Churchill, Fawcett y los obuses que lanzaban los espíritus

El gran y legendario explorador Percy Fawcett, tras perseguir durante décadas su sueño de El Dorado, una mítica ciudad escondida en lo más remoto del Amazonas cuyas riquezas y misterios deslumbrarían al mundo entero, regresa a la civilización. Lo hace convertido en un semisalvaje, alguien que ha visto y padecido mil horrores. Su obsesión, aquello que es el motor de su vida, es lanzarse de cabeza hacia lo desconocido. Su búsqueda es frenética e incansable. Parece indestructible. En sus encuentros con indios se dirige hacia ellos con las manos abiertas, en gesto conciliador, mientras a su alrededor llueven lanzas y proyectiles. Pero algo sucede: Inglaterra, su país, ha entrado en la guerra. Es 1914 y acude a luchar, sin ser consciente de que aquella será una carnicería inédita. La sangrienta batalla es interminable. Fawcett es nombrado jefe de un batallón y, en plena línea del frente, lanza ataques furtivos.

De pronto, un día, encomendado a sus dotes prodigiosas de observador, ve a un hombre que juzga «sospechoso», dando órdenes y consejos; lleva un gran abrigo de pieles, un casco francés de acero y un chaquetón de pastor. Sin dudarlo, transmite a los mandos que es un espía. Pero se equivoca: ¡es Winston Churchill!, que había marchado a la guerra como voluntario después de dimitir como Ministro de Marina. Churchill, magistralmente, describe la guerra: «Mugre y basura por todas partes, tumbas cavadas en las defensas y desperdigadas indiscriminadamente, pies y ropas asomando de la tierra, agua y porquería por doquier, y en medio de esta escena, a la resplandeciente luz de la luna, ejército de murciélagos enormes por tierra y cielo, acompañando el incesante ruido de los rifles y metralletas, y al ponzoñoso gemido y zumbido de las balas que nos sobrevuelan».

Fawcett, cada día que pasa, está más desesperado. La guerra se prolonga. Sueña con regresar a su selva, a otro lugar y, entonces, en medio de las trincheras y el aullar de los obuses se refugia en el espiritismo.

En sus memorias, Henry Hemming, hijo del que fuese director de la Royal Geographic Society y entonces capitán a las órdenes de Fawcett, narra una escena que resulta pavorosa y de la que fue testigo: «Él y su oficial de informaciones [...] se retiraban a una sala oscura y colocaban las cuatro manos, aunque no los codos, sobre el tablero. Fawcett preguntaba entonces al tablero, en voz alta, si la ubicación de la posición del enemigo estaba confirmada, y si el desdichado tablero se deslizaba en la dirección correcta, no solo incluía la posición en el listado de ubicaciones confirmadas, sino que a menudo ordenaba que se disparasen veinte ráfagas de obuses calibre 9,2 en el lugar en cuestión».