La quema de libros durante el franquismo: el Farenheit español

Entre las muchas medidas represivas impulsadas por el franquismo durante la Guerra Civil, estuvo la quema de libros contrarios a la religión, la moral y la política nacionalcatolicista.

«Al día siguiente de iniciarse el movimiento del Ejército salvador de España, por bravos muchachos de Falange Española fueron recogidos de kioskos y librerías centenares de ejemplares de esa escoria de la literatura que fueron quemados como merecían», declaraba Bruno Ibáñez Gálvez, teniente general de la Guardia Civil y Jefe de Orden Público de Sevilla en ABC el 26 de septiembre de 1936. La cita se recoge en El bibliocausto en la España de Franco (1936-1939), obra de Francesc Tur editada por Piedra Papel Libros.

Quema de libros por los nazis en Berlín, 1933.

Quema de libros por los nazis en Berlín, 1933.

En dicho título, Tur analiza el fenómeno de la quema y destrucción de libros realizada por las tropas rebeldes y los simpatizantes de los golpistas ya durante la guerra, sin necesidad de esperar a ganar la contienda. Tal y como recoge José Andrés de Blas y Fernando Larraz en La Guerra Civil Española y el mundo del libro. Censura y represión cultural (1936-1937), las tropas de requetés lideradas por el general Mola, a su paso por Soria, destrozaron los libros que encontraron en esa localidad y que consideraron contrarios a su ideología, de tal manera que, cuando las autoridades franquistas quisieron hacer lo mismo finalizada la guerra, apenas quedaban ya ejemplares.

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No solo cosa de nazis

Si bien es cierto que cuando se habla de la quema y destrucción de libros suele hacerse mención a la realizada por los nazis el 10 de mayo de 1933 en Berlín, la Falange y el ejército franquista, alumnos aventajados del Tercer Reich, no solo protagonizaron acciones de este tipo sino que las alentaron entre sus seguidores. En el número 1 de Arriba España, periódico publicado en Pamplona en 1936, por ejemplo, se animaba a la destrucción de libros con estas palabras: «¡Camarada! Tienes obligación de perseguir al judaísmo, a la masonería, al marxismo y al separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus revistas, su propaganda».

Junto a esas quemas improvisadas, se organizaron también grandes hogueras, como la que se produjo un día después del golpe de Estado en el puerto de La Coruña. Según refiere Francesc Tur, el 19 de julio del 36 frente al Club Náutico y bajo la presidencia y organización de un sacerdote, ardieron miles de libros. Entre ellos, volúmenes de Blasco Ibáñez, Ortega y Gasset, Pío Baroja, Unamuno, algunos procedentes de las bibliotecas de organizaciones libertarias, de entidades públicas y de casas privadas de militantes republicanos que, pocas horas después del levantamiento, ya habían sido detenidos y esquilmados.

Quema de libros en la plaza Zaharra de Tolosa en agosto de 1936.

Quema de libros en la plaza Zaharra de Tolosa en agosto de 1936.

A medida que avanzaba la guerra y el ejército fascista iba asentando las posiciones ganadas, se fueron dictando normas que obligaban a entregar o requisar los libros considerados prohibidos. En el caso de Sevilla, Queipo de Llano apenas dio 48 horas a la población para que entregase sus libros y habilitó a falangistas para recorrer editoriales y librerías requisando todos aquellos materiales considerados pornográficos, marxistas, ácratas y «disolventes», un cajón de sastre en el que cabía cualquier publicación contraria al bando franquista. El incumplimiento de esas normas conllevaba penas económicas, aunque tampoco era inusual que los poseedores de literatura prohibida fueran ejecutados sin necesidad de juicio.

Feria del libro celebrada entre el 3 y el 5 de junio de 1937 en Barcelona. En primer plano, entre diferentes títulos, La conquista del pan de Kropotkin. (Foto: Arxiu Nacional de Catalunya).

Feria del libro celebrada entre el 3 y el 5 de junio de 1937 en Barcelona. En primer plano, entre diferentes títulos, La conquista del pan de Kropotkin. (Foto: Arxiu Nacional de Catalunya).

En esa misma línea, en septiembre de 1937 se promulgó una nueva normativa para depurar las bibliotecas universitarias. Según esa disposición se establecieron unas juntas formadas por catedráticos, falangistas, militares y sacerdotes que, tras analizar los fondos, debían elaborar una lista con aquellos títulos que consideraban inapropiados. Posteriormente, una Comisión de Cultura y Enseñanza determinaba si eran destruidos o si, por su calidad literaria y científica, debían ser conservados a pesar de estar en contra del ideario franquista. Cuando eso sucedía, se guardaban fuera del acceso del público y solo podían ser consultados tras solicitar un permiso especial.

En algunas de esas instituciones también fueron depositadas las bibliotecas de escritores represaliados, como la de Max Aub, que solo cuando regresó brevemente a España en 1969 pudo recuperar parte de sus libros que habían sido robados por los franquistas. Como el propio escritor cuenta en su libro La gallina ciega, el resto de sus propiedades, como pinturas y otros objetos, colgaban y decoraban las casas de viejos falangistas y hombres del régimen. Esas no pudo recuperarlas.

El escritor Max Aub.

El escritor Max Aub.

La quema de libros se fue extendiendo por toda España a medida que las tropas franquistas iban controlando más y más ciudades. Las últimas quemas se produjeron en 1939, tras la caída de Madrid. El 30 de abril de 1939, con motivo del Día del Libro, el Sindicato Español Universitario (SEU) convocó un acto que fue recogido por el diario ABC en su edición del 2 de mayo en una fotonoticia. En ella, los jóvenes estudiantes, asistían, brazo en alto, a la quema de los ejemplares.

Quema de libros en Madrid en 1939. (Foto: Virgilio Muro / ABC).

Quema de libros en Madrid en 1939. (Foto: Virgilio Muro / ABC).

El diario describió el momento de la siguiente manera:  «El domingo se celebró en el patio de la Universidad Central un acto en el que se hizo la quema simbólica de los libros que durante el dominio rojo sirvieron para corromper y engañar a las juventudes de la llamada Universidad Popular». En la quema, que no fue precisamente simbólica sino muy real, ardieron libros marxistas, sicalípticos, de humor, irreverentes, anticatólicos, de psicoanálisis, pacifistas, liberales… por arder hasta ardieron ejemplares del El Heraldo de Madrid.