Efectos secundarios: cuando la música es una experiencia física
/Existen discos capaces de revolvernos las entrañas, capaces de expandir nuestros horizontes auditivos más allá del umbral del dolor, descubriéndonos texturas, ritmos y tonalidades inimaginables. Vinilos que, al pincharlos, hacen aullar a los perros y cedés que crepitan con la intensidad del infierno. Y sin embargo, no se trata exclusivamente de ruido…
Verdadera cima expresiva de la agresión sonora, Songs About Fucking (1987), el segundo disco de Big Black, la banda de Steve Albini, Santiago Durango y Dave Riley, supuso un ataque frontal contra los resquicios de cualquier tipo de convencionalismo ético y musical. El latido industrial de una caja de ritmos se abría paso a través de la implacable maquinaria hardcore, reinventando el punk desde la confrontación ruidista de Whitehouse, Suicide y los primeros Killing Joke, para terminar desbaratando las expectativas creadas con Atomizer (1983), un álbum literalmente incendiario.
El afán por provocar venía implícito desde el propio nombre del grupo —en alusión a un modelo de dildo— y consiguió violentar al oyente desde la propia carpeta, en la que las explícitas viñetas de un manga hentai disputan el protagonismo a las perversiones de ‘He’s a Whore’ de Cheap Trick y ‘The Model’ de Kraftwerk. El radicalismo de la propuesta se extiende a unos textos donde se habla sin pelos en la lengua sobre eutanasia infantil, ejecuciones institucionalizadas y el sadomasoquismo alienante de una sociedad enferma.
Para cuando el elepé llegó a las tiendas, el grupo ya se había separado. Sin dejarse intimidar por las acusaciones de racismo y misoginia, pesó más la decisión de Durango al retomar sus estudios de derecho y el ver peligrar su integridad artística ante unas audiencias cada vez mayores. Por su parte, Albini volvería a suscitar nuevas polémicas con Rapeman, antes de conocer las mieles del éxito como productor (Nirvana, Pixies, PJ Harvey…) y engrosar el Olimpo del rock con sus reverenciados Shellac.
Kollaps (1981), el debut de los alemanes Einstürzende Neubaten, atesora un indudable poder telúrico, primitivo y (post)industrial que hacen de él un monumento a la catástrofe absolutamente memorable. Como los “edificios nuevos que se derrumban”, ellos mismos vivían al borde del colapso: «Queríamos exprimir la vida; hacer de ella nuestro campo de pruebas». Ante sus pies se abría el abismo de un sehnsucht de nihilismo insondable, heredado de Antonin Artaud, Walter Benjamin y la Escuela de Frankfurt. El suyo es un no-futuro de taladradoras y cadenas oxidadas, almacenes abandonados y vestigios poéticos del pasado que relucen como diamantes entre la chatarra.
Blixa Bargeld extrapola la experiencia a su creciente interés por la música étnica. En cierto modo, funciona como una banda sonora del decrépito Berlín Occidental desde un ideal futurista. Sin dinero para amplificadores, Bargeld enchufaba su guitarra a un viejo transistor. N.U. Unruh vendió su batería y se fabricó una a medida con materiales de desecho. El primer paso era demoler. «Lo recuerdo como una epifanía. Como un gran agujero negro —prosigue Bargeld— Aunque el consumo de drogas tiene la culpa de eso». Bajo el efecto de la anfetamina, las sesiones en el estudio se prolongaron hasta las setenta y dos horas. «El colocón nos permitía ignorar las necesidades más básicas (dormir, comer, follar) y centrarnos en el trabajo, hasta dar con la mezcla perfecta. Era como vivir dentro de una hormigonera». Bajo los cimientos, se intuían la piel y el hueso.
El suyo es un no-futuro de taladradoras y cadenas oxidadas, almacenes abandonados y vestigios poéticos del pasado que relucen como diamantes entre la chatarra.
Cuenta Michael Gira que durante una época Sonic Youth se empeñaba en telonearlos. «Nadie quería tocar después de nosotros porque éramos unos cafres. Al terminar nuestra actuación, la sala se quedaba vacía». Y no era para menos, si tenemos en cuenta que la sobreexposición a barrabasadas como ‘Half Life’, ‘Why Hide’ o ‘Your Property’ transgredían los límites de lo intolerable. Los ritmos pesados y las guitarras agónicas servían de mantra físico, tensando la soga con una brutalidad implacable. Stevo Pearce, máximo responsable del sello Some Bizarre, alegaba en su defensa que verlos en directo era «como encerrarte en una galera llena de esclavos».
Víctimas y verdugos, ansiedad, dependencia y sexo chungo: la procesión iba por dentro. «No era una pose escénica —asume Gira— Era puro desprecio. Se trataba de anular nuestra personalidad y de doblegar las voluntades ajenas». Más que de una relación de dependencia, se trataba de una nueva forma parasitaria, que reducía al post punk y la no wave a una categoría criminal. O un delito físico: «nadie te viola como un poli en prisión». La participación de Jim Thirlwell (Foetus) en el disco aportó un cariz apocalíptico que perfilaría posteriores obras maestras junto a Jarboe, como ‘Holy Money’ (1986), ‘Children of God’ (1987) o ‘The Great Anhilator’ (1995).
Reverenciado como exponente paradigmático de la generación japanoise que asoló occidente a mediados de los ochenta, Masami Akita resume en pocas palabras su ideario artístico: «si la música es sexo, Merzbow es pornografía». Como titular, nada que objetar; sobre todo si hacemos referencia a una de sus obras más (digamos) accesibles, en la que la vanguardia más extrema se pone al servicio de una tradición milenaria como es el shibaru o kinbaku: una práctica derivada del método de tortura que los samuráis aplicaban en sus interrogatorios y que, a partir del siglo XIX, se incorporaría a los sofisticados juegos de alcoba de la alta sociedad japonesa.
Más allá de Bataille o Apollinaire, el subtexto que maneja Akita da pie a un inesperado comentario sociopolítico desde un punto de vista casi freudiano. Con la posguerra, las técnicas para infligir dolor y proporcionar placer se democratizaron gracias al auge cinematográfico del pinku eiga, dando pie a nuevas variantes de lo que hoy conocemos como bondage. Y aquí es donde el bagaje deconstructivista de Merzbow se plantea la distorsión del cuerpo femenino, su historia y su significado. No se trata tanto del acto en sí (que también) como de transgredir su origen ritual a través de ruidos e intensidades, deformando el uso de percusiones e instrumentos folclóricos, para sumirnos en una sinestesia de ruido blanco. Puede que no sea su trabajo más abrasivo, pero refleja mejor que otros la vertiente más autóctona de su obra, a medio camino entre Issei Sagawa y Keiji Haino.
¿Quién no ha oído hablar alguna vez de la “nota marrón”, esa frecuencia de infrasonidos capaz de relajar nuestros esfínteres con efectos laxantes garantizados? No es nuestra intención promover rumores infundados, pero resulta innegable que determinada música puede alterar algo más que nuestro estado de ánimo. Sin ir más lejos, el recuerdo del paso del trío de Michigan por el Experimenta Club ’09 todavía revuelve el bajo vientre de gran parte de su audiencia madrileña. Un nutrido grupo de víctimas colaterales de aquel tsunami de art-rock extremo se congregaba a las puertas de La Casa Encendida, mediado el concierto, bien fuera para tomar aire o aliviarse de las náuseas. Aquello era demasiado para cualquiera.
En su primer disco para Sub Pop, el mítico sello de Seattle, confluyen dosis de vitriolo más que suficientes como para dejarte el oído escocido durante lo que resta de semana. Y hoy es miércoles, así que tenlo en cuenta antes de zambullirte en las miasmas de ruido rosa de ‘Burn Your House Down’, ‘Black Vomit’ o ‘Urine Burn’; porque consiguen que la estridencia del Metal Music Machine (1975) de Lou Reed suene a música de ascensor. Sus secuelas, ‘Human Animal’ (2006) y ‘Always Wrong’ (2009), confirmarían el diagnóstico como la úlcera más sangrante del nuevo noise manufacturado en USA. Es ponerse a pensar en un hipotético cartel triple junto a Hair Police y Yellow Swans y le entran a uno ganas de salir corriendo a comprar pañales.
Desde la irrupción de Autechre a principios de los noventa, el panorama internacional de la IDM parecía condenado a la repetición constante de la paleta de sonidos del Reaktor. Un tipo de uniformidad que se acrecentaría con la popularidad del click ‘n cuts y que llevó a Drew Daniel y Martin Schmidt a indagar en la rama más orgánica de la música electrónica. Como ocurrencia conceptual, el sampleo indiscriminado de sonidos quirúrgicos aportó un hilo conductor al disco y planteó nuevas sendas expresivas al glitch y la música concreta, contagiando al género de una saludable ironía posmoderna.
Superficialmente, la innovación rítmica de A Chance to Cut Is a Chance to Cure (2001) plantea pocas sorpresas y la mayoría de los temas se sostienen sobre un parco esquema jazzy, deudor del hip hop abstracto de artistas como Prefuse 73. La verdadera novedad estaba en el origen de las muestras: los ventiladores del equipo de anestesia y el corte de un bisturí número 3 en el transcurso de una liposucción. Al colar su DAT en el quirófano, Matmos se sirven del sonido del láser y desfibriladores para forzar nuevas texturas, codeándose con renovadores como Pansonic, Vladislav Delay, Kid 606 al tirar de rinoplastias, implantes de cadera o lesiones auditivas para vaciar las salas de espera y agitar la pista de baile.
«No era una pose escénica. Era puro desprecio. Se trataba de anular nuestra personalidad y de doblegar las voluntades ajenas»
En el revelador documental Scott Walker: 30 Century Man (Stephen Kijak, 2006) asistimos a una de las sesiones de grabación en los Metropol Studios de Londres. Una década después de asombrar al mundo con la que algunos todavía consideramos su obra maestra, Tilt (1995), la neurosis existencial de Scott Walker alumbraba un nuevo desafío para el oyente que eleva la congoja a la categoría de ARTE con mayúsculas. En la cinta, vemos a Walker, parapetado tras sus sempiternas gafas de sol, corrigiendo al percusionista Alisdair Malloy sobre cómo ha de golpear un costillar de cerdo. El resultado es ‘Clara (Benito’s Dream)’, una sublimación poética del linchamiento popular de Benito Mussolini y su amante Claretta Petacci en la Piazza Loreto de Milán en 1945, en la que el martirio fascista deviene en una elegía de la carne doliente que parece extraída de un lienzo de su admirado Francis Bacon: “Los pechos todavía pesan / Las piernas cuelgan, largas y estiradas / El labio superior se ha quedado corto / Los dientes siguen siendo pequeños / Los ojos son verdes / El pelo, largo y negro / Todavía sobreviven”.
Concebida como una ópera abstracta sobre los horrores del siglo XX, ‘The Drift’ amplifica los logros expresivos de su banda sonora para ‘Pola X’ (Lèos Carax, 1999) y contradice la máxima de Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía como consecuencia del Holocausto. ¿Cómo definir, entonces, ‘Dies Irae’ (1967) de Penderecki o ‘Quatuor pour la fin du temps’ (1941) de Messiaen, compuesto durante el confinamiento del francés en un campo de prisioneros de Görlitz? Los versos inaugurales de ‘Cossacks Are’ exorcizan los fantasmas de Auschwitz, Srebrenica y el 11-S, trazando una desoladora panorámica de la naturaleza humana: ‘el salvajismo medieval / calculó la crueldad / es difícil valorar el peor movimiento’. Escarbando en ese pozo de miseria moral que llamamos Historia y de cuya infamia todavía se alimentan los nuevos monstruos que anidan en el corazón de la vieja Europa.
La banda de Steve O’Malley y Greg Anderson, referente ineludible del doom metal más experimental y mesmerizante, merecía cerrar nuestra lista, aunque solo sea en aras de su vocación por desvincular cuerpo y conciencia por la vía rápida del sonido. Decantarse por su alianza con Steve Stapleton y Colin Potter obedece a parámetros más ambientales, pero igualmente radicales: la ingravidez del metal pesado como metáfora de un limbo extrasensorial. O como cierto sector de la crítica señaló en su momento, “una marcha fúnebre en memoria de nuestros cuerpos dispersos”.
Desde que Stapleton comenzó a manipular el sonido a finales de los setenta, la música de Nurse With Wound se ha caracterizado por un halo volátil, incómodo y surrealista equiparable al de otros nombres ilustres del hemisferio izquierdo del industrial, como Coil o Current 93. El aliento subliminal de su colaboración con SunnO))) se impone mediante el uso de campanas resquebrajadas, cánticos sobrenaturales y guitarras saturadas que no desentonan con el resto del corpus nigrum de los norteamericanos. Por su parte, los artífices de ‘Monoliths & Dimensions’ (2009) parecen imbuidos del feedback espiritual del ‘Soliloquy for Lilith’ (1988) de NWW, obsequiándonos con una hora de invocación ultraterrena.