Los Hombres Topo: un viaje a las entrañas de Viena (1902-1908)

Mucho antes de que Orson Welles fuera perseguido por el subsuelo de Viena en ‘El tercer hombre’, el laberinto de túneles, vías fluviales y alcantarillas de la capital austriaca ofrecía un refugio secreto para los parias de la sociedad. Mientras la clase alta de la ciudad asistía a bailes, gozaba del arte y paseaba por la nueva carretera de circunvalación, el reino de los “hombres topo” se extendía bajo el pavimento.


«Un hombre desapareció ante mis ojos a la entrada al canal. Levantó la rejilla de la alcantarilla usando el mango de un rastrillo como palanca, descendió por el pozo y lo cerró de nuevo. (...) Mirando al agujero solo pude ver que encendió una luz al llegar al fondo y se internó en el bajo vientre de la ciudad. Apenas había pasado un minuto. ¿Quién era este hombre y qué misterios le aguardaban allí abajo?».

En el invierno de 1902, el periodista Max Winter siguió los pasos de aquel desconocido al que bautizó como Kanalstrotter, y que serviría para designar a quienes como él subsistían de recolectar basuras de los canales: «Hoy conozco mejor la dura existencia de este gremio. Conozco la vida en las cloacas y la laboriosa búsqueda de los restos que deja tras de sí el naufragio de Viena. Monedas perdidas, objetos y piezas de metal que encuentran su tumba en los canales, junto a los huesos y la inmundicia que la ciudad desecha. Y conozco a una persona, que trabaja a diario desde hace más de doce años en los canales. Y que aun hoy anda cavando por ahí».

Se citó con este hombre, al que llamaremos Specklmoritz, en la estación de tranvía Rudolfsheim y acordó acompañarle en su expedición. En la esquina de Hollergasse con Siebeneichen gasse, en pleno corazón del Distrito XV, levantaron una rejilla y descendieron los escalones de hierro forjado. «El primer paso es siempre el más difícil. Mi guía va diez pasos por delante y parece avanzar tan rápido como lento camino yo. A cada paso que doy, me falta más el aliento. Me tiemblan las piernas y las fuerzas me flaquean».

Ajeno a los escrúpulos del periodista, Specklmoritz tamizó la arena de la suelo con su rastrillo y, al poco rato, encontró las primeras monedas que guardó en el pesado zurrón que lleva a la espalda, junto a toda clase de objetos provenientes de la calle o de los domicilios cercanos: botones, cucharas de metal, clavos y botellas. Emprendieron el camino hacia Winckelmannstraße, que irónicamente recibe su nombre en honor al arqueólogo Johann Joachim Winckelmann, levantando la cabeza del suelo cuando pasaban por debajo de algún sumidero, solo para tomar aire y escuchar el bullicio de la superficie. Al llegar al cruce de Linzerstraße, donde las aguas residuales desembocan en el río, el nivel del agua les cubría las rodillas y la corriente se vuelve más fuerte. «Me resulta imposible caminar erguido y el frío se vuelve casi insoportable —relata Winter— pero mi guía parece satisfecho porque la jornada está resultando provechosa. Peor sería ganarse el pan a cuenta de los esqueletos que se encuentra en el canal. Para ganar un florín, tienes que pescar setenta kilos de huesos. que debes secar antes de venderlos a las fábricas de jabón de Atzgersdorf».

«Peor sería ganarse el pan a cuenta de los esqueletos que se encuentra en el canal. Para ganar un florín, tienes que pescar setenta kilos de huesos. que debes secar antes de venderlos a las fábricas de jabón de Atzgersdorf»

Aún más lejos llegaron en sus pesquisas sobre las gentes del subsuelo vienés el periodista Emil Kläger y el fotógrafo Hermann Drawe, en compañía de un delincuente local y abriéndose paso a punta de pistola por las profundidades donde ni la policía se atrevía a aventurarse. Retrataron a los “hombres topo” acurrucados bajo escaleras, amontonados sobre las escombros de las alcantarillas y vadeando las oscuras aguas del río Vienne: hombres perdidos que vivían, dormían, fumaban, comían, peleaban entre sí y compartían sueños de un futuro mejor que nunca llegaría. Reconstruyeron algunas escenas basándose en testimonios de los habitantes del subterráneo y documentaron las vidas de los hombres, mujeres y niños sin hogar que encontraron asilo en los albergues cristianos de la zona.

Kläger y Drawe recorrieron Europa con una serie de conferencias que no fueron bien vistas por las autoridades austriacas. Aquella no era la imagen que se quería proyectar de Viena, la joya del Imperio Habsburgo, patria natal de Mozart, Beethoven y Strauss; cuna del vals, el Art Nouveau y la Sachertorte. La publicación en 1908 de Durch die Wiener Quartiere des Elends und Verbrechens (Viaje a través de los barrios vieneses del crimen y la desesperación) indignó a la opinión pública y propició que se aprobaran una serie de medidas “estéticas” para paliar la lacra de miseria que avergonzaba a sus gobernantes. Con el tiempo, algunos Kanalstrotter fueron contratados por el ayuntamiento para garantizar la limpieza y mantenimiento de los desagües pero, a pesar de desempeñar las labores propias de funcionarios municipales, el salario era tan exiguo y las condiciones tan infrahumanas que solo agravaron más la desigualdad entre los de arriba y los de abajo. Tanto fue así que el último de su gremio, un tal Hablecek, prefirió renunciar en 1958 al servicio público y regresar a las cloacas. Las mismas que hoy en día visitan los turistas y que sirvieron de escenario para el tramo  final de El tercer hombre (1949), donde el traficante de penicilina adulterada Harry Lime, interpretado por Orson Welles, trataba de huir de la Policía de forma desesperada sin conseguirlo.

COMPARATIVA DE LAS ALCANTARILLAS DE VIENA EN 1905 QUE SIRVIERON DE LOCALIZACIÓN PARA EL TERCER HOMBRE (CAROL REED, 1949)