dimisión de Beaulieu

Desde luego, el juego debordiano no era siempre limpio, como lo muestra, entre muchos otros casos, la dimisión misma de François de Beaulieu, en la que Debord hizo un display de sus dotes de ventrílocuo. En efecto, en un primer relato, en carta a Sanguinetti (10 de julio del 70) en la que se narra la salida de Beaulieu, la única acusación que se le hace es la de «haberse guardado desde hace mucho tiempo todas las informaciones que conciernen a los camaradas españoles», porque, según la excusa que se imputa a François, «no había nada interesante que transmitir». Luego, estalló el exabrupto de Riesel (que pertenece al vocabulario de Debord) (3). Pero en un segundo relato, este a Jonathan Horelick y Tony Verlaan, Debord escribe: «Beaulieu ha sido muy hábil al dimitir en el mismo momento en que ha sido criticado, es decir, alrededor de una hora antes de ser ignominiosamente excluido por haber disimulado y falsificado las correspondencia de la I. S. con España» (4). ¿Se supone que debía haber esperado a que le consumiera la pira expiatoria o rendirse?

Hay otro detalle importante del incremento de la furia del primer relato al segundo: mientras que en aquel se decía que François de Beaulieu había «guardado» la correspondencia de los camaradas españoles, ¡en este se le acusa de «disimular» y «falsificar»! ¿Qué hubo de tal correspondencia? ¿Por qué encerraba, a juicio de Guy y Riesel, tanta «sustancia»? ¿Para qué competición ganada de antemano sirvieron la media docena de cartas de uno u otro español? Aparte de los automatismos de tahúr, por una vez y a pesar suyo, Debord dice la verdad: «era ciertamente demasiado ajeno a nuestro mundo». La fecunda dedicación posterior de François de Beaulieu a la etnografía y la ecología bretonas indica que aquel medio (que acabó por ser gris y castrante) no era el adecuado para sus intereses y su valía.

Conferencia de la IS en Venecia (1969. De ziquierda a derecha: Eduardo Rothe, Bruce Elwell, Robert Chasse, Tony Verlaan, J. V. Martin y Raoul Vaneigem.

«El día 14 del mismo mes Guy se dirige a Gianfranco Sanguinetti y le dice: «la paciencia ha muerto. Las rupturas son inevitables». Y se añade tras un punto y aparte: «El camarada español que tú conoces ha aprobado nuestras posiciones».  

El reparto de unos dineros

El 29 de septiembre escriben Debord, Riesel, Sanguinetti, Sébastiani, Vaneigem y Viénet a Jonathan Horelick y Tony Verlaan y, entre otras cosas, hablan del reparto del dinero en el seno de la I. S. Para justificar que la sección francesa se quede la parte del león, se mencionan procesos precisos en diversos países, Holanda, Italia «y ahora, de España». El 4 de noviembre Guy Debord escribe una misiva a Gianfranco Sanguinetti en la que se habla de que los caracteres tipográficos que se emplean en las publicaciones situacionistas francesas se podrían generalizar a otros países, como Francia o España («según el proyecto de Xabier») y más adelante en Alemania.

En este escrito, dirigido «a todos los miembros de la I. S.» (11.11.70), se afirma taxativamente: «hemos constituido una tendencia», lo que permitirá a Debord, Riesel y Viénet afirmar irrestrictamente, frente a los americanos en la ocasión, «desde ahora nos reservamos el derecho de hacer conocer nuestras posiciones fuera de la I. S.». El día 14 del mismo mes Guy se dirige a Gianfranco Sanguinetti y le dice: «la paciencia ha muerto. Las rupturas son inevitables». Y se añade tras un punto y aparte: «El camarada español que tú conoces ha aprobado nuestras posiciones».  

Es decir, que súbitamente me encuentro inmerso en un ambiente tenso y marciano. Conozco a Debord en su salsa: cartas, críticas injustas, hipérboles degradantes, manipulación, utilización de los demás... Percibo esto desde los primeros momentos. Pero Guy se desvelaba por tratarme bien y por preguntarme mi opinión sobre cualquier punto. Tenía yo, pues, sentimientos encontrados hacia la I. S. y especialísimamente hacia Debord.

Ruptura de Raoul Vaneigem

Enseguida estallaría el increíble asunto de Raoul Vaneigem. Cuando yo entré en contacto con el medio situacionista, ya no había sanedrín, sino que la realidad pura y dura era la dispersión de los compañeros y el autismo de Debord atemperado por la presencia de Viénet, el más fijo y fiel. En un momento determinado, Debord, en su casa, me comunica con alborozo que Vaneigem renuncia. Juzgué que era el momento oportuno de irse. En octubre de 1970, Debord fuerza la creación y la expulsión de la tendencia americana, cuyos miembros habían seguido manteniendo ciertas relaciones con Beaulieu y Rothe (y con Chevalier). Al final de diciembre, Sébastiani, que también había manifestado una actitud benevolente hacia ciertos compañeros apartados, por ejemplo, Beaulieu, y ahora la vuelve a manifestar con los norteamericanos, es abocado a la dimisión por su indulgencia (sic). 

Si el año 1969 fue agitado en el seno de la I. S. (Nantes, Italia y el «federalismo» de Mario Perniola (Roma), los problemas constantes con distintos editores, los «exilios» en Bruselas, París, Nantes, algún lugar de Italia, las exclusiones de Alain Chevalier, el caso Eduardo Rothe, etc.), 1970 sigue siendo otro annus horribilis para la organización: continúa, como vemos, la depuración y se expulsa a algunos americanos, a Patrick Cheval, a Claudio Pavan y Paolo Salvadori. Dimitirán este mismo año François de Beaulieu (7 de julio), Vaneigem y Sébastiani, y se consumará una escisión entre las secciones deFrancia y de los USA.

Pero la forma de todas estas purgas «razonadas» (y, en ocasiones, «reconocidas» o «aceptadas» por los reos de la ordalía) tiene una estructura reveladora, que Debord pone al descubierto. Efectivamente, en el «Comunicado de la I. S. a propósito de Vaneigem», escrito por Guy (y firmado también porViénet) se lee: «Aún sabemos mejor que uno de los raros ejercicios de radicalidad de Vaneigem ha sido siempre aprobar las exclusiones de la I. S. desde que se producían, y de pisotear sin ningún pesar a individuos que, todavía la víspera, no se había tomado la molestia de criticar». Es decir que quien participa en las exclusiones acaba mereciéndolas y sufriendo el amargo cáliz de la descalificación personal extrema. Esa es una regla secreta, pero observable recurrentemente en los procesos de «purificación» del grupo. Guy usaba a los demás como comparsas y «mamporreros». Riesel seguirá cumpliendo con este cometido con particular rigor verbal hasta que debió beber hasta las heces las insidias y crispadas vulgaridades que Debord le sirvió en pago a los servicios prestados. Así interpretaba Debord la frase del joven Marx: «Queremos una crítica radical, es decir, ad hominem». 

El 9 de diciembre de 1970 Guy Debord presenta a los miembros de la I. S. el ya citado «Comunicado sobre Vaneigem» lleno de contumacia y crueldad ya características de, lo que podría llamarse, el menú Debord. El 14 de diciembre, Raoul, tras una fecunda participación en la I. S. y una dilatada escritura (pensemos no solo en el Traité sino, entre otros textos, en Banalités de base), presenta su «carta de dimisión» en la que dice: «Prefiero retomar la apuesta que mi participación en la I. S. había diferido: perderme absolutamente o rehacer absolutamente mi propia coherencia, y rehacerla solo para rehacerla con el mayor número».  Debord, incombustible, seguía con su Kriegsspiel.

Casi dos años más tarde se irá Viénet. El maestro quiere torear solo y ha ido expulsando a la cuadrilla. Ya no necesita a esa gente. Le urge mostrar su simpar genio sin comparsas. (Dejo de lado el caso de Gianfranco Sanguinetti, al que encontré sumamente gentil aunque fantasioso en sus percepciones hiperbólicas de las luchas sociales. Cualquiera que haya leído el folleto Gli operai d’Italia e la rivolta di Reggio Calabria (Internazionale Situazionista, Milano, 1970) sabrá de qué estoy hablando).

2. EL MENÚ DEBORD

«El Debord que conocí personalmente (alcohólatra coherente, como demostró toda su vida) se había erigido de facto en juez de guardia de los demás situacionistas, de los allegados e incluso de gente ajena al cenáculo»

Los epígonos

El Debord que conocí personalmente (alcohólatra coherente, como demostró toda su vida) se había erigido de facto en juez de guardia de los demás situacionistas, de los allegados e incluso de gente ajena al cenáculo. Los situacionistas con los que me mezclé en este período de descomposición sin retorno estaban sometidos siempre a la inapelable y, a veces, inesperada sentencia. Dice De la Boétie: «los que son sus favoritos nunca pueden tener ninguna seguridad, ya que el tirano ha aprendido de ellos mismos que todo lo puede, que no hay derecho ni deber que lo obliguen, que su voluntad es la razón y que no tiene ningún compañero, sino que es el amo de todos». Fui consciente enseguida de las «arenas movedizas» en que se asentaba la «comunidad» que gravitaba en torno a Debord. Pero el malestar que había no era solo entre Guy y los demás situacionistas, sino que la atmósfera de psicotiranía se replicaba en las escasas relaciones que los compañeros teníanentre sí. La fraternidad entonces no era una característica de la I. S., y esa carencia era resultado de la estructura deborcéntrica de la Internacional y de las mentes de sus miembros.

Guy Debord, The naked city (1957)

Pero había otras responsabilidades que nunca se mencionan. Ya Etienne de la Boétie hablaba de «esta obstinada voluntad de servir» que justifica todo del tirano, que todo lo exculpa, porque «el pueblo simple se inventa las mentiras para luego creerlas». Esta mitología, que existía en la I. S. y era muy eficaz y engañosa, embellecía y ennoblecía actos deleznables. Los miembros de la Internacional Situacionista, desde los primeros tiempos (y cabe decir lo mismo de la Internationale lettriste), habían asumido implícita o explícitamente que «no basta solo con que [los subordinados] hagan lo que dice, sino que deben pensar lo que quiere y, a menudo, prever sus pensamientos [...] para complacerle». No se puede en ningún caso alegar ignorancia porque ha sido y es una constante que, poco o mucho, hayan probado en ellos mismos «la crueldad del tirano, que antes habían atizado contra los demás».

El Yo y el Nosotros

En el medio situacionista (no es el único) siempre ha habido un juego confuso entre el Yo y el Nosotros. Pongo un lejano ejemplo revelador: Hans Platschek, el sexto caso de expulsión desde la fundación de la I. S., al saberse excluido, envía este telegrama: «Hay que exterminar a las porteras de París, cuyo espíritu de control ha infectado a los intelectuales revolucionarios. El nosotros es odioso». La I. S. responde: «El Yo sin el Nosotros recae en la masa prefabricada». ¿No será más bien que el Nous sin el Je engendra ipso facto reflejos de rebaño o de siervo? ¿No será que el «yo debordiano» utilizaba convenientemente el envolvente «nosotros situacionista», ante el que solo algunos llegaron a pronunciar el venerable non serviam!? La forma de dominar al grupo se basaba, pues, en dos pilares: a) la apropiación individual del «nosotros», y b) la citada «obstinada voluntad de servir» que nos hace no ya perder la libertad, sino ganar la servidumbre.

Los pasos de la apropiación

En sus tempranas relaciones con los compañeros entregados al cultivo de las artes plásticas se aprecia esta apropiación individual de Guy del «nosotros», a la que precede una absorción del «yo» del artista por el «nosotros situacionista». El círculo se cerraba mediante esta estrategia perversa. A Pinot-Gallizio, a Asger Jorn, a Constant, a todos propone el abandono de la individualidad, en última instancia «conservadora y reaccionaria», para adoptar la primacía del grupo. La I. S. nunca ha sido una federación de subjetividades, ni un grupo de afinidad, sino una estructura radial y centralista hasta el extremo. En carta a Jorn, Debord le acusa de «compréhension» hacia el gremio de galeristas y críticos de arte y manifiesta su voluntad de que los artistas no aparezcan como individuos, sino como miembros de un movimiento.

El primer paso, pues, fue la apropiación «colectiva» de la obra individual, que sin la tribu es mera «payasada reaccionaria». Extra I. S. nulla salus. Frente «a la obra de uno solo», que corre el peligro de que su singularidad absorba exclusivamente la atención del público (carta a Constant, 26 de abril de 1959), lo que interesa, dice en otra carta al mismo Constant, es «la exposición general del movimiento».

El segundo paso (que se dio definitivamente más tarde, en 1970) no es otro que la apropiación del «nosotros situacionista» por el «yo debordiano», es decir, el «yo» del Debord «ortónimo». Todo ello bajo una aparente stricta observantia, pero realizada mediante una pertinaz, oportunista y voluble argumentación ad hoc.

El número 13 de la revista

Un acontecimiento de particular importancia fue el rompecabezas de la continuidad de la revista, es decir, el asunto del número 13. Ya el 28 de julio de 1969, Debord había puesto de manifiesto su voluntad de dimitir de la dirección de la revista francesa, ya que había que «cambiar la actual fórmula» de la misma. Tras la salida del número 12 dice, «dejaré de asumir la responsabilidad, tanto legal como referida a la redacción, de la dirección” de esta revista». Debord llega a afirmar que su aportación a la redacción de la revista ha sido de un 50% cualitativo (dejando de lado toda «mezquina medida cuantitativa», porque Debord indefectiblemente se mueve en el territorio de lo cualitativo). La necesaria igual participación de todos y cada uno de los miembros en todas las tareas de la organización exige tal giro. Para evitar fabricar vedettes hay que cuidar que él permanezca en la sombra. Pero a ese designio que quiere realizar, acompaña una denuncia de la fracción «contemplativa», que no es otra que la sección francesa, la cual no hace más que decir «amén», actitud que ya había sido denunciada por él desde la VIª Conferencia. Carga las tintas para intimidar a los demás al afirmar que si no hay rectificación, la próxima conferencia que seguirá a la de Venecia debería declarar disuelta esta sección. ¡Órdago!

Unilateralidad de las reglas

«¿Nadie se percató nunca que este ritual de humillaciones y excomuniones formaba parte del repetitivo "menú Debord"?»

Una pregunta se impone repetidamente: ¿nadie se percató nunca que este ritual de humillaciones y excomuniones formaba parte del repetitivo «menú Debord»? O bien, ¿hemos de reconocer que la adhesión a la I. S. se fundamentaba en la servidumbre voluntaria? (5)

La ambigua exigencia de igualdad contrastaba con la efectiva persecución inquisitorial de los comportamientos no previstos por la estructura radial, por esta forma de «centralismo democrático», que originaba una especial psicopatología de la vida situacionista. Las secuelas psicológicas de la pertenencia al círculo son persistentes (represión, fobias, manías reactivas, silencio autoimpuesto). Por razones de tal orden muchos son reacios a hablar con naturalidad de lo sucedido o lo edulcoran flagrantemente mediante una reinterpretación conformista.

Ante este cúmulo sospechoso y escandaloso de expulsiones, escisiones, excomuniones, etc., Debord, amén de repetirme algo que se decía en una de las primeras revistas, a saber, que la Internacional Lettriste había tenido más expulsiones que la I. S., me remitió al libro de Lukács de los años veinte, Historia y conciencia de clase, en cuyo capítulo «Observaciones metodológicas sobre la cuestión de la organización», se lee lo siguiente: «El problema de la “depuración” del partido, tan denigrada y calumniada, no es más que el aspecto negativo del problema de la verdadera democracia, es decir, de la supresión de la separación entre derechos y deberes, y que no se trata de una libertad formal, sino de una actividad íntimamente solidaria y coherente de los miembros de una voluntad de conjunto». 

En el trimestre en que me moví en la órbita debordiana, me fue imposible dejar de pensar que qué lejos estábamos de la definición inicial dada por la I. S. de «situación construida: momento de la vida, concreta y deliberadamente construido por la organización colectiva de un ambiente unitario y de un juego de acontecimientos». Probablemente, Guy estaba tratando de aniquilar para siempre todo lo que un día pudiera destruir su obra, según la máxima del marqués de Sade.

Pasiones reales y pasiones abstractas            

La erotomanía era «mal de época». Se hablaba de amor libre, de revolución sexual, de Marcuse, del fourierismo, de las comunas, de la abolición de la pareja, de Wilhelm Reich o de Sexpol, etc. Muchas de las discusiones entre revolucionarios (y no tanto) concluían en estos apasionados temas de la liberación de la sexualidad de toda represión y norma. El análisis que la I. S. había hecho de la sociedad contemporánea europea era el siguiente: «El encuadramiento familiar [de la juventud] se desmorona felizmente, así como las razones de vivir admitidas antaño, y desaparece el mínimo de convenciones comunes entre la gente, y, con mayor razón, entre las generaciones; las generaciones de los mayores participan aún de fragmentos de ilusiones pasadas y, sobre todo, están adormiladas por la rutina del trabajo, las responsabilidades” aceptadas y los hábitos que acompañan al hábito de no esperar nada de la vida».

La fractura del encuadramiento familiar y de las convenciones dejaba paso a la postulación del ideal «inmoral» de gozar sin límites, jouir sans entraves. Pero este es un aceptable imperativo formal, no material, es decir, no dice lo que se debe hacer sino la disposición que hay que guardar al vivir. Nadie puede materializar el precepto sino uno mismo, o las subjetividades federadas hedónicamente. Lo que para unos en un momento determinado es el placer, para otros puede resultar un aburrimiento grasiento. Esto es de catón. Pero la interpretación que del imperativo hacía Debord era —como siempre— ventajosa para él y desagradable para los demás. En su conversación, el tema de las mujeres era obsesivo. El «menú Debord» era inalterable e implacable.

Cuando no hace mucho comenté a François de Beaulieu la antigua acusación debordiana de que él se había acercado a la I. S. por «pasiones abstractas» y no «reales», me respondió de forma lúcida: «Mientras he estado “dentro”, he mantenido la ilusión de que cada uno podía vivir sus pasiones al margen de toda referencia a pasiones verdaderas” predefinidas y dejando que los demás ignoren las mías como yo ignoraba una gran parte de las suyas». 

Las frustraciones del croupier

Pero las cosas no solían ser así. El croupier decidía unilateralmente las reglas y era su erotomanía la que provocaba en ocasiones una ruptura «trágica», en el sentido de que no se acababa solo una relación, sino que el otro era aislado y arrojado eternamente a las tinieblas exteriores en nombre de supuestas o implícitas reglas que había graciosamente que suponer que eran evidentes y acatadas de antemano por todos (6). Cuando no se cumplían las reglas «revolucionarias» fijas, venía el cierre sectario, lo reprimido era intocable o paria. El chivo expiatorio debía ser anonadado por acusaciones sin cuento. Guy estaba muy mal dotado para las frustraciones, incluso las más previsibles, y, cuando le sobrevenía alguna, su cerebro reptiliano se disparaba y emitía reflejos y automatismos venenosos con largueza y complacencia. En suma, en este aspecto, como en tantos otros, tampoco era de fiar. 

El deseo de dominar la vida del grupo (de todos y cada uno) adquiría la forma de invitación a los demás miembros a una carrera unilateral, a la que se le dio la ridícula e insidiosa denominación de «coherencia», la cual jugó el papel del mito que se antepuso a la conciencia reflexiva e impidió su ejercicio autónomo. La aplicación unilateral de la idea de coherencia tuvo dos utilidades clave: la función narcotizante productora de reflejos de sumisión se complementaba con la idealización y el encubrimiento de la jerarquía y la arbitrariedad efectivas.

3. APRECIACIONES DIVERGENTES

Construcción especular

Una construcción especular es aquella en la que solo se refleja el constructor del espejo o su anécdota propia o sus circunstancias tamizadas. La construcción especular culmina en un espectáculo que es reflejo de sí misma. Opuesto a este procedimiento, permanece y vive el pensamiento de (en) la mediación, que es consciente de que no puede haber una perspectiva que las explique todas, porque una imagen no agota la fecundidad visual del espejo ni la amplitud de la mirada. La personalidad de Debord se fue convirtiendo cada vez más en una construcción especular. En consecuencia, dejar de frecuentar el entorno debordiano no era otra cosa que salirse del espacio (desplazarse) de tal construcción especular.

En una ocasión, en casa de Debord, rue Saint Martin, en que, hablando con Vienet yRiesel, yo argumentaba sobre la necesidad de abordar el camino de la mediación y rectificar la línea autista de la I. S., Debord—¡el que casi nunca se equivoca!— se levantó (solía preferir estar sentado y se alzaba raramente) y, muy serio y tenso, espetó que la I. S. no tenía nada que rectificar y que los textos situacionistas seguían teniendo intacta su validez revolucionaria. Algunas jornadas antes, en casa de Riesel, yo ya había hablado con este último de este asunto, recibiendo de parte del anfitrión todo tipo de objeciones. ¡La I. S. se había hecho vieja con gente tan joven! Había habido demasiado artificio y ficciones dogmáticas «ideológicas» y mucha presión de Debord sobre los demás.

Utillaje conceptual

Es decir, que no podía continuar por más tiempo la antipática situación, en el que se te convierte en convidado de piedra y espectador de lo que has de consentir en nombre de la coherencia. A esta cierta desafección, que no era más que imposibilidad de pertenecer totalmente a este grupo, se unía la insuperable dificultad de asumir el historicismo y la consecuente ausencia de reflexión práctica sobre la mediación. 

¿Qué necesidad colmaba el hegelianismo? La filosofía dialéctica (hegeliana) supuso un instrumental conceptual y lingüístico que permitía concebir y formular la negación del estado de cosas, la abolición de la sociedad de clases. El empirismo y el positivismo limitaban, por definición, su campo intelectual a la constatación protocolaria de «cuestiones de hecho» (si bien este último se dotó de una versión del historicismo y de una parafernalia «hierática»). Estas escuelas filosóficas no disponían de la capacidad epistemológica y metodológica de formular lo otro, el deseo posible. Por ello los marxistas revolucionarios fueron «hegelianos», en el sentido de que necesitaron recurrir al lenguaje de la dialéctica para formular el proyecto y la emergencia de lo nuevo. Mas la rebeldía y la crítica contenidas en la filosofía dialéctica pronto se convirtieron en encorsetamiento y sumisión, y así brotó la ideología dialéctica, que era una mera apologética de la autoridad de algún poder con todas sus insidiosas variantes.

El esquema que permite saltar de una situación de hecho a su «negación» por obra del trabajo histórico del proletariado, es básico para analizar una etapa revolucionaria o, lo que es lo mismo, la fe en la revolución como cambio cualitativo en la vida de los hombres solo puede proceder de una lógica dialéctica historicista. Sin dialéctica no hay evidencias que garanticen la esperanza en la sociedad sin clases. Sin dialéctica no tiene sentido la noción de proletariado como clase superadora y resolutiva. Contra todas las variantes del empirismo y del cientifismo, los revolucionarios marxistas necesariamente fueron hegelianos. Su dialéctica, que salta del viejo mundo a lo radicalmente nuevo, permite predecir la muerte de la filosofía, de la religión y del arte, así como de toda forma de separación. En cambio, si se abandona toda ideología dialéctica se pierde el instrumento intelectual que anticipa necesariamente la sociedad sin clases y que fundamenta ilusoriamente la promesa.

Por su parte, la «teoría situacionista» era, en cierto sentido, el paradigma de una época. Se había convertido en una atractiva doctrina irrefutable, ya que es imposible que se dé el cúmulo de circunstancias que la invalidarían. El lenguaje oracular ofreció la forma estilística que vehiculaba la infalibilidad y potenciaba la proliferación de discípulos retóricos y esnobistas. Con estas armas era fácil la crítica a cualquiera por los motivos que fueran (no siempre explícitos). Su monolitismo vaticinante obviamente no pudo alcanzar la finura epistemológica de entender que toda teoría sobre la práctica humana engendra inevitablemente paradojas y antinomias.

Los términos cualitativos que empleó la I. S. le otorgaron una cierta «riqueza» derivada de la ambigüedad y la polisemia (lo cual permitía, subrepticiamente o no, reescribir la historia, propia y ajena, mediante reinterpretaciones ad hoc), fortalecieron el pensamiento vano, pero exigente, de que para la historia teórica lo esencial siempre es algo universal y que se revela en el decurso concreto del tiempo efectivo. Y aquí aparece el peligro más grande de la planificación global porque el control holístico del programador individual o colectivo significará el final del progreso, al habersuprimido una de sus condiciones de ser: la libre producción del pensamiento y su intercambio.  

La «teoría» no abandona su pedestal abstracto y olvida su relación matricial con las luchas efectivas concretas. La «teoría revolucionaria» siempre haciéndose desemboca en el «Panegírico», lo que explica muchas cosas. Tras haber llevado a la I. S. a la clausura en sí misma, el siguiente paso era la identificación (o transubstanciación) de aquella organización en su Ego, en Guy (Ernest) Debord. No hay fracaso en ello, diría un acólito, sino el reflejo de los tiempos. Se ha acabado la hipnosis revolucionaria, el papel de las vanguardias, el historicismo —background de todo proyecto moderno de emancipación—, la voluntad transgresora, la crítica. Había muerto la filosofía, dios y el arte (7), pero agonizaban también la rive gauche, le Marais, París, la gente capaz de comprender, el alcohol, se terminó la genuina insurrección y enmudeció la crítica. El fracaso de la I. S. se convierte ipso facto en la glorificación del Artífice, en su panegírico. Se apaga el testigo último de una mitología que tuvo sus días de gloria, apostrofándonos: Après moi le déluge! (8)

El filósofo de la ciencia Thomas S. Kuhn, hablando del cambio de paradigma, subraya que los científicos menos apegados a los procedimientos establecidos ya crepusculares, «habitualmente, son hombres tan jóvenes o tan novatos en el campo en crisis, que la práctica los ha comprometido menos profundamente que a la mayor parte de sus contemporáneos en la opinión sobre el mundo y sobre las reglas determinadas por el antiguo paradigma». Eso es lo más parecido a lo que me ocurrió a mí. Y abandoné aquel medio asfixiante sintiendo un grande alivio y sin mayores secuelas personales. Enseguida volví a leer Marxisme et philosophie de Karl Korsch.

 

NOTAS

 

1. Además, no bebía alcohol, práctica habitual en el medio situacionista y en otros varios medios. En carta personal, François de Beaulieu, comentando la malévola frase de Debord, confiesa, por el contrario, haber tenido «los suficientes contactos con anarquistas que prestaban libros y que no eran obtusos, como para haber adquirido a partir de los dieciséis años un conocimiento de los movimientos sociales no muy frecuente en la juventud de la época, y he participado en algo diferente a la lucha de los aparatos o las agitaciones en el medio estudiantil, la concepción clásica de la «militancia» se aplica mal a rebeldes para los que la poesía y la amistad eran los medios esenciales para luchar contra las injusticias permanentes de las que eran víctimas los hijos de los mineros y de los obreros con los que el azar me había hecho compartir la suerte».

2.  Hay que reconocer que la homofobia era muy frecuente en la izquierda, a pesar de contar con muchos militantes homosexuales más o menos declarados.

3. Cuando Riesel llama minable (deplorable) a François, Raoul y Christian reaccionan declarando que «jamás semejante desprecio había tenido lugar y se había aceptado entre nosotros». Ante tal incompatibilidad deciden que hay que elegir entre ambos (!), como en un duelo. Entonces François dimite, según narra epistolarmente Debord a Sanguinetti el 10 de julio de 1970. En otra carta al mismo Sanguinetti diez días más tarde, vuelve a cargar con delicadezas de fullero: «La dimisión de François no es lamentable como hecho (por mucho que haya sido un mal dimisionario), sino como estilo».

4. En comunicación personal, François me dijo: «Se me ha reprochado haberme guardado la correspondencia con los españoles incluso antes de habérmela pedido. Naturalmente, he dimitido en el instante en el que he comprendido que era una cuestión de confianza, seguramente me podrían reprochar muchas cosas, pero esa no. No tenía, pues, ninguna razón para permanecer por más tiempo con gente que no respetaba este punto. Debord y Riesel se sintieron frustrados por no haber podido llevar a cabo la expulsión que tramaban».

5. No obstante, siempre fue admirable la creatividad de algunos segregados, cuyo ejemplo más prominente fue la extraordinaria inteligencia productiva de Asger Jorn.

6.  Mucho más tarde supe que Blanchard se había percatado hacía mucho tiempo, directa y personalmente, de alguna de las claves del menú Debord: «él decidía unilateralmente las reglas y a menudo las dejaba implícitas, sobreentendiendo de esa forma que tales reglas existían de por sí».

7. En el medio situacionista, solo se permitió, de entre las artes clásicas, la escritura y la voluntad de estilo. Exclusivamente. El logocentrismo expulsó a las artes, sin distinguir entre espontaneidad y mercancía (aunque sigue existiendo el problema a denunciar de la espontaneidad mercantilizada). Los situacionistas nunca se refirieron temáticamente a la música y a otras formas artísticas.

8 ¡Después de mí, el diluvio!

[Continúa con entrevista a Eduardo Subirats]